El sistema de gobierno de los Estados Unidos es caótico, disfuncional, torpe y a menudo totalmente inoperante, pero esconde algunas virtudes dignas de elogio. La mayor, y más incomprendida, es la fortaleza de su sistema federal que permite que dentro del país convivan una extraordinaria diversidad de políticas públicas.
Las diferencias entre estados dentro de Estados Unidos son a menudo mucho mayores que las que vemos entre países de la Unión Europea. Wyoming y Massachusetts tienen niveles completamente distintos de gasto público, servicios sociales, regulaciones sobre venta de bebidas alcohólicas o acceso al aborto. La cultura política en Nueva Inglaterra es radicalmente distinta que en Nebraska o Montana, y las tasas de pobreza, movilidad social o acceso a la sanidad no tienen nada que ver. El gobierno federal limita muchas de estas diferencias gracias a varios programas nacionales de carácter redistributivo y generosas partidas de gasto público hacia los estados más pobres (el 43% del presupuesto estatal de Mississippi proviene de fondos federales, por ejemplo) pero la libertad de cada uno de los miembros de la federación para tomar decisiones es enorme.
En los últimos años la polarización política en Estados Unidos ha hecho que muchos de los estados más progresistas se hayan movido a la izquierda mientras que los más conservadores se ha ido aún más a la derecha, aumentando más si cabe la divergencia en muchas políticas públicas. De todos los temas que han entrado en la agenda durante las últimas dos décadas, ninguna ha sufrido mayor politización que el cambio climático, y eso ha creado un fascinante experimento donde podemos comparar los efectos de una política medioambiental agresiva de una región a otra.
Los estados más ecologistas son, como era de esperar, los bastiones demócratas en ambas costas: California, Oregón y Washington en el Pacífico, y Nueva York, Massachusetts, Connecticut, Rhode Island o Vermont en la costa este. Las estrategias para limitar emisiones de C02 y combatir el calentamiento global han sido variadas, y van desde un mercado regional de emisiones en el noreste (la Regional Greenhouse Gas Initiative, cariñosamente conocido como Reggie) a elaboradas regulaciones sobre eficiencia energética en vehículos y electrodomésticos en California.
Un californiano utiliza apenas un tercio del C02 que quema alguien en Texas o Nebraska, una diferencia descomunal fruto de las enormes diferencias en políticas públicas
Aunque los métodos son variados, estos estados han conseguido cumplir con sus objetivos de emisiones; Nueva York, California, Oregón y Massachusetts son los estados con menores emisiones por cápita de todo el país. Un californiano utiliza apenas un tercio del C02 que quema alguien en Texas o Nebraska, una diferencia descomunal fruto de las enormes diferencias en políticas públicas. Estas diferencias, además, no son el fruto de la suerte relativa de los californianos con sus inviernos suaves y amplio acceso a energía hidroeléctrica; Massachusetts o Nueva York no tienen ninguna de estas dos cosas, y su gasto energético es comparable.
La crítica tradicional a estas políticas medioambientales agresivas es que cuestan dinero y tienen un efecto negativo sobre el crecimiento económico. En teoría, visto el pesado corsé regulatorio e impositivo de los estados más verdes, la economía de estas regiones debería haberse resentido. En la práctica, esto no ha sido así, y entre los estados que más han hecho para proteger el medio ambiente se encuentran alguna de las economías más ricas y dinámicas del país. Massachusetts, California, Oregón o Washington son lugares con economías vibrantes, niveles de ingresos elevados y crecimiento firme; la regulación ambiental parece no haber sido obstáculo para generar crecimiento. Aunque en la lista de estados verdes hay alguna economía que lleva años estancada (Connecticut, sin ir más lejos, aunque sigue siendo uno de los estados más ricos del país), es difícil ver un patrón claro en los datos.
La lista de los estados más contaminantes arroja resultados parecidos. Podemos excluir a sitios como Wyoming, Dakota del Norte o West Virginia, que son muy contaminantes básicamente porque se dedican extraer combustibles fósiles. En la lista de estados contaminantes hay tanto economías deprimidas y pobres como Mississippi y Arkansas como sitios con crecimiento económico boyante como Texas o Utah. Todo parece indicar que el crecimiento económico no tiene mucho que ver con la lucha contra el cambio climático.
¿Por qué las regulaciones medioambientales parecen no influir en los niveles de crecimiento? El motivo principal, creo, es porque el capitalismo funciona, y las economías avanzadas son muy buenas adaptándose a cambios en la asignación de recursos existentes. Una regulación ambiental en el fondo no deja de ser un shock en la oferta de un bien o materia prima determinada. El petróleo, carbón, o electricidad pasa de costar diez a costar veinte, y si queremos seguir vendiendo tenemos que buscar una alternativa más barata. Resulta que el mercado, como mecanismo de asignación de recursos escasos, es extraordinariamente eficiente en redirigir a las empresas y consumidores hacia otras alternativas más baratas. Las regulaciones, lejos de provocar una escalada de costes y pérdida de competitividad, lo que hace es empujar a todos los actores a buscar alternativas rápidamente.
Combatir el calentamiento global no será fácil, sin duda, pero debemos quitarnos de encima esta idea de que será prohibitivamente caro
A efectos prácticos, esto quiere decir que las políticas para combatir el cambio climático son mucho menos costosas de lo que parecen a primera vista. Aparte del beneficio ya conocido de evitar la destrucción del planeta, los capitalistas de todo el mundo son increíblemente efectivos reasignando recursos para seguir produciendo sin interrupciones. Hacer que la electricidad producida con carbón sea más cara no hace que todo el mundo pague más por la electricidad, sino que atrae al mercado a miles de inversores intentando desesperadamente ofrecer el mismo producto a mejores precios sin quemar un gramo de combustibles fósiles.
La transición, por supuesto, no es completamente gratuita; los mineros del carbón y la gente que trabaja en centrales térmicas pagan un precio muy real por los cambios. Esto no quiere decir que debamos renunciar a aplicar estas políticas públicas; la respuesta correcta, en todo caso, es utilizar los réditos de la transición para compensar a los perdedores quizás ayudándoles a conseguir un trabajo en el sector “verde”.
Para la inmensa mayoría de votantes y consumidores (todos aquellos que no tenemos compañías petroleras o trabajamos en sectores ultracontaminantes), sin embargo, el cambio de una economía contaminante a una limpia es básicamente inapreciable. Aparte de pagar un poquito más en la factura de la luz (y sólo a corto plazo; las renovables hoy son más baratas que el carbón en Estados Unidos), los californianos son hoy más ricos que nunca, y lo hacen gastando menos energía hoy que en 1970.
Combatir el calentamiento global no será fácil, sin duda, pero debemos quitarnos de encima esta idea de que será prohibitivamente caro.
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