Nervios, muchos nervios. Desde que Pedro Sánchez decidió jugarse el todo por el todo en las elecciones del 10 de noviembre ya sabíamos que la sentencia del Tribunal Supremo sobre el denominado 'procés' iba a marcar en buena medida la campaña electoral... pero lo sucedido durante la primera semana tras el día D deja serias dudas sobre el efecto que los acontecimientos de Cataluña puedan tener en el ánimo de los electores, sobre todo porque apenas quedan 20 días para la votación.
En un principio, los asesores áulicos del presidente del Gobierno en funciones se las prometían muy felices. La escasez de afluencia en la última Diada y la clara división en las filas del soberanismo permitían augurar una reacción moderada a la sentencia. Sin embargo, todas las previsiones se han quedado cortas... y el pánico se ha instalado en el palacio de La Moncloa.
La estrategia por parte del Gobierno estaba clara a priori. Si se producían disturbios, había que minimizarlos y enmarcarlos en un estricto problema de "orden público". Por supuesto, eso incluía dar instrucciones a la Policía para que tuviera una actuación discreta ante las provocaciones, y lo único que había que hacer era esperar pacientemente a que la chavalería independentista se cansase y las aguas volvieran a su cauce poco a poco.
Sin embargo, después de una semana de disturbios la situación parece descontrolada. La ciudad de Barcelona está en manos de un grupo de energúmenos que campan a sus anchas, forman barricadas y prenden hogueras con total impunidad y retransmitido todo ello en directo a través de la televisión.
El Gobierno y sus estómagos agradecidos no paran de subrayar que se trata de los típicos disturbios que también se ven en otras grandes capitales. Y es verdad, pero sólo a medias. Hay dos grandes diferencias con lo que ocurre en otras latitudes. En primer lugar, en Barcelona los violentos cuentan con la aquiescencia de las autoridades políticas (ayuntamiento y comunidad autónoma), algo completamente inaudito. Y, en segundo lugar, la respuesta policial no tiene nada que ver con cómo se emplean los agentes antidisturbios en otros países de nuestro entorno (cualquiera puede ver en Youtube cómo se disuelven manifestaciones de este tipo en Francia o Alemania, por poner sólo dos ejemplos).
Un dispositivo insuficiente
Como desveló este periódico el pasado sábado, el Gobierno ha enviado a Cataluña un dispositivo policial cinco veces inferior al que se puso en marcha para el referéndum del 1 de octubre de 2017 y, además, buena parte de ese operativo, sobre todo la Guardia Civil, ni siquiera ha recibido la orden de actuar.
Tanta cautela tiene una explicación. La imagen de España en el mundo quedó muy deteriorada con las cargas policiales del referéndum... y el Gobierno tenía pavor a que se repitieran cosas parecidas en esta ocasión. Por eso ahora los efectivos han sido mucho menores, se ha dejado llevar la iniciativa a los Mossos y las actuaciones se han limitado al mínimo imprescindible.
España entera está viendo por televisión cómo una panda de niñatos quema contenedores en mitad de la calle sin que nadie actúe para impedirlo
Puede que esa estrategia de bajo perfil sea la más acertada para no inflamar los ánimos de los manifestantes, pero España entera está viendo cómo una panda de niñatos quema contenedores en mitad de la calle sin que nadie actúe para impedirlo... y es evidente que buena parte de la población se está dando cuenta de que el Gobierno, por mucho que se escude echándole la culpa a Quim Torra, no tiene la voluntad real de hacer algo para acabar con esta crisis. Su plan sólo consiste en que el paso del tiempo serene los ánimos.
La primera semana de disturbios se ha hecho eterna y, por si todo ello no fuera suficiente, encima Sánchez se ha encontrado con que a 10.000 kilómetros de distancia, en Santiago de Chile, su homólogo Sebastián Piñera le ha dejado retratado: bastó un sólo día de altercados en protesta por la subida del precio del billete de metro para que el Gobierno chileno declarase el viernes pasado el estado de emergencia y encargase al Ejército la gestión de la crisis.
El fantasma del 11-M
Por eso en La Moncloa empiezan a acordarse estos días del 11-M, cuando la desastrosa gestión del Gobierno tras los tristes atentados de Atocha provocó la derrota electoral del Partido Popular tres días más tarde. En aquella ocasión, el Ejecutivo fue penalizado por su descarado intento de sacar rédito electoral de lo sucedido.
Mirar para otro lado como el que oye llover puede que no sea suficiente para volver a ganar las elecciones
Vistos los precedentes, Sánchez sabía que no podía equivocarse esta vez con Cataluña, por eso eligió desde el principio la actitud más conservadora: firmeza en las formas, pero perfil bajo en el fondo. El problema es que todo eso estaba supeditado a un escenario de violencia de pocos días, y ahora existe el miedo a que la cosa se alargue más de lo previsto. Y mirar para otro lado como el que oye llover puede que no sea suficiente para volver a ganar las elecciones.
Los manuales de estrategia política coinciden en que, en tiempos de tribulación, las sociedades cierran filas con sus líderes y les premian en las urnas. Casos hay muchos en la historia, aunque quizás el más significativo fue el del 11-S, cuando George Bush logró agrandar su figura sobre las cenizas de las torres gemelas gracias a una hábil gestión de la masacre. La única excepción reciente a esa norma fue, precisamente, el 11-M español.
Por tanto, la crisis catalana ofrece a Sánchez una extraordinaria oportunidad para liderar la respuesta al desafío independentista y beneficiarse en las urnas. Sin embargo, en la primera semana de crisis su fracaso es más que evidente: sus mensajes han sonado huecos y no ha logrado la unidad con el resto de fuerzas políticas ni tampoco contener los ánimos de la calle.
Nadie sabe cómo va a terminar todo esto, pero una cosa sí está clara: cuanto más duren los altercados sin que la respuesta del Gobierno sea contundente, más riesgo correrá Sánchez el 10-N. Y eso en Moncloa lo saben perfectamente. Veremos.
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