La Transición fue un periodo en el que los españoles nos dimos la oportunidad de crear un espacio de convicciones sobre el que sentar las nuevas bases de nuestra convivencia. La Constitución Española del 78 fue el lienzo sobre el que decidimos plasmarlas. Aunque sobre él trazamos las líneas y principios maestros sobre los que comenzar a edificar, la construcción no llegó a término porque decidimos que algunos de sus elementos debían ejecutarse en fases temporales sucesivas, cuando la sociedad alcanzase consensos que permitiesen apuntalarlos. Buen ejemplo de esto es el modelo territorial.
El consenso sólo tiene sentido cuando el acuerdo se alcanza sobre una pluralidad de convicciones. Esto, trasladado a la política, significa que ese pacto social debe ser un conglomerado plural de ideas en el que se sienta representada tanto la izquierda como la derecha, con sus distintas aspiraciones y matices.
El principal problema del modelo de consenso español es que no es real, dado que casi desde el principio, y salvo alguna cumplida excepción, se ha cimentado en torno a las convicciones de tan sólo una parte del espectro político, que bajo el paraguas de la socialdemocracia ha ido sentando las bases de un modelo social y territorial que va a encontrar su corolario en el nuevo gobierno socialista-populista, conformado por el PSOE y Podemos con el apoyo de independentistas y filoetarras.
Este gobierno socialpopulista presidido por Pedro Sánchez, además de reproducir fórmulas económicas que la historia ha demostrado fallidas y caducas, viene con el equipaje cargado de altas dosis de moralina política ejemplificante. El partido como nuevo mesías que marca a los ciudadanos el camino de la virtud para que renuncien a la libertad en pos de la corrección política.
La verdad consensuada son los dogmas que emanan del discurso del gobierno, repetidos por sus predicadores para que los ciudadanos los interioricen. Al contestatario o disidente se le estigmatiza como antisistema, agitador y responsable directo de la crispación y la fractura social. La realidad es que esta imposición de convicciones, en absoluto mayoritarias y que no encuentran respuesta en la oposición, es la que está marcando la quiebra de la convivencia. La sociedad está aceptando progresivamente la falsa dicotomía entre el socialismo virtuoso y el fascismo. Maniqueísmo simplista diseñado para un público que ha renunciado al espíritu crítico.
La oposición, o bien se limita a cabalgar los dogmas socialpopulistas implorando aceptación, o bien está conformando nuevos credos populistas, pero en el extremo opuesto
Este desgarro social deja fuera a buena parte de la ciudadanía española que, desgraciadamente, no encuentra refugio en alternativas que construyan su discurso en torno a convicciones plurales aglutinantes. Al contrario: la oposición, o bien se limita a cabalgar los dogmas socialpopulistas implorando aceptación, o bien está conformando nuevos credos populistas, pero en el extremo opuesto, que renuncian al contenido en favor del histerismo hiperventilado y otorgan la justificación perfecta al socialpopulismo para implantar sus políticas.
España necesita partidos que asuman la tarea de desechar todos los falsos consensos que se nos han querido imponer y construya otros reales, que reflejen la pluralidad de ideas y el debate en libertad. Necesitamos que resurja la política de las convicciones frente a la del consenso unidireccional, que reúna en lugar de enfrentar, que abandone la polarización para apuntalar la libertad, la igualdad ante la ley y la convivencia que consagró la Constitución del 78 y que este nuevo gobierno está empeñado en derruir.
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