Cuando Juanma Moreno toque en breve la corneta y disuelva el Parlamento de Andalucía, empezará de nuevo el baile. Desde 2011 hasta la fecha, en España se han celebrado unos 36 procesos electorales, entre generales, autonómicas, municipales, forales, intraprovinciales y Parlamento Europeo. Más de tres elecciones por año. Este artículo también podría titularse “Érase un país atrapado en una urna”. Vivimos en una campaña perpetua y por lo general emponzoñada en los últimos años por una polarización insufrible. Una combinación letal, uno de los gravosos lastres que en mayor medida contribuyen a cronificar los problemas estructurales del país y a frenar su progreso.
En el caluroso junio andaluz se volverá a poner en marcha la máquina de picar carne, si es que alguna vez ha estado parada. Después vendrán las municipales y autonómicas de la próxima primavera. Ya no habrá respiro, ni apenas espacio para los grandes consensos que necesita España hasta después de las generales de 2023. Y hasta ese momento, veinte interminables meses a contar desde ahora, si no hay adelanto, lo más probable es que los españolitos tengamos que asistir al espectáculo banal, y por tanto inadmisible en estas circunstancias críticas, de la descalificación simplona del adversario como mejor método de persuasión electoral.
Descartada la victoria, Sánchez sueña con que Andalucía sea la segunda temporada del culebrón ‘PP-Vox, matrimonio de conveniencia’
Parece claro que el objetivo principal de Pedro Sánchez va a ser empujar a Núñez Feijóo a la derecha; y el de éste no perder la verticalidad. Andalucía será el primer asalto de una pugna que se prevé larga e intensa, y en el que ambos contendientes se juegan mucho más que una derrota parcial. Descartada la victoria, Sánchez sueña con que Andalucía sea la segunda temporada del culebrón “PP-Vox, matrimonio de conveniencia”. Una especie de Castilla y León 2, pero sin que el nuevo PP esté en disposición de echar mano, como prueba de descargo, de la herencia de Casado. Y es que las andaluzas pueden ser para Feijóo unas elecciones trampa. Puede ganar, pero sobre todo tiene mucho que perder.
Mi opinión, sin duda discutible, como todas, es que Feijóo no puede acceder a que en Andalucía se forme un gobierno PP-Vox, al modo castellano-leonés, si quiere ganar con cierta holgura las elecciones generales. Antes que eso, repetición de elecciones. Salvadas las distancias, Feijóo no debe caer en el “síndrome Rivera” y defraudar en Andalucía las expectativas que ha despertado. El éxito de Feijóo no es gobernar Andalucía, sino abrir una vía de escape en el frente de la polarización y conquistar espacios habitualmente ocupados por el PSOE. Y eso no pasa precisamente por encamarse con Santiago Abascal, que es el anhelo de los estrategas que elaboran en Moncloa los argumentarios para el presidente del Gobierno.
El éxito de Feijóo no es gobernar Andalucía, sino abrir una vía de escape en el frente de la polarización y conquistar espacios habitualmente ocupados por el PSOE
Más de uno debió quedarse ojiplático el pasado lunes cuando, en la entrevista con Susana Griso, le oyó decir a Sánchez que su apuesta es un gobierno de coalición “con lo que representa Yolanda Díaz”. ¡Qué estupidez! ¡Qué manera de estrecharse el campo de juego! No del todo. Ni tanta estupidez ni tanto estrechamiento. Se llama voto útil. Feijóo quiere ser el beneficiario de todo el voto que aspira, desde el centro a la derecha, a expulsar al sanchismo del poder; y el líder del PSOE a hacer lo propio en el centro-izquierda. Claro que para que esa operación le salga bien, Sánchez tiene que sacar a Feijóo de la centralidad y para eso necesita que Vox juegue un papel relevante en la ecuación.
Feijóo se la juega en Andalucía, y el modelo, eso parece obvio, no es Castilla y León. Pero tampoco conviene mirar para otro lado y negar la realidad. Vox existe, es un estado de cabreo, real, tangible, imposible de soslayar. Lo que hay que tener claro es cómo manejar ese estado de cabreo; cómo moderar a quienes, caso de Isabel Díaz Ayuso, corren el riesgo de sobrepasarse en el empeño, ahora sin duda contraproducente, de marcar en exceso perfil propio; cómo impedir que otros, compañeros o adversarios, condicionen, hasta desfigurarlo, un liderazgo que, hoy por hoy, parece la única expectativa razonable, y factible, de alternativa de gobierno.
La postdata: Elena Collado y el periodismo de trinchera
Manuel Cruz, catedrático de Filosofía que fuera por un tiempo breve presidente del Senado, escribía en El País que “la proliferación de diarios digitales o el enorme auge de las redes sociales han modificado de manera notable no solo el espacio sino también la calidad de la comunicación. El resultado de la articulación de ambas transformaciones -añadía- es que se ha desatado una descontrolada lucha por la vida en el espacio comunicacional”. Cierto. Descontrolada y perversa. Sobre todo por el daño que hace al periodismo y a los periodistas.
En estos días hemos tenido algún llamativo ejemplo de esa perversión. Ciertos colegas, de ciertos medios, han situado en la misma línea de fuego al presunto ladrón y a la víctima. Sin matices. Sin hacer el menor esfuerzo por situarse en el lugar de la aludida, en este caso la coordinadora general de Presupuestos y Recursos Humanos del Ayuntamiento de Madrid, Elena Collado, una servidora pública con una larga trayectoria de servicio cabal y eficaz que, en lo más duro de la pandemia, le robó horas al sueño para garantizar la provisión de mascarillas que se necesitaban en los servicios públicos, y de cuya buena fe, y de las urgencias del momento, se aprovecharon dos auténticos granujas que están siendo investigados.
Pero lo triste no es solo la falta de profesionalidad de quienes no han hecho el menor esfuerzo por contrastar hechos y sopesar el contexto. Lo más triste es la certeza de que si Collado trabajara en una institución gobernada por el PSOE los que la habrían acribillado habrían sido otros. Porque al descontrol que denuncia Cruz hay que añadir el agravamiento de otro de los tumores malignos que amenazan con derruir esta profesión: el aumento del sectarismo, de la prevalencia de las consignas partidarias frente a la verdad, del convencimiento de que no hay nada que hacer si no estás alineado y formas parte de una trinchera.
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