El pasado 3 de mayo ETA anunció su disolución tras décadas de actividad terrorista. El eco del acontecimiento quedó seguramente amortiguado por el hecho de que la banda terrorista ha ido anunciando su final a plazos. En 2010 declaró un ‘alto el fuego’, seguido al año siguiente por el cese definitivo de la ‘lucha armada’, y en marzo de 2017 anunció su desarme unilateral y sin condiciones. El comunicado final en el que ETA anuncia el desmantelamiento de su estructura organizativa y da por concluida toda actividad se daba hace tiempo por descontado.
Por mucho que se haya demorado el final, el cese de la actividad de la organización terrorista es una excelente noticia. Con el nuevo escenario político en el País Vasco se abre también la pugna por cómo contar el final de ETA y su historial de violencia, en lo que ahora se llama “la batalla por el relato”. Y surge de nuevo la cuestión del perdón en una sociedad amargamente dividida por el terrorismo. Si echamos la vista atrás, el perdón ha estado sobrevolando la política vasca muchos años, antes incluso de que cesarán los atentados. Es la propia ETA la que ha vuelto a poner el tema en la discusión pública con la publicación de una carta, el 18 de abril, donde reconocía su responsabilidad por el daño causado; lo hacía, según decía, con el objetivo de ayudar a “superar las consecuencias del conflicto” y contribuir a la difícil tarea de la reconciliación entre los ciudadanos vascos. En la prensa de esos días se entendió que ETA había pedido perdón.
Dada la controversia que suscita, sería bueno preguntarnos en qué consiste el acto de perdonar, o qué condiciones han de darse para que hablemos estrictamente de “perdón”. La cuestión se presta a confusión porque en el lenguaje corriente usamos “perdonar” de forma laxa y hablamos por ejemplo de “perdonar una deuda” cuando se exime o dispensa al deudor de una carga u obligación. Pero en estos casos falta algo esencial, pues el deudor no tiene que haber cometido falta alguna. El sentido propiamente moral del perdón, en cambio, exige como condición imprescindible que aquel al que se perdona haya obrado mal; no tendría sentido perdonar a quien no ha cometido mal alguno.
Quien pide perdón debe dar prueba de la sinceridad de su arrepentimiento y de su propósito de enmienda con los gestos adecuados, ya sea disculpándose, ofreciendo reparación o aceptando el castigo
Por otra parte, el perdón es una forma de reconciliación que se da entre el perpetrador del mal y la víctima que lo ha padecido, pero la reconciliación puede adoptar múltiples formas que nada tienen que ver con el perdón. Puede darse entre enemigos que buscan un arreglo conveniente para acabar con las hostilidades. En muchas sociedades es habitual ofrecer regalos o compensaciones para apaciguar a otros, a fin de que depongan el resentimiento o el deseo de venganza. No menos común es pasar por alto las ofensas y agravios sufridos, considerando que es mejor “pasar página” y olvidarlos. Pero nada de esto es perdonar. Nuestra idea del perdón responde a unas condiciones específicas y moralmente exigentes, que son herencia de la tradición cristiana. Por ello, como ha explicado David Konstan, no se encuentran entre los griegos y romanos de la Antigüedad; así la clemencia de Julio César con sus enemigos vencidos era otra cosa: simplemente les libraba del castigo por magnanimidad o cálculo.
Algunas de esas condiciones son las que tendría que cumplir un agente para ser perdonado. Sólo cabe perdonar a quien ha obrado mal contra uno, como hemos dicho; ello supone que actuó ilícitamente con la intención de dañarnos, siendo por tanto responsable del daño causado. Ahora bien, ¿debería el perpetrador admitir su responsabilidad y reconocer el mal cometido como condición para el perdón? Buena parte de la discusión se centra en cuál ha de ser la actitud del perpetrador para merecer el perdón. Como con cualquier acto, hay buenas y malas razones para perdonar y no parece justificado perdonar a quien ni siquiera admite el mal cometido o su responsabilidad en los hechos. ¿Tendría que lamentarlo? Esta condición parece demasiado débil, puesto que uno puede lamentar simplemente que las cosas hayan ocurrido de esa manera, o desear que las circunstancias hubieran sido distintas, sin admitir responsabilidad alguna por lo sucedido. Por eso en el catolicismo el perdón requiere penitencia, esto es, el dolor de haber pecado y el propósito de no pecar más. En términos seculares podemos hablar de remordimiento y arrepentimiento, sentimientos centrados en el propio agente por cuanto implican el pesar por el mal realizado así como la voluntad de reformarse y cambiar moralmente. Quien pide perdón debe dar prueba de la sinceridad de su arrepentimiento y de su propósito de enmienda con los gestos adecuados, ya sea disculpándose, ofreciendo reparación o aceptando el castigo.
Supongamos que se cumplen esas condiciones por parte del perpetrador, ¿estaríamos obligados a perdonar en ese caso? Fijémonos en tres cosas. Nadie puede perdonar por otro, pues es una potestad que corresponde exclusivamente a quien ha sufrido el mal. Además, el perdón se concede de forma graciosa, sin que se pueda reclamar o exigir. Perdonar es lo que los filósofos morales llaman un acto supererogatorio, que tiene mérito moral pero está más allá del deber. Por último, como señala Griswold, perdonar supone una transformación también del que perdona, porque deja atrás la amargura del resentimiento y los deseos de venganza, dispuesto a considerar al perdonado bajo una nueva luz. Como se ve, perdonar es una forma de reconciliación excepcionalmente exigente, puesto que supone la transformación moral de las dos partes.
Perdonar es una forma de reconciliación excepcionalmente exigente. Nadie puede perdonar por otro, pues es una potestad que corresponde exclusivamente a quien ha sufrido el mal
Si aceptamos esta reconstrucción del concepto, tengo dudas de que se pueda trasladar fácilmente a la vida pública. Dada la naturaleza altamente personal de sus condiciones morales, con sentimientos y actitudes como los señalados, el perdón no parece aplicable a colectivos y organizaciones. Por otra parte, se trata de estados psicológicos de difícil verificación. Pensemos por ejemplo en lo que ha sucedido con la circunstancia atenuante del arrepentimiento en el Código Penal, donde el factor psicológico tradicional ha sido sustituido por un comportamiento objetivable como la colaboración con la justicia. Por sus elevadas pretensiones, el uso político del perdón se presta al abuso y a la manipulación, cuando no enmascara simplemente otra clase de arreglos menos nobles.
Por lo demás, la lectura del comunicado de ETA del 18 de abril deja poco lugar a dudas, pues queda bien lejos de las exigencias mínimas del perdón. Los terroristas reconocen el daño causado, pero no la naturaleza ilícita de sus acciones, por ello siguen hablando de “trayectoria armada”. Más aún, ese daño causado por la banda se diluye en un “se ha padecido mucho en nuestro pueblo” (sic). “Un sufrimiento desmedido” que, según dicen, no empezó con ETA y ha continuado después. La responsabilidad de los terroristas queda contextualizada así en el famoso conflicto con el Estado, donde ambas partes estarían en perfecta simetría. ETA se limita a lamentar el sufrimiento provocado por el conflicto y hasta lo hace de forma inconsistente: “desea manifestar que nada de todo ello debió producirse jamás o que no debió prolongarse tanto en el tiempo”. O una cosa o la otra. Pero seguramente lo peor es la petición selectiva de perdón a “las víctimas que no tenían participación directa en el conflicto”, como si las otras estuvieran justificadas. Lo hicieron además ‘obligados por las necesidades de todo tipo de la lucha armada’, una excusa bien elocuente.
Decía Arendt que perdonar es la más atrevida de las acciones humanas porque aspira a lo que parece imposible: deshacer lo que ha sido hecho e inaugurar un nuevo comienzo. Es también una de las más nobles cuando se dan las condiciones apropiadas. Aquí no concurren, pero en todo caso eso es algo que concierne exclusivamente a las víctimas. Como ciudadanos, lo apropiado es celebrar la derrota final de ETA, sin hacer más caso de sus torpes excusas y de su prosa terrible.
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