La izquierda ha encontrado en la etiqueta un filón retórico inagotable. Entendió que el debate político es un trasunto de sus mítines acríticos y sus círculos cuadrados y por ello convirtió la democracia parlamentaria en un supermercado de eslóganes, sin más altura intelectual que lo que marcan sus camisetas promocionales. Porque de esas camisetas emanan todas sus lecturas. Las de ayer y las de hoy. No hay acto político que no tenga su mantra revolucionario del Ikea ni su frase de sobrecito de azúcar. A la izquierda española, en realidad, le da igual el tema y las causas. Sobre todo las causas. Siempre le importaron las consecuencias, de ahí que importaran el método más eficaz para conseguirlo: la propaganda de falacias.
Su favorita es aquella que se inicia creando un falso dilema sobre el estado de nuestra democracia, siempre incompleta e imperfecta a juicio de la izquierda, siempre perfecta y completa en su diagnóstico y soluciones. En la era fake-woke, si quieres mejorar la democracia tienes que apoyar las boutades de izquierdas o no serás demócrata. Así, se inventan un derecho ya existente, la revisten de agravios inexistentes, agitan a sus colectivos, creados para producir dichos agravios inexistentes, y a todo el que se oponga a ello le etiquetan con lo que receta el supermercado progre de las ideas: fascista, neoliberal, machista, neocon, rancio, facha, ultraderecha, extrema derecha, trumpista, reaganiano. Un mercado que nunca sufrirá desabastecimiento porque siempre existirá esa izquierda educada en la triada prejuiciosa: odio, rencor e ignorancia, hija de unos planes educativos diseñados por sus padres ideológicos, o biológicos. Una vez observado el reciente borrador educativo para alumnos de primaria, constatamos que, en el futuro, habrá activistas que no sabrán hacer dictados, pero dictarán como nadie las consignas wonderful del Amazon progre.
En qué momento les hemos entregado las llaves del raciocinio a aquellos que te despachan cualquier debate alertando del peligro de la extrema derecha, no lo sabemos. Quizá empezó con el adiós al muro de la vergüenza que secuestró de libertades a media Europa. O con Fukuyama y el fin de su imperfecta historia. Hasta ahora, la reducción al absurdo les ha servido. Aunque no sepan qué significa, simboliza y defiende el movimiento asociado a esa etiqueta, las izquierdas políticas en España, sectarias e ignotas en el debate serio de ideas, se la ponen a todo el que piensa diferente, y así no se equivocan. Claro que uno se queda tranquilo cuando ve salir el epíteto de boca de Sánchez, Lastra, Simancas, Calvo, Belarra o las Monteros. No digamos ya de Echenique o Rufián. Lo más extremo que estos estajanovistas de la pereza han encontrado a su derecha es el grifo de agua fría.
En una semana se ha hecho de extrema derecha toda España. El campo es de extrema derecha, los transportistas son de extrema derecha, la luz es de extrema derecha
Su desprecio al debate es patológico. Prefieren despachar su ignorancia atacando lo que desconocen que argumentar con razones su rechazo. Siempre tuvo para la izquierda más réditos electorales el miedo que la alegría y el odio que la esperanza. Eso sí que es ADN histórico y no lo del Madrid en Europa.
Su modus operandi predilecto es la metonimia por descarte, esto es, resumir al enemigo en un mismo espacio conceptual y sociológico, que la propaganda ya se encargará de amplificar la leyenda. En una semana se ha hecho de extrema derecha toda España. El campo es de extrema derecha, los transportistas son de extrema derecha, la luz es de extrema derecha, todo un compendio de la indecencia sanchista, pero lo cierto es que así se escribe cómo la izquierda acabó por perder (nunca fue suya) la calle. La razón no, porque nunca tuvo. Los mentirosos ministros del reino, su autócrata presidente, sus colocados cargos y sus palmeros militantes y mediáticos, rezuman cada mañana infantil argumentario, basado en crear titulares con adjetivos despectivos sobre todo aquello que no comprenden o no se arrodilla antes sus ocurrencias. Sin etiqueta no hay discurso. Tantos mantras reiterados esconden su verdadera indigencia intelectual, por eso recurren con fruición a lemas extraídos de tuiteros sin rostro o de viñetas de El Jueves, que acaban en camisetas para enseñar en el Congreso o en mítines de colectivos subvencionados.
Nos lo recordó el añorado Escohotado: “No existe la extrema derecha. Eso es un invento de la extrema izquierda”. La batalla cultural comienza por no aceptar imposiciones morales de la izquierda y no achantarse ante sus perversas etiquetas. Eres lo que defiendes, no lo que la izquierda te dice que eres y debes defender. Por ahí se empieza. Y se continua recordando a los inquisidores su siniestro pasado y presente. Si estar contra las políticas de Sánchez, contra su indecente gobierno y sus infames socios, contra su autocracia constitucional, sus abusos fiscales, su desprecio a los clase media y trabajadora, su división de la sociedad, su balcanización de la nación, su revisión de la historia, su deseo de destrozar el Estado de Derecho, su manipulación mediática y su incompetencia en la gestión, es ser de ultraderecha, España ya es de ultraderecha. Y servidor, que defiende desde el liberalismo la unión del centro-derecha para echar al sanchismo y derogar toda su política, el primero.