Opinión

Los puntos ciegos de la memoria

El principio básico de no negociar con terroristas tiene una tradición muy amplia y una casuística muy corta: normalmente lo que está en juego es la vida de una persona,

El principio básico de no negociar con terroristas tiene una tradición muy amplia y una casuística muy corta: normalmente lo que está en juego es la vida de una persona, y lo que se exige puede ser dinero, la liberación de algún asesino o incluso la ejecución de una medida política. Lo racional, decimos, es no ceder ante sus exigencias, porque si lo hacemos les estamos enseñando que el secuestro funciona. Pero también es racional la decisión de ceder: sabemos que la imagen de una persona liberada va a ganar siempre al proceso intelectual mediante el que anticipamos -o recordamos- los efectos profundos de esa decisión. Sabemos que a una derrota nacional se le puede poner un lazo y presentarla como una victoria política. Y sabemos, o deberíamos saber, que los mecanismos que nos sirven para analizar el mundo y para movernos por él no se desarrollaron para hacernos justos, nobles y sinceros, sino porque aumentaban las posibilidades de supervivencia del grupo. La razón, en ese sentido, nos es útil tanto si buscamos el bien común como si buscamos el bien de un grupo particular, tanto para descubrir verdades como para enmascarar mentiras.

Han pasado diez años desde que la banda terrorista ETA puso fin a su “actividad armada”. Desde entonces, los españoles nos hemos entregado a una negociación aún más peligrosa que la que ofrece dinero o políticas a cambio de vidas: la negociación en torno al significado de las palabras. Al contrario que las negociaciones clásicas, ésta se produce en la oscuridad pero también a plena luz. Hablamos de violencia para no decir ‘terrorismo’. Decimos ‘terrorismo’ para no hablar de la responsabilidad individual y colectiva de la izquierda abertzale, que no se disolvió hace diez años. Y nos empeñamos en defender, contra toda evidencia, que la izquierda abertzale y ETA fueron derrotadas; todo para no tener que mirar los resultados electorales, el censo y el clima político. Nos entregamos a esas palabras en columnas, en tertulias, en parlamentos y en las escuelas, y al mismo tiempo necesitamos que no se hable de lo que suponen estas cesiones semánticas. Para esto son muy útiles los puntos ciegos, los ángulos muertos.

El 10 de noviembre se celebra en el País Vasco el Día de la Memoria. Hace un año el lema escogido para conmemorar esa fecha fue ‘Mirar hacia atrás para seguir adelante’. Gogora, el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos del Gobierno Vasco, elaboró un vídeo en el que se podía observar en qué consistía esa mirada, hasta dónde llegaba. En los más de cuatro minutos que dura el vídeo, en el que varios jóvenes comparten sus sentimientos tras conocer las experiencias de varias víctimas, no aparece ni una sola vez la palabra ‘ETA’; sí aparece varias veces la palabra ‘sufrimiento’. No se pronuncia la palabra ‘terrorismo’; en su lugar se habla de ‘violencia’. Y por supuesto no se nombra a la izquierda abertzale; así es como la mirada convenientemente educada puede encontrar ‘errores’ en lugar de buscar responsabilidades concretas. “Es un tema tabú”, dice una joven hacia la mitad del vídeo. Nuestro punto ciego no nos impide ver a los muertos, pero sí a quienes ordenaron los asesinatos.

No se borran para evitar el dolor de las víctimas, sino para evitar la incomodidad de los jóvenes cuando se los encuentran; para evitar que tengamos que encontrarnos a nosotros mismos frente a ellos

No aparecen nunca los nombres concretos de García Gaztelu, Jon Bienzobas o Daniel Pastor. En Memorias de un historiador Raul Hilberg cuenta algo que puede resultar familiar. Habla de la difuminación del culpable, del consejo que se da en el Deuteronomio: “Borrarás para siempre el recuerdo de los descendientes de Amalec”. Puede resultar familiar, pero se trata de dos posturas distintas. En lo que cuenta Hilberg sobre los judíos y los responsables del Holocausto, el borrado de los nombres se hace para no aumentar el dolor, una especie de ritual con el que se pretende extirpar el mal. En nuestro caso, la razón por la que no aparecen esos nombres es porque sus caras están presentes en las fiestas, en las calles, en algunos bares e incluso en los parlamentos. No se borran para evitar el dolor de las víctimas, sino para evitar la incomodidad de los jóvenes cuando se los encuentran; para evitar que tengamos que encontrarnos a nosotros mismos frente a ellos.

Los hechos no son suficientes

Para educar la mirada de los jóvenes y para ahorrarnos las incomodidades de una postura firme ante los hechos se articula la memoria. En la memoria todos nos encontramos y nos abrazamos, sólo hay lugar para palabras positivas como puentes, empatía, convivencia. En la memoria caben todos los sufrimientos y todos los relatos, pero no los hechos desnudos. Los hechos no ayudan a tender puentes, sino a cavar trincheras éticas.

Frente a estas políticas de memoria deberíamos ser capaces de articular una defensa de la verdad. ‘Verdad’ es un concepto que parece difícil de definir, pero en realidad no lo es tanto. La aproximación de Aristóteles puede ser poco ambiciosa en su expresión, pero es una definición luminosa y despejada: decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es. La verdad, sabemos, está en el discurso, no en los hechos. Los hechos, la realidad única y objetiva, son lo que permite que haya verdad, pero no son suficientes; tiene que existir también la voluntad de someterse a ellos.

No deberíamos negociar con terroristas. Mucho menos, la unicidad de los hechos. La verdad no nos hace libres -al contrario, nos sujeta- pero sí impide que acabemos siendo compañeros de cama de los asesinos en el fumadero de opio de la memoria.

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