Escribo estas líneas cuando todavía no se conoce el resultado de las elecciones generales del 28 de Abril, pero a tan poco tiempo de que se abran las urnas que la suerte está ya echada y todo el pescado vendido. Cunde en cualquier caso la perturbadora impresión de que la quietud de la jornada de reflexión es la calma que precede a la tormenta. Dado que sobre los temas que han llenado la campaña a lo largo de las semanas frenéticas que han precedido a la cita con los colegios electorales nada queda por decir, es momento de pensar en otro domingo no menos crucial, el del 26 de Mayo, fecha en España de los comicios europeos. Al igual que ha sucedido en recientes elecciones a nivel nacional -el caso finlandés es un buen ejemplo- muchos analistas confieren a las próximas europeas un carácter de especial dramatismo. Hay ocasiones en que los votantes depositan sus papeletas como un habitual ejercicio democrático para decidir quién va a gobernar y otras en que saben o intuyen que se juegan algo más, momentos históricos en los que se ponen en cuestión las bases mismas del sistema de convivencia. No es exagerado afirmar que la Unión Europea se enfrentará dentro de un mes a una de estas ocasiones especiales en las que resuenan las sobrecogedoras notas iniciales de la Quinta Sinfonía del genial sordo de Bonn.
Al igual que en nuestro país graves amenazas se ciernen sobre la obra de la Transición, late en el aire la idea de que el proyecto de integración continental iniciado tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial se encuentra en serio peligro de demolición, como si la tragedia cuyos dos primeros actos han sido el brexit y la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca se dispusiera a poner en escena el tercero y definitivo dentro de veintiocho días. El planteamiento más generalizado es que la pugna se producirá entre globalistas y nacionalistas, es decir, aquellos europeos que consideran un logro benéfico el establecimiento de un marco jurídico, económico y político trans y supranacional, que abarca desde el Atlántico hasta el Danubio y desde el Báltico al Mediterráneo ,y los que, por el contrario, desean un repliegue dentro de sus respectivas fronteras nacionales entendidas como murallas defensivas frente a la mundialización y al desdibujamiento de sus valores y de sus identidades históricas. Sin embargo, este esquema simplista se queda corto para describir lo que se avecina.
La clave de las elecciones europeas es la confrontación sistema-antisistema, entre los que confían en las instituciones establecidas y los que quieren hacer tabla rasa
Una reciente encuesta realizada por el think tank Consejo Europeo de Relaciones Exteriores en colaboración con YouGov con una muestra de 50.000 ciudadanos de catorce Estados-Miembro ha revelado que el 50% no piensa votar, un 15% no tiene claro si lo hará o no y que del 35% que sí se va a pronunciar, un 70% van a dar su apoyo a una fuerza distinta a la que recibió su sufragio en 2014, panorama que abre un variado abanico de posibilidades nada tranquilizadoras. En cuanto a los asuntos que movilizan al electorado europeo, lejos de la reduccionista dicotomía globalistas-nacionalistas, hay una amplia panoplia que incluye la inmigración, la economía, el terrorismo yihadista, la crisis medioambiental o las relaciones con Rusia, dependiendo del país y del sector social. De hecho, lo que demuestra este estudio de opinión es que la clave fundamental de estas elecciones europeas radica en la confrontación sistema-antisistema, en otras palabras, el choque entre los que confían en las instituciones establecidas y los que quieren hacer tabla rasa y revisar por completo nuestro entramado normativo y político.
En una ingeniosa analogía con la serie Juego de Tronos, el director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, Mark Leonard, clasifica a los europeos de cara a las elecciones de Mayo en cuatro grupos, los Stark, que creen en las actuales instituciones democráticas, tanto nacionales como comunitarias, y confían en que serán capaces de culminar las reformas necesarias para superar los desafíos de nuestra época, los Gorriones, que claman por una revolución adanista que reemplace el capitalismo liberal por una utopía colectivista y justiciera, los Inmaculados, que ponen sus esperanzas en un cosmopolitismo europeísta que anule las pulsiones tribales en el seno de un mundialismo racional e ilustrado, y los Salvajes que, más allá del Muro, merodean impulsando propuestas euroescépticas que refuercen las identidades y las soberanías nacionales. A escala española, tenemos cualificados representantes de estas cuatro posiciones, por el mismo orden en que las he descrito, el PP, Podemos, Ciudadanos y Vox. Al PSOE no lo coloco en esta taxonomía porque es hoy una mera aventura personal de un insensato ebrio de ciega egolatría carente de cualquier asomo de convicciones.
En este contexto tan imprevisible, Europa se tambalea y su futuro no está escrito. Esperemos que el nuevo Parlamento que se configurará a principios del verano reúna a un número suficiente de Diputados que entiendan que nuestra Unión, que tantos beneficios nos ha proporcionado en términos de paz, libertad y prosperidad, requiere reformas profundas que la hagan más eficiente, más comprensible y más democrática, pero preservando siempre su rasgo más esencial e inestimable, la demostración viva de que es posible cohesionar a gentes de culturas, historias, intereses y lenguas distintas sobre una base moral de validez universal.
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