Opinión

¿Existen alternativas al euro? Ni lo sueñen

El euro no es un capricho, es una necesidad. El problema, sin embargo, no viene de su existencia en sí, sino de la dificultad para aunar las responsabilidades que exige. El euro es el mensajero.

Una moneda para gobernarlos a todos. Una moneda para integrarlos, una moneda para atraerlos a todos y atarlos en la estabilidad. O más o menos.

Como saben, esta semana nuestra moneda, el euro, ha cumplido quince años. Tantos ya, que parece que nunca hubiéramos estado sin ella. Durante estos tres largos e intensos lustros, los países de la moneda única han experimentado diversas situaciones como para poder comprobar qué efectos tiene la pérdida de la autonomía monetaria. Y no todas han sido positivas.

La Gran Recesión tensó de tal modo a parte de las economías del euro que irremediablemente florecieron dentro de ellas voces contrarias a la moneda única

La Gran Recesión tensó de tal modo –aún sigue haciéndolo– a parte de las economías del euro que irremediablemente florecieron dentro de ellas voces contrarias a la moneda única. Debido a estas experiencias, y a otras muchas, el euro está siendo altamente cuestionado. Críticas que recorren todo el espectro ideológico, desde la izquierda más radical a la derecha más reaccionaria. Por un lado, y para la izquierda más combativa, el euro es un tentáculo más del capital que subyuga a los oprimidos. Para otros, el euro es una expresión más de unas instituciones que atosigan y coartan la libertad de los ciudadanos. Para los más libertarios, es un ejemplo más de una moneda fiduciaria que bajo la intromisión de un banco central al uso, lima y reduce el valor de los ahorros de los nuevamente subyugados (ahorradores) europeos. 

Sin embargo, en este debate se dibujan caricaturas de una moneda única que obviamente es mucho más que esto. El euro no es más ni menos que el siguiente paso natural de un proceso de integración como es el que se construye desde 1957. Es el paso natural de un proceso mucho más relevante, un proceso que lo trasciende. Es la última cláusula de un contrato que compete a cientos de millones de ciudadanos y que, con este, se dotan de algo así como una póliza de seguros que nos cubra contra eventos posibles que amenazaban, y pueden aún amenazar, la convivencia europea. 

En primer lugar, la integración tuvo como principal objetivo poner fin a la lucha interna europea, endémica en nuestro viejo continente y que se intensificó con el desequilibrio de poderes creado por el nacimiento del Segundo Reich. Las dos desgarradoras guerras mundiales de la primera mitad del siglo pasado fue más de lo que se podía soportar. Era pues inevitable diseñar una nueva relación basada en el acuerdo y en el aúno de fuerzas frente a la tradicional dialéctica basada en fuego y armas. 

Era necesario reducir los costes de transacción asociados a la existencia de diferentes monedas

En segundo lugar, desde una vertiente más pragmática, la unión busca la fuerza. En este sentido, dos son las razones que justifican este pragmatismo. En primer lugar, la amenaza que se cernía desde el Este demandó un proyecto común en el Oeste que incorporara una gran variedad de sensibilidades políticas y económicas y que, paradójicamente, ofreciera a cambio estabilidad al proyecto. En segundo lugar, y desde un punto de vista más económico, la necesidad de capturar las externalidades y la eficiencia mediante la unión de mercados permitiría afrontar, gracias a la propia competencia entre las empresas europeas y un mayor tamaño de dicho mercado, la competencia cada vez mayor de empresas norteamericanas y japonesas, y posteriormente, las de los nuevos emergentes, en particular China. Para ello, junto con la convergencia regulatoria y el diseño de un verdadero mercado único, era necesario reducir los costes de transacción asociados a la existencia de diferentes monedas. 

En este sentido, como ya he dicho, la integración económica demandaba el euro. No es posible la total integración si no existe una moneda única. Cualquier sistema de tipos fijos está abocado a su posible ruptura. No existe acuerdo lo suficientemente fuerte que, sin ser una moneda única, pueda perdurar ante los intensos envites de los ciclos económicos y financieros internacionales. Así, tenemos los ejemplos del Patrón Oro, Bretton Woods o los intentos de cuadrar un sistema europeo monetario sin moneda única a caballo de las décadas de los 70 y 80.

El euro exige una pérdida de soberanía, más allá de la política monetaria, que pocos están dispuestos a aceptar

El euro por lo tanto no es un capricho, es una necesidad. El problema, sin embargo, no viene de su existencia en sí, sino de la dificultad para aunar las responsabilidades que éste exige. El euro es el mensajero. Al deficiente diseño de las instituciones que acompañan al euro y que deben sostener su adecuado funcionamiento, hay que unir el comportamiento distorsionador de los países que lo comparten. Para algunos, en especial los del sur de Europa, el euro es posible que haya venido algo grande. Y bien que lo están sufriendo. Otros, los del norte, simplemente no han entendido el compromiso y la altura de miras que exige. Para todos, el euro exige una pérdida de soberanía, más allá de la política monetaria, que pocos están dispuestos a aceptar. Este es el verdadero mal del euro. No reside en la propia moneda. El mal se encuentra en el edificio construido alrededor de ella. Y sus desagradables consecuencias quedaron desnudas en lo más crudo del ciclo.

El euro nos ha permitido participar de pleno en un mercado integrado

Sin embargo, siendo realistas, el saldo de la moneda única, quince años después, es muy positivo, en especial para España. El euro nos ha permitido participar de pleno en un mercado integrado. Hemos sabido aprovechar en parte esta oportunidad, como muestran los datos de exportaciones españolas. Ha permitido encontrar una estabilidad de precios que se nos negaba por nuestra idiosincrasia de país del sur. A cambio, se nos exigía responsabilidad y compromiso, y en parte hemos fallado.

Por lo tanto, y al contrario de estas voces que surgen por cada vez más recónditos lugares en contra del euro, creo fervientemente en su necesidad. Aunque el apoyo que suscita sea aún elevado, cualquier mínima posibilidad de su desaparición puede conllevar una crisis de dimensiones desconocidas para el continente. Se rompería el mayor y más fuerte de los lazos que nos une. Atentaría contra la propia unidad de mercado. Debilitaría todas las economías europeas. Y todo ello en un entorno geo-económico que no depara nada positivo a una Europa desunida. Es el momento de dar impulso al proceso de unificación. Reconocer lo que está mal. Reajustar relaciones y regulaciones. Pero seguir hacia adelante. No mirar hacia atrás. Ni un paso atrás.

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