El sábado me perfumé en abundancia con el agua de colonia Álvarez Gómez, que es barata pero muy de pijos, cogí el coche y me acerqué a la ‘cacerolada’ que se celebra a diario en el Paseo de la Habana de Madrid. Quedé con una amiga estupenda, inteligente y rubia natural, de esas que sacan de quicio a los progresistas, debe de ser por el turbio y frustrado objeto de deseo. Tenía ganas de gozar de la vida. Quería comprobar de primera mano la clase de personas que tiene la insolencia de salir a la calle que siempre ha pertenecido a la izquierda para hacer ruido a las nueve de la noche protestando contra los aborrecibles Sánchez e Iglesias. Tenía el prurito de comprobar si es verdad que, según he leído a insignes comentaristas, en los barrios ricos se concentra la gente más detestada por el español medio, aquella que cree con razón que las feministas están protegidas salvajemente por la ley o que el país está siendo abatido por la dictadura progre, entre otros pensamientos hasta hace poco prohibidos.
Estos comentaristas insignes tienen muy poco respeto por el español medio. Les parece que es un ser básico: que solo tiene pánico a que el abuelo se contagie, a que el padre pierda el trabajo y a que los hijos sean pasto de los ERTES. Nada más. De modo que los del Paseo de la Habana son unos gilipollas a cubierto de tales urgencias. Unos depravados volcados en el onanismo. El escritor Arcadi España sostiene que el pueblo español está entre los más tontos del mundo y quizá no le falte razón. No ya porque entre sus grandes proezas haya permitido que un personaje nefasto como Zapatero haya gobernado durante ocho años o porque haya votado a sabiendas a un psicópata como Sánchez sino porque las encuestas indican rotundamente que una mayoría está a favor de que se prorrogue el estado de alarma hasta que nos digan y también piensa que no es el momento de criticar al Gobierno sino de arrimar el hombro.
En España hemos padecido el confinamiento más extremo del planeta a cambio de unos resultados indignantes en términos de salud pública. Somos el país con más muertos por millón de habitantes
De ser cierto, tendríamos un problema enorme. Eso significaría que el español medio está ya inmunizado ante la catástrofe -que tiene muy pocas entrañas- y también que siente un enorme desprecio por las libertades que el Gobierno se ha acostumbrado a conculcar con su arbitrariedad desatada al amparo del encierro. En España hemos padecido el confinamiento más extremo del planeta a cambio de unos resultados indignantes en términos de salud pública. Somos el país con más muertos por millón de habitantes y con mayor número de sanitarios contagiados. Los ancianos han sido abandonados a su suerte en las residencias que debía cuidar el ‘vicepresidente social’ Iglesias. Los Estados como Alemania, Suecia, Austria o Corea, que se han negado a detener la actividad económica, no sólo han mitigado la caída del producto bruto y la escalada del desempleo, sino que han controlado eficazmente la pandemia con una tasa de mortalidad notablemente por debajo de la nuestra. Me parece que los manifestantes del Paseo de la Habana no pasan por alto esta lacerante desigualdad infligida por el Gobierno. Y que hacen bien.
Temporada turística
Ahora, después de un confinamiento extremo, el señor Sánchez está dispuesto a servirnos dos tazas de café con el plan de 'desescalada' más restrictivo del mundo. Y dice que lo hace para salvar la salud que no ha sabido preservar diligentemente hasta la fecha. Mientras otros países que han gestionado la crisis igual de mal como Francia o Italia preparan para primeros de junio la apertura de todos los negocios y están dispuestos a permitir la llegada de viajeros, aquí tendremos que esperar otro mes. Esta reiteración injustificable en el error va a destrozar la temporada turística, va a desplazar a los clientes a los destinos competidores y va a seguir engrosando la terrible factura de empresas quebradas y de trabajadores a la intemperie.
Lo que sostienen los fachas como yo es que, una vez resuelta la amenaza del colapso sanitario, se acepte la convivencia con un virus cuya letalidad está concentrada en el sector de población de más edad -al que hay que proteger-, que se relajen al máximo las medidas de aislamiento y que se ordene la vuelta al trabajo de todo el mundo, la única posibilidad de que la economía empiece a resucitar y de poder reforzar con recursos físicos y monetarios el sistema de salud.
Recuperar la dignidad
En contra del presunto español medio, me parece que hay que acabar inmediatamente con el estado de alarma. Pero cuando el presidente del PP, el señor Casado, dejó de ser la semana pasada la comparsa del Gobierno y votó no a la prórroga de la emergencia, Sánchez apretó el gatillo que le quemaba hace tiempo. En un tuit publicado el día de autos, escribió: “Entre la unidad y la ultraderecha, Casado ha elegido a la ultraderecha. Votando no, el PP ha dimitido de su responsabilidad como principal partido de la oposición. Ha dimitido de la responsabilidad de Estado para salvar vidas y defender la salud pública”. Pues muy bien. Los del Paseo de la Habana y yo mismo opinamos que Casado volvió a recuperar la dignidad y el compromiso moral que tiene no sólo con sus votantes sino con el conjunto de los españoles.
Algunos amigos periodistas por los que siento mucho aprecio consideran que el más elemental sentido de Estado obligaría al PP a apoyar indefinidamente el estado de alarma y piensan que con sus críticas desmedidas a una izquierda desmoralizada por los disparates de Sánchez está inyectando paradójicamente oxígeno al Partido Socialista que gobierna. Así las ‘caceroladas’ son el simple ejercicio al pataleo de unos ciudadanos cansados del encierro.
Opinan que la revuelta de los pijos tiene el enorme potencial de despertar al centro izquierda, donde han vuelto a resurgir los miedos atávicos hacia esa gente primitiva que 'sencillamente da miedo'
Otros periodistas por los que siento menos aprecio también creen que las protestas en los barrios ricos -da igual que estas se produzcan en otras latitudes económicamente menos afortunadas y en ciudades distintas a Madrid- son un regalo inesperado a Sánchez, un nutriente de lujo para un gobierno desfondado que ha perdido el oremus. Opinan que la revuelta de los pijos tiene el enorme potencial de despertar al centro izquierda, donde han vuelto a resurgir los miedos atávicos hacia esa gente primitiva que “sencillamente da miedo”, disuadiéndolos de una eventual abstención en unas próximas elecciones.
El intelectual anacrónico al frente de ‘El País’, el diario con más audiencia, va más lejos. El señor Estefanía sostiene que una parte de las élites está exhibiendo públicamente sus diferencias y pretende romper el contrato social que los une como ciudadanos porque entienden que sólo lo financian ellos y que pagan demasiados impuestos. Da igual que sea una evidencia empírica que son los pérfidos ricos, las grandes empresas y sobre todo las clases medias esquilmadas por Hacienda -y amenazadas por una vuelta de tuerca- las que costean el Estado de Bienestar. Todos estos testimonios, estas personas ilustradas -algunas estupendas-, o bien apoyan descaradamente al Ejecutivo social comunista -salvo algún rapto esporádico de decencia-, o bien, aunque eventualmente sean críticos, jamás han dejado de ser socialistas de corazón, no importa que alguna vez hayan votado al PP.
Inmigración y 'efecto llamada'
La “derecha civilizada y europea” que desean es en realidad la derecha acomodaticia, servil y arrodillada, la derecha perdedora que no pueda gobernar jamás; eso sí ejerciendo perpetuamente el papel de muleta del socialismo en nombre de un sentido de Estado corrompido. Pero me temo que este episodio de postración ha tocado a su fin. Y me alegro. No convendría minusvalorar la revuelta de las cazuelas. El primero que rompió la baraja fue Vox, una gran noticia para la política y para la sociedad. Gracias a ellos, por ejemplo, ya podemos manifestar sin complejos que la ley de violencia de género no sólo ha sido ineficaz para combatir los horribles abusos sobre las mujeres, sino que ha establecido una discriminación por sexo inaceptable, negando la presunción de inocencia de los varones heterosexuales.
Gracias a Vox ya se puede decir abiertamente que conviene que la inmigración sea legal y ordenada, pues debe evitarse a toda costa que, en lugar de contribuir a crear valor y riqueza, sólo llegue tentada por un sistema de protección social inadecuadamente pródigo que ahora va a ver incrementado su ‘efecto llamada’ con el ingreso mínimo vital. Gracias a Vox podemos defender la liquidación de los chiringuitos subvencionados con dinero público que defienden un modelo de sociedad incompatible con la democracia liberal. Vox nació y lo ha hecho muy bien para desafiar el consenso socialdemócrata que nos ahogaba y para acabar con la asfixiante corrección política.
Es un enorme avance que el PP plantee una robusta alternativa liberal a la hegemonía ominosa del socialismo en todos los rincones de la esfera pública: educación, inmigración, mercado laboral, medio ambiente
Me parece un gran suceso que el PP haya decidido romper también con el Gobierno y que empiece a desplegar un criterio y una estrategia propias, aunque ello exija a Casado sacudirse a los meapilas, también socialistas de corazón, que entumecen el partido desde dentro. Es un enorme avance que plantee una robusta alternativa liberal a la hegemonía ominosa del socialismo en todos los rincones de la esfera pública: en la educación, en el mercado laboral, en las políticas para preservar el medio ambiente, en las costumbres sociales o en el manejo de las cuentas públicas.
Esto no significa acercarse a los mal llamados fachas y ultras por los radicales y extremistas del Gobierno, que quieren devastar el país y desfigurar la Constitución. Esto es instalarse en el sentido común; apartarse de un Gobierno subversivo y pérfido, dispuesto a pactar hasta con los herederos de los etarras para asegurar su supervivencia contra los intereses de los ciudadanos, y propiciar la reconstrucción de la casa común de la derecha.
Los que así piensan son la clase de gente que vi en el Paseo de la Habana. La imagino parecida a la que en otros barrios y ciudades de la nación ha salido a la calle reclamando la dimisión del Gobierno y exigiendo libertad. Esta gente acepta los adjetivos de facha y de pijo con una indiferencia total. Los tiene por el eructo consustancial a la izquierda violenta y autoritaria, y confía en que el pueblo español sea menos tonto de lo que presume el escritor Arcadi Espada. Confía en que los rescoldos de la libertad puedan avivarse para deponer al socialismo y levantar un futuro esperanzador.
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