En los albores del absolutismo, se preguntaba el joven Étienne de la Boétie cómo era posible que, ante la implacabilidad de un déspota, toda una sociedad pudiera permanecer sometida, sin reaccionar, cuando su poder numérico, su potencia política y física, resultaban tan rotundamente superiores respecto a este y la camarilla que le rodea.
Esa paradójica tensión entre la tendencia natural del individuo hacia la libertad y la habitual voluntad de las sociedades a subyugarse a un jefe, De la Boétie la resolvió de una forma original: toda servidumbre es voluntaria y radica en el consentimiento de los dominados. Casi cinco siglos después, el discurso del gran amigo de Montaigne cobra todavía más certeza.
La mayoría de los analistas que desean, por el bien de nuestro país, ver a Sánchez fracasar en su investidura, basan sus expectativas, o bien en que las exigencias del independentismo se tornen jurídicamente imposibles, o bien en que la presión popular se haga irrespirable incluso para alguien pertrecho de un tejido cutáneo tan acorazado contra la opinión pública como es el presidente en funciones.
Y, así, concretan sus esperanzas en una posible declaración de inconstitucionalidad de alguna de las exigencias de los enemigos de nuestro país o en las manifestaciones ciudadanas que el 8 de octubre se celebrarán en Barcelona y otras poblaciones de España.
No confío en estas dos hipótesis, por plausibles que sean. La declaración de inconstitucionalidad es algo que difícilmente tendría efectos a corto plazo, pero lo más importante es que resulta francamente improbable que se produzca, dada la politización del Tribunal Constitucional, actualmente decantado en beneficio de la izquierda.
Para salir voluntariamente de la situación de servidumbre en la que se encuentra España sería necesario que nos manifestásemos varios, no pocos, millones de personas
En relación con las expresiones populares de indignación, solo la literal inundación de las calles de toda España por parte de millones de personas podría hacer mella directa en alguien con el perfil psicológico de Pedro Sánchez. Muchos saldremos a la calle si fracasa la investidura de Feijóo, aunque solo sea por aprovechar las escasas posibilidades que nos quedan de mostrar indignación. Pero para salir voluntariamente de la situación de servidumbre en la que se encuentra España sería necesario que nos manifestásemos varios, no pocos, millones de personas. De no ser así, la medida no surtirá efecto, al menos de una forma directa.
La verdadera oportunidad para romper las cadenas que arrastran el futuro de España hacia el abismo no se encuentra, hoy, en el fracaso de la investidura de Sánchez, sino en el éxito de la de Feijóo. Y para eso, el estado de servidumbre que debe quebrar no es la de la sociedad, sino el del Parlamento español. Pues no hay institución más servil y lacaya del poder que las Cortes Generales, precisamente aquella destinada a garantizar las libertades ciudadanas.
El punto de inflexión para esa posible ruptura lo marcaron Felipe González y Alfonso Guerra en el Ateneo el pasado jueves. Con todo el felipismo presente, las dos mayores autoridades del socialismo desde la Transición no solo plantearon lo que todo aquel cuya economía no depende de Sánchez o no está envenenado por anacrónicos prejuicios de clase ha expresado estos días, sino que fueron más allá. Rompieron amarras, de la forma más radical que las circunstancias permitían, con el sanchismo. Y lo hicieron aludiendo a la tragedia que supondría conceder la amnistía al golpismo y la autodeterminación a Cataluña, mencionando el más grave de los pecados capitales que la Transición, la etapa dorada que ambos protagonizaron, cometió.
Alfonso Guerra lamentó que nuestro sistema electoral permita que el 1% de la población, enemigo de nuestro país, condicione nuestras vidas, yugule nuestras libertades, suprima la máxima socialista de la igualdad y malbarate el proyecto colectivo español. Dijo más: nuestro sistema electoral ha propiciado que el Parlamento haya dejado de cumplir con la función que la democracia y la Constitución le asignan: legislar y controlar al Gobierno.
Sobran razones para esperar de Feijóo que proponga a García-Page y a Lambán formar un gobierno de salvación nacional. Con una o dos vicepresidencias socialistas, siete carteras ministeriales y un programa de centro
Es tal la dependencia que tienen los diputados actuales de sus jefes que romper la disciplina de voto, aunque lo exija la más mínima dosis de moral política, lo prescriba la legalidad vigente y lo justifique la legitimidad de contar con el apoyo popular y de los propios votantes, se está convirtiendo en una misión casi imposible. Y, sin embargo, la servidumbre que arrastra el Congreso es absolutamente voluntaria.
Ese es el mensaje que destiló la pareja socialista en el Ateneo. Romper con el partido que uno ha creado, casi ex nihilo, para no cambiar de ideas, supone un trance "churchilliano" cuya altura está al alcance de pocos. Ni Guerra ni González podían ir más allá de lo que fueron. No hacía falta, la gravedad de sus palabras reverberó en la Docta Casa con una intensidad desconocida y con una emoción dramática. Porque a España, aunque cueste reconocerlo, solo la puede salvar de Pedro Sánchez el propio PSOE. Las dos personas más representativas del socialismo posfranquista dijeron, a quien quiso oírlo, que para rescatar al país y al propio partido del desastre hay que desalojar a Sánchez del poder. Y que eso solo puede gestarse en las propias entrañas del partido y materializarse en la única institución de nuestro sistema democrático capaz de hacerlo: el Parlamento, si recupera su esencia y rompe su servidumbre voluntaria respecto a la partidocracia. Emiliano García-Page y Javier Lambán estuvieron presentes en el acto. Y asintieron. Por mucho que hayan manifestado lo contrario, algo lógico porque una negociación de este tipo requiere total discreción, los dos barones socialistas pueden salvarnos si reciben una propuesta adecuada.
Recuperar la función del Parlamento
Sobran razones para esperar de Feijóo que proponga a García-Page y a Lambán formar un gobierno de salvación nacional. Con una o dos vicepresidencias socialistas, siete carteras ministeriales y un programa de centro, liberal-socialdemócrata, con el que acometer las grandes reformas estructurales y políticas que necesitamos. Empezando, lógicamente, por la reforma electoral para que, al hacer depender a los diputados de sus votantes, desaparezca el peligro del despotismo, como advirtió Montesquieu.
No nos dejemos llevar por prejuicios ideológicos. Recuperar la función del Parlamento parte de romper la servidumbre a la que está sometido voluntariamente. Interesada y voluntariamente. No hablamos a humo de pajas, este planteamiento lo avala todo el felipismo, sindicatos incluidos, la inmensa mayoría de la sociedad española, según las encuestas, y más de la mitad de los votantes socialistas.
Cuca Gamarra acaba de reconocer que todavía hay tiempo. Es el de Feijóo. Para la historia.
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