‘Lo que más temo del fin de ETA, cuando venga, es que triunfe la simplona y cómoda creencia de que sin atentados ya todo es admisible’. Así se pronunciaba Aurelio Arteta en una entrevista concedida al ABC en 2007, años antes de que la organización terrorista anunciara el cese definitivo de sus actividades delictivas. Las palabras del filósofo, que ha dedicado muchas a páginas a reflexionar sobre el terrorismo y el nacionalismo vasco, suenan hoy premonitorias: ‘Se quiere olvidar que un crimen terrorista no es un crimen cualquiera, sino un crimen político (…). Además de condenar el asesinato habrá entonces que atreverse a juzgar la causa por la que se asesinó, porque no puede reemprenderse la convivencia sobre las mismas creencias que la han echado a perder’.
Es inevitable acordarse de lo dicho por Arteta al ver los aplausos que ha cosechado la llamada ‘declaración del 18 de octubre’. El comunicado leído por los líderes de Bildu y Sortu, Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez, ha recibido los parabienes sin reservas de los partidos que forman la coalición de gobierno, alguno de los cuales no dudó en calificarlo de valiente. Para Ione Belarra es ‘un paso sin precedentes de la izquierda abertzale’ al poner ‘en el centro el dolor de las víctimas de ETA’. Errejón saludó las declaraciones como un avance muy significativo, pues cierran un ciclo político de violencia y ‘marcan un compromiso claro de reconocimiento de las víctimas y de apuesta por vías exclusivamente democráticas’. Por su parte, la ejecutiva socialista, por boca de su portavoz, valoró muy positivamente que reconozcan el sufrimiento causado y que se comprometan a mitigar el dolor de la víctimas. Nada de lo cual puede extrañarnos, puesto que el actual gobierno ha recabado los votos de los abertzales, de la investidura a los presupuestos, tratándolos como socios parlamentarios perfectamente legítimos. Celebrar el paso es tanto como absolverse a sí mismos por tales tratos.
En realidad, lo más llamativo de la declaración del 18 de octubre es lo mucho que se parece al penúltimo comunicado, de abril de 2018, en que ETA reconocía el daño causado. Allí la banda terrorista se refería específicamente a sus víctimas, como ahora hace Otegi, aunque en ambos casos se deja claro que éstas no son más que una parte de todas las víctimas provocadas por el conflicto. Si los cotejamos, hay pasajes prácticamente copiados, como cuando dicen que ‘nada de eso debió producirse jamás o prolongarse tanto en el tiempo’ (o una cosa u otra, supongo). Si querían marcar distancias con ETA, podían haber hecho algo mejor que cortar y pegar de sus comunicados. Por lo demás, hay pocas diferencias de fondo entre ambos textos: la violencia terrorista sigue siendo ‘estrategia armada’, que hay que situar en el marco del famoso conflicto, cuya resolución pasa por el reconocimiento de los derechos nacionales de Euskal Herria, etcétera, etcétera.
Uno puede lamentar el daño causado, admitiendo con todo su necesidad; distinto es arrepentirse, que implica que nunca debió hacerse. Pero ambas cosas son incompatibles con honrar y festejar a quien deliberadamente causó tanto mal
Como vivimos tiempos sentimentales, el gran paso de la izquierda abertzale estaría en este punto en que se dirige a las víctimas: ‘Queremos decirles de corazón que sentimos enormemente su sufrimiento y nos comprometemos a tratar de mitigarlo en la medida de nuestras posibilidades’. Nada nuevo, como digo, pues los propios etarras ya aseguraban en aquel comunicado que sentían de veras tanto dolor. Por dispuestos que estemos a celebrar la efusión de buenos sentimientos, hay que preguntarse en qué se concreta ese compromiso de los abertzales con las víctimas. ¿Cómo se compadece ese enorme dolor por las víctimas con los homenajes multitudinarios que tributan a los victimarios, a quienes cometieron asesinatos, secuestros, extorsiones o actuaron como cómplices de los asesinos, recibidos o recordados en muchas localidades vascas como verdaderos héroes y mártires por la causa? Uno puede lamentar el daño causado, admitiendo con todo su necesidad; distinto es arrepentirse, que implica que nunca debió hacerse. Pero ambas cosas son incompatibles con honrar y festejar a quien deliberadamente causó tanto mal. ¡Obras son amores! Mientras continúen los homenajes tales declaraciones no serán más que palabrería.
'Justicia restaurativa'
En realidad, no es cuestión de si creemos o no en la sinceridad de las declaraciones abertzales, pues a lo que debemos resistirnos es al guión que se está imponiendo sobre el final del terrorismo. El dichoso relato, como saben. Con su habitual perspicacia, José María Ruiz Soroa le puso hace tiempo un nombre inmejorable: ‘La estrategia de las lágrimas’. De acuerdo con ella, el crimen terrorista sería un asunto privado o personal, que concierne fundamentalmente a la víctima y al criminal, donde lo importante es atender al sufrimiento de las víctimas, a las que hay que ofrecer comprensión y atención psicológica para superarlo. El terrorismo queda así despolitizado y reducido a su faceta más humana. Ese marco trae todo un vocabulario a caballo entre lo religioso y lo terapéutico, donde cobran sentido términos como ‘perdón’, ‘reconciliación’ o ‘reconocimiento’. Lo hemos visto a propósito de la llamada ‘justicia restaurativa’, que promueve los encuentros personales entre víctimas y presos, ahora de actualidad gracias a la película de Iciar Bollaín.
Hay que convenir con Ruiz Soroa en que estamos ante una estrategia de lo más inteligente, retóricamente muy efectiva, puesto que maneja con ventaja la sensiblería ambiental y el cálculo interesado. Una vez puesto el foco sobre el dolor y el sufrimiento de las víctimas, nada nos impide extenderlo a otros, a los propios terroristas presos y a sus familiares, puesto que también son seres humanos que sufren. Por eso aquel comunicado de ETA recordaba que ‘se ha padecido mucho en nuestro pueblo’ y Otegi habla del reconocimiento de ‘todas, absolutamente todas las víctimas’. Si el sufrimiento es lo que caracteriza a las víctimas, todo el que ha sufrido a causa del conflicto puede ser considerado una víctima. Se difuminan así las diferencias entre víctimas y victimarios, reunidos todos en su humanidad doliente; de paso igualamos ‘todas las violencias’, como si fuera lo mismo la del pistolero etarra que la de los agentes de policía. Si me apuran, hasta la propia sociedad vasca puede ser vista como una gran víctima, necesitada de terapia y reconciliación.
Sus asesinos perseguían crear un clima de miedo e intimidación en buena parte de la sociedad, eliminando a sus adversarios ideológicos, para imponer un proyecto nacionalista excluyente
El perdón tiene una naturaleza personal, casi íntima, como alguna vez he señalado aquí: ni puede darse en nombre de otros ni cabe exigirlo, pues nadie está obligado a perdonar. Como tal, es una decisión que concierne únicamente a las víctimas, que resiste mal bajo los focos de la vida pública. Como ciudadanos debería preocuparnos algo bien distinto, a lo que Joseba Arregi se refirió como ‘la verdad objetiva de las víctimas’. Recientemente fallecido, pocos tienen como él una trayectoria ejemplar en defensa de las víctimas del terrorismo; es uno de esos ‘traidores’ de los que habla el documental de Jon Viar, que abandonaron el mundo nacionalista para defender la democracia y la libertad de sus conciudadanos. Pues bien, Arregi sostenía que esa verdad no hay que buscarla en las opiniones de los asesinados, en las manifestaciones de sus familiares o en lo que digan los diferentes portavoces de las asociaciones de víctimas, sino en el hecho de que fueron perseguidos y asesinados por razones políticas; que sus asesinos perseguían crear un clima de miedo e intimidación en buena parte de la sociedad, eliminando a sus adversarios ideológicos, para imponer un proyecto nacionalista excluyente, contrario a las libertades individuales y al pluralismo social.
No podemos pensar entonces en la memoria de las víctimas haciendo abstracción de ese significado político, como tampoco cabe hurtar el adjetivo ‘terrorista’ para hablar sólo de violencia. Ni una cosa ni la otra son inocentes. Tampoco se puede olvidar que el terrorismo no eran sólo los comandos, sino que disponía de todo un entramado político e ideológico, con amplios apoyos sociales, todo ello al servicio de la visión de una sociedad vasca étnica e ideológicamente homogénea, donde no tienen cabida los no nacionalistas o los discrepantes. No parece que los herederos de ETA hayan rechazado ese proyecto ni roto con la historia de terror que tiene detrás. Por eso es falso que, en ausencia de violencia, todos los proyectos sean legítimos en una sociedad democrática; es tanto como pensar que los medios violentos no guardan relación con los fines políticos profundamente injustos que los justificaron. Pues hay fines que son radicalmente incompatibles con las condiciones de una sociedad libre y plural.
De lo que se sigue una verdad inconveniente en el panorama político de la actual legislatura: no se puede hacer política como si ETA no hubiera existido, como si no hubiera sido el más encarnizado enemigo de la democracia constitucional en España. Según explicó Arregi en uno de sus últimos artículos, las víctimas están ahí para recordárnoslo.
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