Los físicos conciben el tiempo como una flecha que parte del pasado, atraviesa el presente y apunta, inexorable, hacia el futuro. Es el tiempo lineal, en el que siempre creemos estar instalados, el que devora minutos y avanza sin freno, aquél que los historiadores fijamos en nuestros libros, concatenando acontecimientos en escrupuloso orden cronológico, como las cuentas de un rosario. Este tiempo lineal, según la física, es irreversible y tiende al desorden, a la entropía, pues a medida que avanzamos sobre la flecha nos deterioramos, sin que podamos volver atrás. Pero el reino de lo vivo matiza ambas categorías, pues también los historiadores sabemos que las comunidades humanas responden al desorden con nuevas organizaciones, sin perder de vista que lo construido a lo largo de siglos puede venirse abajo por los vientos del azar, las contradicciones internas o las presiones enemigas.
Vista sobre la flecha del tiempo, la integración europea atravesó numerosas crisis –desde el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa (CED) de 1952 hasta el rechazo a la Constitución en 2005–, pero, tras cada revés, la Unión se reorganizó y mutó, alterando la linealidad del proceso. Así, tras el fracaso de la CED vinieron los Tratados de Roma en 1957; y el fiasco constitucional de 2005 se recondujo con los Tratados de Lisboa de 2007, actual marco jurídico de la Unión. Desorden reorganizado: el aparente deterioro parece ser antesala de nuevos impulsos, ampliaciones y éxitos. Por su parte, la crisis abierta en junio de 2016 con el Brexit ha demostrado la reversibilidad de un proceso que creíamos asegurado, pues, tras aquél referéndum, una estrella ha caído de la bandera y el Reino Unido está en el umbral de salida. Por tanto, la flecha se ha quebrado, demostrando que es posible dar pasos hacia atrás para deshacer lo hecho.
Además, el gran riesgo de cabalgar sobre la flecha del tiempo es la eterna huida hacia delante, sin rumbo ni mapa. Puede ocurrirnos como a Sir William Edward Parry, aquel navegante inglés que cartografió a principios del siglo XIX el Ártico. Un día, Parry caminó sin descanso hacia el norte y, al final de la jornada, bajó de su trineo para realizar las pertinentes mediciones. Sorprendido, constató que se hallaba mucho más al sur de donde había iniciado su marcha al amanecer. La solución de esta paradoja precisaba visión de conjunto: Parry había caminado hacia el norte sobre un inmenso témpano de hielo desprendido del Ártico que, arrastrado por las corrientes marinas, se dirigía sin freno hacia el sur.
La adopción del euro sin una meditada política económica, acabaría mostrándose como una decisión (casi) letal al estallar la crisis financiera de 2007
Parry desnortado, como la Unión Europea cuando, en la cresta del éxito, quiso dar impresionantes saltos hacia delante sin prever los desajustes que éstos causarían. Nadar, en fin, sin guardar la ropa. Exceso de audacia y falta de prudencia, algo muy común en las empresas humanas. Y así, la adopción del euro sin una política económica se mostraría (casi) letal al estallar la crisis financiera de 2007. Aquél terremoto a punto estuvo de sepultar la moneda común. Hoy, a ese desorden se está respondiendo con nuevos órdenes como la unión bancaria, la proyectada unión fiscal y la anhelada armonización presupuestaria. Estos son los mapas que, a posteriori, se están dibujando después de correr desnortados, como Parry
Todo ello demuestra que los hombres nos equivocamos al instalarnos en el tiempo lineal, despreciando los otros dos: el bifurcado y el circular. Por tanto, el tiempo tiene, al menos, tres dimensiones.
Jorge Luis Borges nos habla del “jardín de senderos que se bifurcan”. Así es la vida: pura duda, necesidad de elección entre diversas opciones cuando emerge la crisis. La Comisión dirigida por Jean Claude Juncker publicó, en marzo de 2017, el “Libro blanco sobre el futuro de Europa”, donde establecía los siguientes escenarios posibles ante la crisis desatada: primero, “seguir igual”; segundo, “volver al mercado común”, un simple derribo de aduanas sin mayor integración política; tercero, “los que desean hacer más, hacen más”, una Europa a dos velocidades encabezada por aquellos países dispuestos a compartir soberanía con la Unión, algo que ya está ocurriendo con el euro; cuarto, “hacer menos pero de forma más eficiente”, es decir, compartir soberanía en pocas y cruciales materias, como por ejemplo la defensa, la seguridad común y la política económica; y quinto, “hacer mucho más conjuntamente”, la federalización total, los Estados Unidos de Europa.
El último camino es una quimera, pero podemos acercarnos a él combinando tercero y cuarto, los únicos posibles en las actuales circunstancias. El primero asegura el anquilosamiento y el segundo una vuelta atrás con la que comulgarían los británicos.
Europa, como el asno de Buridán
Pero lo más peligroso del tiempo bifurcado es que te atrape como si de una tela de araña se tratara. Es lo que le ocurrió al famoso asno de Buridán, hambriento y sediento, que juzgaba la pertinencia de comer antes y beber después (o viceversa) cuando ante sí tenía el saco de heno y el tanque de agua. Paralizado por el concienzudo análisis, el asno fue incapaz de decidir entre las opciones disponibles y finalmente murió… de hambre y de sed. Así le pasó a la Comisión Juncker con el libro blanco: explicó acertadamente las bifurcaciones, pero no explicitó su preferencia por uno de los caminos, ni estableció el sendero más probable en función de las difíciles circunstancias. Entró en parálisis por el análisis.
También el tiempo circular tiene sus riesgos. Y, sin embargo, existe para recordarnos quiénes somos, de dónde venimos. Las esperadas fiestas patronales de nuestro pueblo, la próxima celebración de nuestro cumpleaños, son fechas que se repiten cíclicamente porque sin repetición sólo hay olvido. El pasado siempre vuelve y el tiempo entonces deja de ser lineal para enrollarse sobre sí mismo, trazando una dinámica de aparente retorno, continuo y quizá eterno. La unidad europea surgió tras 1945 para superar la división causada por los nacionalismos, en un contexto donde la Guerra Fría alboreaba y el viejo continente parecía convertirse en damero disputado entre soviéticos y estadounidenses. Tanto los nacionalismos, como el comunismo y la extrema derecha fueron las rémoras que quisieron superar Monnet, Schumann, Adenauer y demás “padres de Europa”. Ahora, aquello contra lo que la Unión se fundó revive y se convierte en protagonista capaz de condicionar la vida política de algunos países (el caso de los nacionalismos en España es, quizá, uno de los más preocupantes). Sin duda, el peligro del tiempo circular es la fascinación de la nostalgia, ese encanto por el ayer donde una vez nos reconocimos y que ahora buscamos como desesperado asidero, en medio de tanta incertidumbre. Pero la fascinación por el pasado nos convierte en estatua de sal, como aquella mujer de Lot que acabó petrificada cuando volvió la vista para mirar, en plena huida, las llameantes ruinas de su amada Sodoma. Sorprende, o quizá no tanto, la fascinación que a algunas formaciones de izquierda –históricamente internacionalistas y defensoras de la igualdad– les suscita esa decimonónica pasión por el terruño que es el nacionalismo, una ideología donde unos hombres “son más iguales que otros” en función de donde hayan nacido.
Después de los desastres sufridos hasta 1945, la supranacionalidad es, sin duda, el elemento conformador más original del proyecto europeo
Si el tiempo lineal de Parry nos desnorta, el bifurcado de Buridán nos paraliza y el circular de la mujer de Lot nos petrifica. ¿Hay esperanza? Sin duda, y estriba en asumir que los tres tiempos coinciden en nuestra vida. El laberinto es el espacio imaginado por la mitología donde estos tres tiempos conviven. Recorremos linealmente un sendero que, de pronto, se bifurca en multitud de opciones. Una vez elegido el nuevo rumbo, éste puede devolvernos al lugar de donde partimos.
La existencia es un laberinto y, para no perderse, hay que seguir el hilo que Ariadna dio a Teseo en su lucha contra el Minotauro. “Tu enemigo más peligroso no es el monstruo –recuerda la hija del poderoso Minos al héroe ateniense–, sino el laberinto donde te hallas”. Ese rastro del camino andado que puedes seguir para encontrar la salida es la experiencia histórica, simbolizada en el hilo de Ariadna. Un hilo que Europa debe tener presente, pues en él se trenzan cinco hebras que son los grandes valores fundacionales de la Unión: la libertad individual, la igualdad ante la ley, la solidaridad que soporta el envidiado y excepcional Estado del Bienestar que disfrutamos, la paz que garantiza el progreso económico y la supranacionalidad. Me detengo en este último porque es, sin duda, el elemento conformador más original del proyecto europeo. Después de los desastres sufridos hasta 1945, este continente ha querido superar los límites del Estado Nación, compartiendo soberanía con instituciones que están por encima de los países y las fronteras conocidas. Un OPNI (Objeto Político No Identificado), en palabras de Jacques Delors, cuya supervivencia depende de que se apliquen los conceptos anteriores, las hebras del hilo de Ariadna. Experiencia histórica, valores entrelazados y tres tiempos en el mismo espacio. Todo ello no garantiza el éxito, pero permitirá a Europa no perderse en su propio laberinto.
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