A ningún sociolingüista le extraña que el castellano supere en Galicia al gallego, al vasco en Euskadi y al catalán en Cataluña y Valencia.
Para el gallego, la encuesta del Instituto Nacional de Estadística (INE) así lo indica. Quienes declaran hablar siempre o frecuentemente en gallego son menos de los que lo hacen en castellano. Muchos lo hablan en familia, pero no con los amigos, ni en el trabajo porque el ambiente no lo exige, y además, en la transmisión generacional los progenitores prefieren hablar castellano, que es más provechoso. Esa preferencia se transmite a la escuela donde, aunque se enseña gallego, los escolares lo contemplan como excepción, como imposición, como lengua de interés menor, aunque el programa le conceda un peso mayor.
La progresión hacia el castellano no es una sorpresa. Decenas de lenguas de Europa y miles de lenguas del mundo experimentan el mismo progreso. Son lenguas que no existen solas, pues sus hablantes necesitan otra para el acomodo social. Si el bretón, el siciliano y el tártaro se desmoronan es porque una generación tras otra los padres prefieren el francés, el italiano y el ruso respectivamente, que son ricas en hablantes monolingües, única característica que solidifica a una lengua.
También pierde hablantes el vasco y, por supuesto, el catalán, pero ni a Euskadi y ni a Cataluñandia llega el INE. Lo impiden los poderes autonómicos, celosos de las encuestas ajenas. Se aseguran así la posibilidad de darle la vuelta a la tortilla en el caso de que se les queme.
Sabemos que el catalán es lengua inicial para el 31%, de identificación para el 36% y habitual también para el 36%. Y para el castellano los porcentajes son 53%, 47% y 49% respectivamente
El Gobierno vasco informa sobre la evolución del euskera cada cinco años mediante una encuesta traducida a tres lenguas extranjeras: inglés, francés y, generosos, también al castellano. La sexta encuesta apareció en 2016. Aunque los datos son exhaustivos y minuciosos ninguna de las 267 páginas – que pueden consultarse en Internet – aclara con transparencia si en la transmisión generacional, que es donde se garantiza la supervivencia de las lenguas, el euskera gana o pierde hablantes. La séptima encuesta tenía que haberse publicado en 2021, pero entrados ya en 2023 aún no la tenemos. ¿Temen publicar datos que muestren la ineficacia de su inversión en políticas vascófonas?
El Gobierno autónomo de Cataluña ha inventado otro método para evitar el informe sobre la transmisión generacional, el de preguntar cosas raras que confundan al entrevistador, al entrevistado, al político, al lingüista y al lector, y que permita ocultar el fracaso en su proyecto de exiliar al castellano. Para ello interrogan, también cada cinco años, con cuestiones tan peregrinas como la lengua inicial, la lengua de identificación y la lengua habitual. Como la última encuesta se realizó en 2018, cabe pensar que en 2023 informen de nuevo. Mientras tanto sabemos que el catalán es lengua inicial para el 31%, de identificación para el 36% y habitual también para el 36%. Y para el castellano los porcentajes son 53%, 47% y 49% respectivamente. Ninguna casilla permitía contestar lo que más podría acercarnos a la realidad, que no es otra que tanto monta monta tanto, como corresponde a los hablantes ambilingües. Lo corrobora un hecho irrefutable: todos los hablantes de catalán están irremisiblemente conectados al castellano. Pero eso quiere verlo el excluyente.
Las lenguas no mueren de repente. Sufren un largo periodo de decadencia que se inicia cuando entra en contacto con otra que resulta más útil para unos pocos, y poco a poco les va interesando a todos. Ese periodo de cambio puede durar muchas generaciones.
La decadencia y desaparición de las lenguas es tan natural como la enfermedad y muerte de los seres vivos. Nos cuesta entender que todas mueren, y que la nuestra, incluso el inglés, también lo hará. Con la desaparición se va una cultura, y también con la muerte de Pelé o de Benedicto XVI, salvando las distancias, muere todo un buen hacer en el fútbol, o en la teología, si bien ya habían desaparecido hace mucho pues ni el uno ni el otro estaban en estado de hacer pinitos. Tenemos la obligación de prolongar dignamente la vida de las personas y de las lenguas, pero unas y otras han de dejarnos un día.
Si alguna lengua autonómica renaciera hasta imponerse y utilizarse más que el castellano sería una excepción en la evolución natural eral de las lenguas
Es imposible hacer una vida normal plena, las 24 horas, en gallego, o en vasco, o en catalán, ni siquiera haciendo un esfuerzo. Los más jóvenes rechazan la imposición. Eligen libremente la lengua que más conviene en cada momento.
En el caso de Galicia, la inercia hacia la concentración en ciudades y abandono del campo favorece a la castellanización. Un apoyo social, y sobre todo un uso del gallego con el que se obtengan las ventajas del castellano contribuiría mejor a su mantenimiento, pero eso no puede llevarse a cabo en una vida en libertad. Y tampoco sería ético imponerlo.
En muchos hogares es común hablar en gallego, vasco o catalán hasta que los niños, una vez escolarizados, se adhieren a la lengua del recreo, que es la que más sirve entre los escolares. Entonces llevan a casa el español y la familia se castellaniza. No solemos los hablantes hacer un esfuerzo para mantenernos en la lengua que más cuesta expresarse, más bien nos dejamos llevar por aquella que mejor engrasa las ruedas. Los progenitores gallegohablantes pasan así a utilizar el castellano con sus hijos.
Si alguna lengua autonómica renaciera hasta imponerse y utilizarse más que el castellano sería una excepción en la evolución natural eral de las lenguas. Hablar en gallego estimula poco, y no anima a nadie. Resulta difícil navegar por Internet en lenguas autonómicas, acceder a las aplicaciones, ver películas y documentales, leer la prensa, los libros, las pólizas de seguro, las instrucciones y las directrices del comercio y la industrial.
Resulta muy incómodo caminar en contra de la evolución natural de las lenguas.
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