Fuel Jorge Valdano quien dijo que el fútbol es un estado de ánimo. Esta frase en realidad puede trasladarse a cualquier orden de la vida donde el estado anímico sea un factor determinante. Al fin y al cabo, para afrontar retos o sobreponerse a la adversidad, además de cierta inteligencia, es imprescindible la entereza; es decir, la presencia de ánimo. Ingrediente del que la clase dirigente europea no parece andar sobrada; más bien al contrario. De ahí que se propague por Europa una corriente de pesimismo que ha terminado abriendo una gran brecha por donde se han colado el populismo.
Ha sido necesario hacer malabarismos para conjurar el peligro y asegurar la victoria de un invento llamado Macron
Así, con la alargada sombra del populismo cerniéndose sobre la abotargada intelligentsia europea, se van sucediendo las diferentes citas electorales con enorme dramatismo, como si en cualquier momento Europa pudiera retrotraerse a los peores momentos del pasado siglo XX. Y es que, en cuanto el huracán de la Gran Recesión golpeó al Viejo Continente, afloraron profundas discrepancias entre las sociedades europeas y su clase política. Y desde entonces nada puede darse por sentado.
El primer choque de trenes tuvo lugar en Gran Bretaña con el Brexit. Y salió cruz. Después el problema se trasladó a Austria, que a punto estuvo de seguir la estela. Ahora le ha tocado a Francia, donde ha sido necesario hacer malabarismos para conjurar el peligro y asegurar la victoria de un invento llamado Macron. Victoria de la que, vistas las alternativas, nos alegramos sinceramente. Sin embargo, este éxito es momentáneo. Las legislativas de junio podrían abocar a una cohabitación imposible y a la refundación de la V República. De suceder así, sabremos si el nuevo presidente tiene la estatura política necesaria para aglutinar voluntades o es sólo un invento.
La bola de la incertidumbre no se detendrá en Francia sino que seguirá rodando. En septiembre llegará Alemania y después, en 2018, a Italia
Sea como fuere, la bola de la incertidumbre no se detendrá en Francia sino que seguirá rodando. En septiembre llegará Alemania y después, en 2018, a Italia. En Alemania se descuenta que Merkel resistirá el embate populista, lo cual habrá que ver. Por el contrario, en Italia, que es el eslabón más débil de la cadena, el Movimiento 5 Estrellas se perfila como favorito. Así que aún queda mucha tela por cortar antes de que la supervivencia de la Unión Europea esté asegurada.
Pero, más allá del agónico discurrir de los hitos electorales europeos, diríase que los árboles del Brexit, Donald Trump, Marine Le Pen o el Movimiento 5 Estrellas impiden ver el bosque. Y es que tal vez no sea tanto el estado de ánimo de las sociedades europeas lo que alimenta al populismo, como la deriva de una clase política que, en su afán por mantener su statu quo, parece haberse desplazado del centro; es decir, renunciado a unas convenciones todavía muy arraigadas en las sociedades europeas.
Nuestra postura no es tomar partido sino tan sólo señalar lo que parece evidente, que millones de europeos no están de acuerdo en dar por amortizado el acerbo cultural e institucional de sus viejas comunidades, por más que la idea de progreso imperante imponga la cesión de soberanía en organizaciones supranacionales y la mundialización sin límites. Al fin y al cabo, los viejos estados, con su cultura e instituciones nacionales, son el fruto de una larga y dura lucha y millones de muertos.
De haber tenido otras alternativas políticas de mayor entidad, más razonables y, al mismo tiempo, sensibles a esta realidad, jamás el populismo habría llegado tan lejos
Desde esta perspectiva, los votantes, a los que tan alegremente se descalifica, podrían estar siendo en alguna medida más coherentes y menos volátiles que los partidos de centro-derecha y centro-izquierda que durante décadas han vertebrado la política europea, transformándola en un galimatías de particularismos y legislaciones a medida al dictado de la corrección política.
De hecho, es muy posible que, de haber tenido otras alternativas políticas de mayor entidad, más razonables y, al mismo tiempo, sensibles a esta realidad, jamás el populismo habría llegado tan lejos. Y los extremos de la derecha y la izquierda nunca habrían asomado peligrosamente hasta llegar a tocarse. Ocurre que las sociedades abiertas necesitan una válvula de seguridad llamada debate, por incómodo que resulte en ocasiones. De lo contrario, la presión buscará cualquier salida.
Convendría darse una ducha de realismo en vez de rasgarse las vestiduras cada vez que los votantes amenazan con echarse al monte
Tal vez en un mundo globalizado, la economía y los flujos migratorios no entiendan de fronteras. Si embargo, parece ser que éstas no sólo siguen existiendo sobre el papel, sino que están muy arraigadas en la mentalidad de muchos europeos, bastantes más de los que se atreven a reconocerlo en público. Y convendría darse una ducha de realismo en vez de rasgarse las vestiduras cada vez que los votantes amenazan con echarse al monte.
Para muchas personas, las competencias de los Estado-nación deben seguir siendo vigentes. Lo que implica que la inmigración ha de ser controlada y que el Estado de derecho debe prevalecer sobre el multiculturalismo, que, dicho sea de paso, no es lo mismo que pluralismo. Después de todo, son los ciudadanos más humildes los que afrontan a diario los problemas de la globalización, problemas muchos de los cuales se han visto extraordinariamente agravados por las aplicación de pésimas políticas. Por el contrario, la élite cosmopolita, que insolentemente les vitupera, solo conoce estos retos de forma teórica. Y eso en el mejor de los casos.
«Libertad, igualdad, fraternidad» son valores profundos, generales… universales. Necesitan, por tanto, ser entendidos y aplicados de igual manera. Nunca como particularismos. Menos aún como valores facultativos que la clase dirigente administra a conveniencia, según soplen los vientos de la corrección política. Quizá ahí, y no en otra parte, esté el origen del problema.
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