Hasta nueve ministros amenazaron a Theresa May con dimitir si aceptaba el documento de 585 páginas acordado con los negociadores de la Unión Europea al mando del francés Michel Barnier. Cuatro de ellos le estamparon su carta de dimisión minutos antes de que May compareciera en Westminster para dar cuenta de lo acordado con sus todavía socios europeos.
La primera ministra británica ya había consumido la totalidad de la noche anterior en tratar de convencer uno por uno a todos los miembros de su gabinete de que la UE no podía llegar más lejos. Era eso o una ruptura brutal y sin acuerdo, cuantificada ya por los expertos en una pérdida de hasta el 8% del PIB del Reino Unido. Aún necesitó May cinco horas de tenso debate para concluir en una declaración a la puerta del 10 de Downing Street, en la que proclamaba pomposamente que, con ese texto “recuperamos el control sobre nuestras fronteras y nuestro dinero, y se acaba la libre circulación de personas”, o sea el masivo aluvión de inmigración incontrolada.
Tal enumeración semejó una proclamación de victoria. Obviamente no es así, pero Bruselas tuvo la prudencia de mantenerse herméticamente callada, admitiendo implícitamente que el divorcio entre la UE y el Reino Unido es un acuerdo amistoso. La realidad es que una UE, que en los 17 meses de negociaciones, se ha mantenido sin fisuras, ha impuesto prácticamente todas sus condiciones. Es probablemente el primer caso en la historia en que la diplomacia británica ha fracasado en el arte del “divide y vencerás”, que instauraran los romanos y los ingleses elevaron a un grado sublime de perfección. Los Veintisiete, pese a sus agudas diferencias de visión e intereses sobre la Unión, se han mantenido firmes ante los continuos cantos de sirena británicos, sosteniendo hasta el último momento a Barnier y su equipo.
Era esto o una ruptura brutal y sin acuerdo, cuantificada ya por los expertos en una pérdida de hasta el 8% del PIB del Reino Unido
El negociador jefe de la UE, conforme a los límites del mandato recibido por los jefes de Estado y de Gobierno, ha preservado con gran habilidad e inteligencia los pilares fundamentales de la Unión: las libertades básicas, el mercado interior integral y la igualdad jurídica de sus socios. Ello se ha traducido en un texto que los británicos más recalcitrantes, como el exministro de Exteriores Boris Johnson estiman que condenan al Reino Unido a una posición de “vasallaje” respecto de la UE. Una expresión utilizada también por Arlene Foster, líder del DUP, el partido norirlandés que sostiene la frágil coalición de May.
Tanto Johnson como los euroescépticos tories aspiran antes que nada a derribar a la primera ministra, en línea con la actuación que ya llevara a David Cameron a convocar el referéndum por el Brexit, convirtiendo así un problema de política doméstica en un terremoto para el futuro de toda la Unión Europea, “un error histórico” en palabras del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.
Algunos de los ministros que permitieron la comparecencia nocturna de May la acuchillaron políticamente unas horas más tarde: Esther McVey, ministra de Trabajo y Pensiones; Shailes Vara, secretario de Estado para el Ulster; Suella Bravemana, secretaria de Estado para el Brexit, pero sobre todo Dominic Raab, el ministro que negociaba directamente con la UE, le estamparon la dimisión apenas minutos antes de que May compareciera en los Comunes para dar cuenta de lo preacordado.
La decisiva batalla de Westminster
May amaneció un poco más fuerte que antes del tormentoso Consejo de Ministros del miércoles, 14 de noviembre. Pero, ese espejismo se rompió al filo del mediodía, cuando Jacob Rees-Mogg, cabecilla del European Research Group, el ala más euroescéptica de los tories, anunció que enviaba una carta al jefe del grupo parlamentario exigiendo la destitución de May, y pidiendo a su facción que hiciera lo mismo. Bastarían 48 cartas para activar el Comité 1922 y forzarla a una moción de confianza.
May resiste y se niega a dimitir. Es prácticamente imposible que soporte esta ofensiva, pero en el caso de que lo consiguiera antes de la votación al borrador del acuerdo con la UE, tampoco le salen a día de hoy las cuentas para que la Cámara de los Comunes otorgue su respaldo, toda vez que los laboristas de Jeremy Corbyn han olido la sangre, calificando de caos la situación del Gobierno, al que antes por encima de otras consideraciones aspiran a sustituir.
Descontado que el Reino Unido, por voluntad propia, ha renunciado a la posición de privilegio que había construido en el seno de la UE desde su ingreso en 1974, el texto le ofrece un aterrizaje muy suave a través del Protocolo sobre Irlanda. A costa de evitar el restablecimiento de las fronteras físicas entre las dos Irlandas, la solución imaginativa consiste en la permanencia no solo de Irlanda del Norte sino de todo el Reino Unido en la Unión Aduanera. O sea, en el periodo transitorio que empezará a las 11:00 horas del próximo 29 de marzo, y que podría prolongarse (poco menos que indefinidamente) más allá del 31 de diciembre de 2020, los británicos seguirán accediendo al goloso mercado único europeo. La feroz crítica de Rees-Mogg y los euroescépticos es precisamente que “la premier no ha cumplido sus promesas de abandonar la unión aduanera, mantener la integridad territorial y prescindir de la jurisdicción del Tribunal Europeo de Justicia”.
Una UE sin fisuras se ha mantenido firme en estos diecisiete meses de negociaciones, y ha impuesto prácticamente todas sus condiciones
Así, pues, tras su momentáneo suspiro de alivio, vuelven a la incertidumbre los 3,2 millones de ciudadanos europeos que viven, estudian y trabajan en el Reino Unido, que gozarían de los mismos derechos de libre circulación y establecimiento que hasta ahora, así como los que puedan llegar durante el periodo transitorio. Esos derechos serían imprescriptibles, al igual que los que, en justa reciprocidad, disfrutan el millón largo de británicos asentados en el resto de la UE, de ellos más de 350.000 en España.
El borrador del acuerdo detalla los 39.000 millones de libras esterlinas que Londres deberá abonar a Bruselas, tanto por las contribuciones comprometidas como por los presupuestos y proyectos plurianuales establecidos por la UE. Todo ello, una vez restadas las devoluciones a Londres por la liquidación de sus participaciones en instituciones como el Banco Central Europeo, arrojarían un saldo positivo para la UE de unos 50.000 millones de euros.
De los tres protocolos adicionales del borrador, el relativo a Gibraltar aparca la cuestión de la soberanía (tradicional reclamación española) y se centra en la cooperación en la lucha contra el fraude fiscal, el contrabando de tabaco y la preservación de los derechos de los trabajadores españoles. Suena bien sobre el papel, aunque no deja de ser inquietante para España que el primer ministro gibraltareño, Fabián Picardo, lo acogiera con alborozada satisfacción.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación