Algunos lectores se han contrariado porque en una tribuna reciente apunté que nuestra "europeidad" era un regalo inmerecido. Me basaba tan sólo en que, si bien nos sentimos orgullosos de ser europeos y hasta nos mostramos más europeístas que nadie, algunos de nuestros valores se asemejan más a los de países como Argentina, México o Marruecos que a los de nuestros vecinos europeos; incluida esa Italia que se parece a nosotros menos de lo que nos gusta creer.
Un ejemplo relevante para la encrucijada actual es el que refleja la figura: somos más partidarios de la empresa pública y atribuimos más responsabilidad al estado que al individuo (tanta responsabilidad que hasta resulta lógico que la burocracia del idioma pretenda que escribamos “estado” con mayúscula).
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Dado que nuestros valores son tan contrarios a la economía de mercado y la libertad contractual que le da vida, no deja de resultar anómalo que durante los últimos setenta años hayamos liberalizado la economía, acercándola así a los promedios europeos.
Entender esta contradicción nos ayudaría a manejar nuestra tesitura, porque, en esencia, la condicionalidad que nos exigen nuestros vecinos del Norte para seguir prestándonos dinero es que acometamos las reformas que por fin asienten nuestra economía en un mercado libre y competitivo, racionalizando el uso del dinero público y abandonando las pautas corporativistas, de origen franquista, que aún rigen en muchos sectores, empezando por nuestras relaciones laborales.
En esos setenta años nos hemos movido hacia la economía de mercado, pero arrastrando los pies. Ni élites ni masas creían en su superioridad productiva y, mucho menos, en su superioridad moral. Como mucho, la aceptaban como un mal menor.
Imitamos a Europa porque queríamos ser ricos y sentirnos superiores; pero nunca estuvimos convencidos de la bondad de sus métodos. Mucho europeísta incluso tergiversa el modelo europeo, exagerando su estatismo y menospreciando el papel del mercado y la competencia. Sucede así, de forma obvia con las caricaturas escandinavas que proclaman nuestros socialistas y neocomunistas. Luego se sorprenden cuando el Gobierno socialdemócrata sueco quiere que la ayuda europea consista en créditos en vez de transferencias.
Ciertamente, desde los años 1950, hemos hecho grandes esfuerzos para modernizarnos. Pero, en cierto sentido, no hemos tenido que decidir nada. Gracias al turismo y la inmigración, la diferencia de nivel de vida era tan visible que, pese a no creer en las condiciones que nos exigían, estábamos dispuestos a cumplirlas.
Nuestra estrategia negociadora no existe. Ni existe ahora ni existió en 2012. Más bien es la resistencia propia de un adolescente confiado en que sus padres consientan que se equivoque, a sabiendas de que es él quien pagará las consecuencias
La historia confirma este reformismo a contrapelo. Hay que remontarse al Plan de Estabilización de 1957, una liberalización impuesta por la inminente quiebra de la Hacienda Pública, con circunstancias internas similares a las de la crisis de 2008. Como Franco, ZP reacciona mal. Y ambos, cual avestruces keynesianos, sólo corrigen el rumbo cuando no les queda un céntimo.
Más tarde, ya en los años 1980, el anhelo indiscutido de entrar en el Mercado Común nos convenció para hacer la reconversión industrial. Pero la hicimos sin reformar el mercado de trabajo. Incluso agravamos su corporativismo, lo que llevó al cierre a gran parte de la industria y ha impedido que se instalaran nuevas empresas. El de Nissan sólo es el lance postrero de una larga serie de empresas que huyen de España porque los precios de nuestros factores de producción están distorsionados, en gran parte por la vigencia fáctica del ordenamiento laboral franquista.
En los 1990, logramos alcanzar los criterios de convergencia de Maastricht y entrar en el Euro gracias en buena medida a que privatizamos varios monopolios públicos. Pero lo hicimos sin antes liberalizarlos, lo que ha lastrado hasta hoy esos mercados con un notorio déficit de competencia.
Por último, en 2012 capeamos de manera similar la crisis que arrastrábamos desde 2008, subiendo impuestos sin recortar el sector público más que de manera transitoria. Hicimos también las reformas que nos exigían, pero siempre en su versión minimalista. Salimos del paso sin apenas fortalecer los cimientos de la economía.
En todos esos episodios, las reformas se han hecho tarde y mal; pero, sobre todo, a regañadientes. Las hicimos porque lo exigían el FMI o Europa; pero sin estar convencidos de que eran, por sí mismas, beneficiosas. Han sido meras decisiones de supervivencia política, contrarias a las convicciones predominantes, tanto entre los gobernantes como en la ciudadanía.
En todos esos episodios, las reformas se han hecho tarde y mal; pero, sobre todo, a regañadientes. Las hicimos porque lo exigían el FMI o Europa
En consecuencia, las reformas han desaprovechado así gran parte de su potencial. Eso cuando no hemos puesto en peligro sus frutos, sembrando dudas sobre su futuro o diluyéndolas, ya fuera mediante sentencias judiciales (como ocurrió con partes de la reforma laboral de 2012), manipulación de los órganos reguladores (el caso de las privatizaciones) o leyes autonómicas de espíritu gremial y feudalizante (unidad de mercado).
Ignoro qué fuerzas generan esta desconfianza respecto al modelo de mercado europeo. Quizá la pretensión de lograr el bienestar sin cambiar nuestro mitificado modo de vida. Quizá el deseo de preservar las rentas de los beneficiarios del statu quo (todo tipo de monopolistas, incluyendo a muchos trabajadores fijos y funcionarios). Quizá esas rentas son las que también gobiernan la demanda en nuestro estrecho “mercado de ideas”. Sea cual sea el motivo, tal parece que queramos la riqueza que produce el mercado sin tolerar la competencia que hace posible obtenerla.
Debemos preguntarnos si esta manera de proceder, además de limitar los beneficios de las reformas, nos ha infantilizado. En la medida en que no hemos tenido que elegir el rumbo, bien podría ser que nuestra “musculatura decisional” esté atrofiada. Somos como ese montañero que pretende ascender a una cima pero insiste en mojar los pies en cada arroyo del camino. Sólo anda cuando se lo exigen. Como era de esperar, el covid-19 nos ha pillado chapoteando, actividad en la que aún perseveraba estos días el más onanista de nuestros emperadores autonómicos.
Tampoco debiera sorprendernos que, tras la crisis del covid, estemos cometiendo los mismos errores. Queremos que Europa nos siga prestando dinero pero sin hacer las reformas imprescindibles para ser más productivos y estar en condiciones de devolver esos préstamos. Haremos las reformas mínimas que nos exijan, que serán justo las que nos permitan evitar la insolvencia. Incurriremos así en casi todos los costes de las reformas pero sin aprovechar, de nuevo, su potencial transformador.
Con franqueza: nuestra estrategia negociadora no existe. Ni existe ahora ni existió en 2012. Más bien es la resistencia propia de un adolescente confiado en que sus padres consientan que se equivoque, a sabiendas de que es él quien pagará las consecuencias. Lo pone bien en evidencia la insólita insinuación del Presidente del Gobierno de que pediría menos dinero para reducir la condicionalidad. Es de temer que para poder gastarlo a su antojo.
La reforma mínima, cuando no negativa, es, por tanto, la opción más probable. Daríamos así continuidad a nuestra conducta de las últimas siete décadas. La buena noticia es que, aunque parte de nuestro actual Gobierno quiera irse de Europa, ya no convencería ni a sus votantes. Por fortuna, los Pirineos nos aíslan menos que el Atlántico.
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