Opinión

Eutanásicos

El ser humano es vulnerable, es frágil como el más tierno cristal, es cobarde, asustadizo y de crispado pulso, es contradictorio y caprichoso, es sensible al dolor y a la

El ser humano es vulnerable, es frágil como el más tierno cristal, es cobarde, asustadizo y de crispado pulso, es contradictorio y caprichoso, es sensible al dolor y a la risa, es huidizo, incongruente y voluble. Y, como él, su certeza.

En el amplio y sombrío dilema, coronado de espinas, que plantea la delicada ley de eutanasia, siempre presente, siempre actual y palpitante, no existe postura firme y categórica. Es decir, existe, pero preñada de negras fisuras. No hay verdad absoluta, no hay razón incontestable. Solo el ruidoso posicionamiento político luce sereno y deslumbra con su postizo puño de plomo, que es tanto como no significar nada. El posicionamiento político, hueco y falaz, que hoy presagia agua y mañana augura fuego. En el denso y farragoso océano de incertidumbres que provoca esta flamante y controvertida ley de eutanasia, no hay modo de hallar argumentos poderosos e infrangibles: el leve aleteo de la sospecha, el cristalino titubeo de la suspicacia se encarama furtivo a los hombros del raciocinio, y lo condena, y lo hiere, y lo perturba, y acaba tambaleándolo cual necio e indefenso muñeco de trapo.

El último aliento

Qué fácil se arma y pone en pie la beligerante razón ante las páginas entintadas de un periódico, y cuán violentamente tiembla esa misma razón, que ayer creíamos hermética y acreditada, al sostener ahora la quebradiza y pálida mano de un moribundo. Los toros y la barrera. Qué sencillo es debatir, al abrigo de una confortable comida, camuflado nuestro temor tras un cobrizo coñac, sobre los beneficios o perjuicios de una ley, y qué desolador, cómo desgarra el alma enfrentarse, desnudo, al aliento último de un ser amado.

Atisbamos por un instante, sobrecogidos, irguiéndose sobre la ajada madera del escenario social, a un singular ciudadano de a pie, alzando en su cómoda trinchera el pulgar, o invirtiéndolo y señalando con él la tierra y el polvo eternos, jugando a representar el papel de un henchido emperador romano, incluso emulando su risa. Pero más allá de esta fugaz e irreal fantasía, de esta repugnante alegoría, lo cierto es que muchos de nosotros, igualmente sobrecogidos, perplejos eutanásicos, luchamos con agria desesperación por alcanzar la orilla del sentido común, y no logramos sino sumergirnos lentamente en el más viscoso lodo de la angustia.

Si el ser humano duda invariablemente en el amor, si vacila ante los más nimios e inofensivos aspectos de la vida, cómo no ha de recelar, pues, de las virtudes de este escabroso indulto.

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