Ha sido reveladora la reacción de la opinión pública española ante el fiasco de la compra de vacunas por la Unión Europea (UE). De la negativa inicial del fracaso se pasó a cierta alegría por las amenazas de cierres fronterizos y el control de exportaciones (incluso en la frontera con Irlanda del Norte, retirada de forma inmediata), para terminar tragando aliviados una victoria ficticia. Consistió ésta en la promesa de que AstraZeneca intentará suministrar en el primer trimestre del año ya no el 38,75% sino la mitad de las vacunas previstas en diciembre, pese a que esa cifra equivale a un tercio de las que contemplaba el contrato. Mientras tanto, ha seguido abriéndose la brecha de vacunación con otros países desarrollados.
Esta disposición complaciente con la UE contrasta con la crítica acerva y hasta automática que solemos dedicar a nuestros gobernantes, pero es coherente con las opiniones que recogen las encuestas. En España, el apoyo a la UE sigue siendo muy alto, lo mismo que a las organizaciones internacionales. Esta semana uno de nuestros economistas más insignes defendía que de contratar las vacunas debía haberse encargado la ONU, una opinión que seguramente contaría entre nosotros con un amplio consenso.
Nuestro apoyo a la UE resulta curioso, pues, como he explicado en esta misma columna, nuestros valores difieren notablemente de los imperantes en los países vecinos: somos mucho más partidarios del Estado y de la regulación, y mucho más contrarios a la economía de mercado, y en especial, a la competencia. Somos así unos europeístas un tanto especiales: concebimos a la UE no como un instrumento que como tal ha de ser gestionado y cuya eficacia depende de esa gestión, sino como el Estado ideal que de forma siempre mágica, sin esfuerzo alguno por nuestra parte, hará realidad nuestros sueños de armonía y prosperidad colectiva.
Este idealismo es más claro entre quienes este mismo viernes pedían que nuestros acreedores (principalmente, nuestros vecinos del Norte) nos permitieran “anular [la] deuda pública mantenida por el BCE para que nuestro destino vuelva a estar en nuestras manos” (sic). Suscribían la propuesta nada menos que la presidenta y el responsable económico de los dos partidos que integran el actual Gobierno.
Conciben el Estado de una manera tan idealista que cualquier concreción real les resulta insatisfactoria. Por eso reaccionan de manera tan ineficaz tras constatar que su solución estatal favorita no colma sus expectativas
Semejantes delirios encuentran un límite obvio en la realidad. Salvo por el riesgo que entrañan de que puedan acabar provocando un cambio de proporciones sísmicas, como la desintegración del euro, son más peligrosos nuestros europeístas sensatos, aquellos que se limitan a trasladar a la UE, sin corregirlos, sus desengaños estatistas. Conciben el Estado de una manera tan idealista que cualquier concreción real les resulta insatisfactoria. Por eso reaccionan de manera tan ineficaz tras constatar que su solución estatal favorita no colma sus expectativas. En vez de arreglar el Estado real, su idealismo los lleva a soñar con sustituirlo por una solución que reproduce, si no magnifica, sus defectos. Se comprende así que sigamos acumulando organismos a nuestras selvas de burocracia local, autonómica y central, por no hablar del Estado totalitario que configuraban en 2017 las leyes fundacionales de la fallida República Catalana.
En mayor o menor medida, sucede así ya no con los viejos partidos, sino también con las propuestas políticas aparecidas en los últimos años, ya sean comunistas, regeneracionistas o separatistas. Son bien distintas, pero todas ellas comparten tanto su rechazo al Estado actual como una visión estatista del futuro. Además, suelen manifestar su estatismo doblemente: con relación al Estado que proponen y a la UE.
Un Amazon público
Todos ellos sobrevaloran tanto el papel que puede representar el Estado como su propia capacidad para organizarlo. Uno de los partidos gobernantes acaba de proponer un Amazon público, pero la Generalitat de Cataluña posee, como muchas otras autonomías, varias estaciones de esquí, y el Ayuntamiento de Barcelona hasta es dueño de una bodega. Sin embargo, también aquí el mayor peligro procede de las actitudes aparentemente sensatas, como el fácil adanismo de que “hay que regular bien y con independencia”, como si quienes regularon antes siempre fueran peores, como si los nuevos reguladores no incurrieran en los mismos vicios que los antiguos y a riesgo de olvidar que las instituciones han de estar a prueba de egoísmos e ignorancias.
Lo que necesitamos es centrarnos en gestionar lo recibido con realismo y sin prejuicios, considerando que la solución tal vez no pasa por más sino por menos Estado; y que, en cualquier caso, lo imperativo es activar los contrapesos que requiere todo gobierno para ser eficaz. Nada más lejos de la actitud de muchos españoles críticos con el actual Gobierno cuando responden al fracaso europeo en la compra de vacunas diciendo que “España lo hubiera hecho peor”. Quizá, pero aun si dejamos a un lado que nuestra tasa de vacunación, del 3,99%, se sitúa por encima de las de Italia (3,86), Alemania (3,57%), Francia (2,69%) o los Países Bajos (1,93%), la cuestión clave es que, decida quien decida, hemos de ser críticos para controlarle y motivarle. Los votantes del próximo domingo en Cataluña difícilmente castigarán en las urnas ese retraso en la compra de vacunas, pese a que provoca pérdidas económicas gigantescas y, sobre todo, siega miles de vidas. No esperen, por tanto, que nuestro Gobierno pida cuentas a la Comisión Europea.
Observe cómo trasponemos con rapidez las directivas comunitarias y aplicamos sin dudarlo las decisiones de los tribunales europeos cuando entorpecen la libre contratación, pero nos resistimos por todos los medios cuando la facilitan
Conste que éste de las vacunas es sólo un caso entre un millón. El idealismo estatista es coherente con nuestra muy selectiva respuesta a las recomendaciones de la UE sobre la organización de la economía y las instituciones. De forma sistemática, con independencia de su signo político y, por tanto, en plena sintonía con el electorado, nuestros gobiernos rechazan todas aquellas que liberalizan la economía o reducen los poderes del Estado, mientras que, en cambio, aceptan gustosos las que aumentan el intervencionismo en la economía o reducen la separación de poderes. Observe cómo trasponemos con rapidez las directivas comunitarias y aplicamos sin dudarlo las decisiones de los tribunales europeos cuando entorpecen la libre contratación, pero nos resistimos por todos los medios cuando la facilitan. Observe también, en el plano institucional, cómo el actual Gobierno ignora las recomendaciones europeas en materias tan diversas como el control del poder judicial o la gestión de las ayudas. Y recuerde, en lo económico, la resistencia casi numantina que a principios de la pasada década ofrecieron los gobiernos de Zapatero y Rajoy ante las reformas exigidas por la UE, sólo para acabar acometiendo unas reformas incompletas que el actual Gobierno también se niega a completar y que incluso querría revertir.
Por este motivo, es ingenua la visión de España como un protectorado europeo. No tanto porque carezcan nuestros socios de voluntad e interés en protegernos, que bastante paternalismo han ejercido en los últimos años, sino porque aún somos libres de elegir si deseamos seguir siendo medianamente pobres. Confiemos en que los sensatos maduren hacia un estatismo más realista. Si no lo hacen, quizá pronto contemplemos cómo los actuales forofos europeístas acaban por volverse “euroseparatistas”. Mejor no imaginar qué Estado adorarían.
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