Opinión

Las estrellas de agosto

Cada noche de estas, durante muchos años, mamá se sentaba fuera de la casa, junto a la puerta de la cocina, y se ponía a mirar el cielo. Al otro lado del prado que tenía enfrente estaba el mar, que no callaba nunca. Mamá estiraba los pies, se abrigaba

Cada noche de estas, durante muchos años, mamá se sentaba fuera de la casa, junto a la puerta de la cocina, y se ponía a mirar el cielo. Al otro lado del prado que tenía enfrente estaba el mar, que no callaba nunca. Mamá estiraba los pies, se abrigaba con una mantita (en la costa de Barreiros, en agosto, ya refresca por la noche) y se dedicaba a sonreír durante horas mientras contemplaba el espectáculo del firmamento estrellado. Justo enfrente tenía la estrella polar, en torno a la cual giraba  todo el cielo, pero no estoy seguro de que ella lo supiese. Ni de que le importase. Nosotros íbamos y veníamos, quizá salíamos a tomar algo y al regresar la veíamos allí.

–¿Cuántas llevas?

–Seis.

–No son muchas.

–Bueno, las mismas que el año pasado. Más o menos.

–¿No te vas a la cama? Es tarde.

–En cuanto llegue a diez.

Nunca sabré si alguna vez llegó a ver diez estrellas fugaces, o perseidas, o lágrimas de San Lorenzo, como prefieran ustedes llamarlas. Tampoco supe nunca por qué lo hacía. Mi madre no era religiosa ni padecía supersticiones, así que no creo que estuviese allí sentada durante horas para pedir deseos, que es lo que hace tanta gente. Hoy que ya no está –hace seis años que ya no está– quiero creer que se ponía a esperar las estrellas fugaces de agosto por el mismo motivo por el que hacía tantas cosas: la simple y asombrada contemplación de la belleza, el vértigo infantil de sorprender la belleza que de pronto cruza un trozo del cielo como una raya efímera, como un guiño, como un saludo, como un hasta pronto que asoma y luego se esconde.

–Siete.

–¡Bien!

Hay en la órbita de nuestro planeta como cuarenta de esas estelas y otras tantas lluvias de estrellas fugaces, algunas mucho más nutridas que la de agosto

Yo, que siempre fui el repipi de la familia, me empeñé alguna vez en explicarle lo que ustedes ya saben. Que las perseidas son minúsculos granos de arena que dejó atrás un cometa impronunciable; que la Tierra, en su vuelta, pasa por esa estela una vez al año, así que algunos granitos se incendian en la atmósfera y esas son las “lágrimas” que vemos. Y que, caramba, hay en la órbita de nuestro planeta como cuarenta de esas estelas y otras tantas lluvias de estrellas fugaces, algunas mucho más nutridas que la de agosto. Y que…

–Luisito, hijo, que me distraes y pierdo la cuenta.

A ella qué más le daba. Todo eso no tiene nada que ver con la belleza. Son explicaciones, no emociones.

Mi amigo Julio Llamazares escribió hace diez años un libro imposible de olvidar que se llamaba así, Las lágrimas de San Lorenzo. Un padre desdichado y su hijo, un niño lleno todavía de ilusión, se tumban sobre la hierba para esperar a las estrellas de agosto. Eso precipita en el padre tanto la memoria como la imaginación. Y les pasa, creo yo, lo mismo que le pasaba a mi madre:

“–¿La has visto? –me dice Pedro, mirándome.

–Sí –le respondo yo. Da igual que la viera o no. Al niño le da lo mismo que sea verdad o mentira y, en el fondo, prefiere que le mienta con tal de compartir su emoción conmigo.”

El lugar en que habitamos todos no es más que un pale blue dot, como lo llamaba Sagan: un pálido punto azul en medio de la gigantesca nada

Recuerdo ahora que mi amigo Paco me contó una vez cómo vieron las perseidas en el pueblo de León donde construyó su hogar, Fontanos de Torío. De esto hace muchos años. Subieron los vecinos a la parte alta del pueblo, a la era, justo detrás de la casa de Paco. Se tumbaron y se pusieron a esperar. Esperaron y esperaron. Aquel año, por lo visto, se vieron pocas estrellas fugaces. Hasta que, avanzada ya la noche, una de las mujeres de la aldea, Iluminada se llamaba, se puso en pie, se sacudió las sayas y dijo, cabreada, que se volvía para casa:

–Pues no sé cuántas habrán echao en la capital –rezongó– pero aquí, desde luego, se han lucido.

Hay un experimento que popularizó Carl Sagan y que el cine ha repetido mucho: la cámara enfoca cualquier cosa del planeta y luego asciende, se aleja cada vez más hacia la negrura exterior. Pronto, el lugar en que habitamos todos no es más que un pale blue dot, como lo llamaba Sagan: un pálido punto azul en medio de la gigantesca nada. No se me ocurre imagen mejor para describir la inanidad, la futilidad, la intrascendencia, la ridícula enanez de las cosas que nos quitan el sueño cada día.

Ahora miramos embobados las noticias sobre el crimen que un español, hijo y nieto de famosos, ha cometido en Tailandia contra un señor que le requería de amores. La televisión, en todas las cadenas, vuelve a inundarse de olor a cadáver, como ha sucedido en tantas ocasiones más. Ese embobamiento ante algo que ocurre unas quinientas veces diarias en el planeta permitirá, sin embargo, que los mercaderes del Templo sigan urdiendo un gobierno inverosímil con algo más de tranquilidad, ya que todos estamos mirando para otro sitio. Quizá nos entretengamos también con la despedida de ese señor de barbas que ha abandonado la política porque en su partido, que es de extrema derecha, se lo han merendado elementos que son todavía mucho más de extrema derecha que él, lo cual parecía imposible. Y cabe esperar que todos estos trampantojos nos ayuden a pasar esta ola de calor, anuncio de una cada vez más próxima y brutal alteración definitiva del clima, por lo menos algo más distraídos.

Pues esas eran las cosas que fatigaban, que aburrían a mi madre. Cuando alguien busca la belleza por sí misma, se refugia en ella, es porque está escapando de algo. Mamá encontraba una manera de escapar a la estupidez humana en muchas cosas asombrosas, inexplicables, quizá irracionales: la sonrisa de sus nietos cuando la miraban, la cara que poníamos todos ante uno de sus gazpachos perfectos, un libro que la transportaba a otros mundos durante días enteros, el pan de Manolín, las sorpresas incesantes que urdía papá para hacerla feliz. Y las estrellas de agosto. Horas se pasaba allí, noche tras noche, arrebujada en su manta a cuadros rojos y negros, sonriendo al cielo, quizá convencida de que su sonrisa y su ilusión propiciarían la aparición de una más.

–Ocho.

–Venga, mami, acuéstate ya, que es muy tarde y mañana…

–¡Nueve!

–Esa te la has inventado.

Y se reía. Cuánto la echo de menos.

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