No ha perdido vigencia aquella frase de Ortega y Gasset pronunciada hace ya más de un siglo, “España es el problema, Europa la solución”. A lo largo de los más de cien años transcurridos desde entonces, la reflexión ha sido manoseada, utilizada para argumentar, interesadamente, muy distintas situaciones, en función de la finalidad última de quien en cada momento la traía a colación. Ortega evidenciaba su preocupación por la decadencia cultural y educativa de nuestro país. Subrayaba la perentoria necesidad de que como nación recorriéramos el camino que nos separaba de Europa. Tanto tiempo desde entonces y seguimos, en cierta medida, teniendo por delante camino pendiente. Distancia no superada.
Décadas después, durante los últimos años del franquismo y próxima la Transición, la idea de “Europa como solución” se refería, la utilizábamos, para señalar las metas de democracia y libertad a las que aspirábamos, y que reconocíamos con notable añoranza, gozaban los países de nuestro entorno a los que ansiábamos homologarnos. Hoy, salvando todas las distancias, las sociedades española y europea precisan afianzar sus respectivas personalidades desde una clara posición de convergencia. No tan marcada como a comienzos del siglo XIX, pero, también, no exenta de una innegable complejidad. Quizá, aun cuando pudiera parecer exagerado, mayor, en determinados aspectos, que en los tiempos de la preocupación de Ortega.
Vayamos por partes. “Europa es la solución”, decía Ortega. Pero el viejo continente ya no es la potencia económica, política y cultural, sobre todo cultural, que la hacía única a principios del siglo pasado. Durante los últimos doscientos, trescientos años, la cultura europea, es decir, su sentido de lo que era bueno o malo, su concepción de las relaciones económicas, políticas y sociales, fueron las que dominaron el mundo. Hoy sigue vigente el modelo relacional y cultural impuesto por la sociedad occidental imperante entonces. Con especial protagonismo de aquella Europa hegemónica.
Hay que tener muy presente que, en estos momentos, el dinero tiene más poder que el que nunca en la historia, hasta el punto de imponerse a los gobiernos, comprar voluntades y medios de comunicación
Sin embargo, las circunstancias han cambiado, y no dejan de hacerlo. Europa no puede no reconocerlo. Los cambios se producen muy deprisa. No asumirlo con determinación puede actualizar la premonición de Felipe González de que “Europa puede morir de éxito”. Porque, cierto es que, buscando su propio beneficio, durante los últimos siglos Europa, con su modo de hacer las cosas, ha estimulado el surgimiento de mundos, de conciencias, distintas a la propia. Y esos mundos que han despertado, y que son, tanto desde el punto de vista demográfico, como, sobre todo, cultural, muy potentes, han cuestionado su hegemonía, es decir, su capacidad para seguir imponiendo las reglas de juego. Esos nuevos mundos, esas nuevas culturas, disponen de notable riqueza. Hay que tener muy presente que, en estos momentos, el dinero tiene más poder que el que nunca en la historia, hasta el punto de imponerse a los gobiernos, comprar voluntades y medios de comunicación, y de ser casi el único impulsor de los cambios que se están produciendo en las sociedades.
Europa se siente agobiada, con la necesidad de reafirmarse culturalmente. Se ha dado cuenta de que ya no se trata de mantener su dominio sobre los demás, si no de reafirmar, lo que ha sido, para poder seguir siendo una sociedad con valores, costumbres y creencias propias. Las que le han dado sentido a lo largo de la historia, para no ser desnaturalizada, absorbida, por las culturas emergentes. Y esto no está sucediendo
La UE no es casi nada. No existe unidad, no hay un presidente y un Parlamento únicos, un sólo presupuesto, sigue pendiente la unidad fiscal, un sólo ejército, un sistema judicial propio , y ninguno de los 27 países que la forman quiere ceder un ápice de su soberanía. Echamos en falta auténticos líderes políticos como lo fueron Margaret Thatcher, Willy Brandt, Conrad Adenauer, Winston Churchill, Helmut Kohl, Mitterrand o F. González. En definitiva su futuro es oscuro, o convertirse en un parque temático para que el resto del mundo nos visite, o, en el peor de los casos, y Dios no lo quiera, ser el escenario de la tercera guerra mundial entre Occidente, liderado por los EEUU y Oriente al frente de China porque a ambos la UE y Rusia les es indiferente. Sirva de ejemplo la guerra en Ucrania que tiene como disputa el territorio del Donbás, que posibilitaría al régimen de Putin contar con un pasillo para unir Crimea con Rusia dándole salida al mar Negro. Si se les cediera a los rusos ese pasillo, poblado por rusos durante más de cien años (y que no tiene ningún valor económico ni logístico) a cambio del fin de la guerra y de permitir que Ucrania y Finlandia entren en la OTAN se podría poner fin a la muerte de tantos inocentes en el mismo corazón de Europa.
Ser “progresista” consiste en propiciar y financiar, con dinero público, los excesos, el mal gusto y la conversión de fiestas en espectáculos
La Unión Europea presenta serias debilidades y, dentro de ella, España sufre carencias muy significativas. Por desgracia estamos conducidos por unos líderes, es un decir, sociales y políticos, con una cultura de parvulario, y que, ignorantes, pero no inocentes, identifican “modernidad” con “transgresión” y “progresismo” con relajación de los valores y creencias naturales, que han sido guía de nuestra sociedad durante milenios y que nos han hecho como somos. Aquí “modernizar” es legislar para generalizar las excepciones, y ser “progresista” consiste en propiciar y financiar, con dinero público, los excesos, el mal gusto y la conversión de fiestas en espectáculos.
El resultado es una crisis social, pero también económica, sin precedentes ni comparación posible con la de los otros países europeos. La falta de formación conduce a la indiferencia, a la corrupción, a la avaricia desmesurada, al dinero fácil, a despreciar los valores, todo lo cual provoca el que nuestra crisis económica, y social, sea extraordinaria. Nos han hecho perder el sentido de lo bueno y de lo malo y han convertido el “laicismo beligerante” en una nueva religión, que no se limita a aportar normas morales, no las tienen, como todas las religiones, sino que es un “laicismo de Estado” que impone sus reglas mediante la legislación y el presupuesto. Todo ello dirigido a la destrucción de la clase media que es la base de la democracia, sustituyéndola por una clase subvencionada que les vote siempre, una Administración Pública absolutamente desproporcionada, un numero in justificado de políticos y de asesores. Una deuda pública inasumible, un PIB todavía por debajo del existente al inicio de la pandemia y una desmedida e incontrolada inflación subyacente la más alta de la UE.
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