Opinión

Por qué la euforia de Otegi no está justificada

Lo que el domingo ha constatado Bildu es que con la autodeterminación y la independencia como banderas de enganche ya no se ganan elecciones

La sociedad vasca es mucho más estable de lo que sugieren puntualmente las emociones. Es verdad que juega con ventaja. El Concierto-Cupo no deja de ser un privilegio anacrónico que blinda la desigualdad en la Europa del siglo XXI y que algún día la Unión Europea tendrá que objetar. Como decía Albert Boadella cuando una vez le preguntaron por qué se metía tanto con la Moreneta y no con la virgen de Begoña, a los vascos es mejor dejarles tranquilos porque si no pueden tener una reacción tribal.

Algo de eso hay. Algo o mucho de eso ha habido en las elecciones del pasado domingo, en las que, en líneas generales, se repite el resultado-tipo de anteriores autonómicas: el apoyo al nacionalismo, al radical y al light, dobla al obtenido por los no nacionalistas. Nada nuevo. Ni nada raro. Algo parecido ocurre en otros territorios: déjenme que yo me ocupe de lo mío. En las generales la cosa cambia, la gente mira más allá de la aldea, se implica más, y los nacionalistas pierden pie, hasta casi 20 puntos en julio de 2023 -fecha en la que los no nacionalistas sumaron el 50,5% de los votos- en relación a las autonómicas de 2020.

PNV y PSOE conforman hoy la única combinación posible para garantizar la estabilidad en Euskadi y contener el aventurerismo mendaz y arbitrista de EH Bildu

No hay razones para el optimismo, pero tampoco para el drama. El PNV ha sufrido el desgaste de una discutible gestión y décadas de poder, a lo que habría que añadir el provocado por una cierta desfiguración de sus principios ideológicos, consecuencia probable de su obligado mestizaje gubernamental con el PSE. Pero la eterna coalición ha aguantado el tipo y mantenido la mayoría necesaria para gobernar. No tienen ningún motivo para sacar pecho, pero PNV y PSOE conforman hoy la única combinación posible para garantizar la estabilidad en Euskadi y contener el aventurerismo mendaz y arbitrista de EH Bildu.

Arnaldo Otegi es un actor apreciable, pero la euforia de Bildu no se justifica. El mejor resultado de su historia es también la reverberación de su fracaso. Pareciera que se trataba de ahora o nunca, y puede que ya no sea nunca. Porque Bildu ha construido su éxito sobre la negación de su principal compromiso. Ni una palabra sobre la independencia en toda la campaña. ¿Quiere esto decir que han renunciado a esa demanda histórica? No, pero lo que hoy ya saben es que esta es la victoria del autonomismo, que no del independentismo. Lo que el domingo constataron es que con la autodeterminación y la independencia como banderas de enganche no se ganan elecciones. Ni siquiera en el mejor de los mundos, que es el que han fabricado con la complicidad activa de Pedro Sánchez y el harakiri de la llamada izquierda confederal.

Lo que algunos todavía no han entendido es que la sociedad vasca no es que quiera olvidar el pasado, que también, sino que rechaza que le estén permanentemente recordando un drama que abochorna a la mayoría

Esa es la buena noticia: que el tacticismo falso de Otegi es pan para hoy y hambre para mañana. Y eso parece haberlo intuido una sociedad que, como ha apuntado Ramón Jáuregui, cada vez tiene más conciencia de que la independencia (apenas un 20% de apoyo en las últimas encuestas) “afectaría gravemente al bienestar ciudadano”. Son muchos los vascos que ven en España a la madrastra a la que se puede mortificar pero que te garantiza desayuno, comida, merienda y cena. La mala noticia es que el PNV le ha visto más cerca que nunca las orejas al lobo, y en la carrera por la primacía nacionalista probablemente se disponga a elevar la apuesta en Madrid.

Una mala noticia para Pedro Sánchez y también para Alberto Núñez Feijóo, que no desiste en su propósito de seducir a los peneuvistas por muy difícil que estos se lo pongan, pero cuyo partido sigue dando la sensación de no haber sabido leer aún la pulsión profunda de una sociedad vasca que no es que quiera olvidar el pasado, que también, sino que sobre todo rechaza que le estén permanentemente recordando un drama que abochorna a la mayoría.

A pesar de ello el PP podía haber optado por jugar la carta del terrorismo, sin sobreactuaciones pero sin complejos, e intentar de este modo sacar a Vox de la ecuación. Decidió pasar de puntillas como los demás y pescar en el territorio de los indecisos. Se quedó a mitad de camino. Vox aguantó y fue el líder del PSE, Eneko Andueza quien, con una campaña diseñada como si de la antítesis de Sánchez se tratara, acabó cobrándose la mejor pieza de la indecisión.

No ha habido drama en Euskadi, y sin embargo siguen vivas las principales preocupaciones. Eso es lo que no ha entendido el PP: que quizá no era necesario hablar de terrorismo pero sí, y mucho, de la urgencia de recuperar los espacios abandonados por el Estado en el País Vasco, lo que incluye la educación y la memoria; de que ahora lo que tocaba era, como aquí ha dejado escrito Carlos Martínez Gorriarán, “ocuparse de política e ideas, en vez de lamentos morales”. Y es que en política se puede ser ocasionalmente irrelevante, pero lo que es imperdonable es abonarte a la inanidad.

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