Son tiempos de nostalgia. De aniversarios. De recuerdos amables en torno a una época que parece mucho mejor de lo que fue.
Se han cumplido cuarenta años de la primera victoria del PSOE en democracia. Aquel PSOE de Felipe González, el PSOE bueno. Todo lo que ha venido después, todo lo que somos, comenzó a fraguarse en aquella victoria. “El partido que más se parece a España”, decían; hoy el partido tiene que parecerse a Euskadi, a Catalunya, a las Illes Balears o al País Valencià, porque aunque la verdad sea líquida, la frase en el fondo no mentía.
Si algo bueno tenía aquel PSOE, esto hay que reconocerlo, es que no era cursi. Vamos a dejar el país que no lo va a reconocer ni la madre que lo parió, prometía Alfonso Guerra en los mítines. Y a ello se pusieron en cuanto consiguieron la mayoría absoluta. Tras la victoria, Guerra anunció la muerte de Montesquieu. Hoy niega la autoría de aquella famosa declaración, pero los hechos siempre hablan más claro. Desde la reforma de 1985 el Poder Judicial es una extensión del Ejecutivo controlada por el Legislativo. Los partidos prometen una urgente e inmediata contrarreforma cuando están en la oposición. Luego llegan al poder y ahora no toca, sobre todo si toca una renovación al calor de la nueva mayoría. El PP tuvo dos absolutas desde el montesquieucidio y no hizo nada; Sánchez fue durante un tiempo un lector consumado de El espíritu de las leyes, del mismo modo que hoy se declara lector de Steiner y su elogio de la dificultad en las escuelas y promueve todo lo contrario. En la negociación simulada de estos días se apela a Europa, a la independencia judicial y a los mandatos de la Constitución, pero a España ya se la reconoce fácilmente, y sabemos que ni el espíritu de las leyes ni el de Montesquieu se levantarán esta noche de sus tumbas.
De aquel añorado Gobierno salió la organización parapolicial que decidió robar, secuestrar y asesinar para acabar con ETA. Fracasó en todos los aspectos
A pesar de la insistencia con la que se repite el mensaje, el PSOE actual no es una desviación de aquel camelotiano PSOE de González y Guerra, porque la única esencia del partido, lo único realmente inmutable, es su capacidad para adaptarse a lo peor que puede ofrecer cada generación de españoles. De aquel añorado Gobierno salió la organización parapolicial que decidió robar, secuestrar y asesinar para acabar con ETA. Fracasó en todos los aspectos, y si hubo condenas fue precisamente porque en el mecanismo para designar jueces en sintonía con la mayoría social había grietas, y porque el ideal de una prensa comprometida con la razón de Estado es muy difícil de alcanzar sin una clara y desacomplejada vocación totalitaria. No bastaba con cerrar emisoras, igual que no basta con exigir a los medios que declaren cuáles son sus simpatías políticas.
Solemos ver a Sánchez como una especie de Zapatero perfeccionado, pero en realidad a quien se parece es a los pragmáticos González y Guerra que hoy tanto se echan de menos. ZP fue una excepción en la historia reciente del partido. Una excepción necesaria, porque sin su fanatismo iluminado no habría sido tan fácil vender la idea de que España se hallaba de nuevo a las puertas de un golpe de Estado fascista, una de las claves de las victorias socialistas de los últimos años. La pureza sectaria de Zapatero habría podido tener continuidad con Eduardo Madina, pero salió susto. Sánchez es otra cosa, y nadie mejor que el primero de todos para reflejar la continuidad entre aquella España y la nuestra.
“En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”.
Son palabras que González pronunció hace unos días en un acto del partido para conmemorar, precisamente, los “40 años de democracia y progreso”. Es una escena para verla un par de veces, y para recordarla algunas semanas después. “En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Nada sobra en esa frase, que parece leída de un bloque de mármol. Nada sobra y nada es falso. Una obviedad tan clara sólo podría molestar a quienes han hecho de la sobreactuación y de la simulación un modo de vida.
No hay en política verdad objetiva, anormalidades democráticas ni dimisiones inevitables. No hay pactos imposibles, escándalos definitivos ni líneas rojas
Se suele pensar que los sofistas y los políticos que no se rigen por elevados estándares morales son el gran mal de las democracias, pero no es así. Los sofistas no han dejado de señalarse con el dedo durante más de 2.000 años, mientras los analistas seguían mirando a la luna. Sánchez, González y Tezanos no sólo forman parte de la realidad, sino que la transforman con éxito, porque saben cómo funcionan las cosas. Otros saben cómo deberían ser las cosas, pero nunca han entendido ni la política, ni la naturaleza humana ni un hecho fundamental en el mundo: la realidad es lo que es, no lo que debería ser.
No hace falta haber leído a Spinoza para saber que González tiene razón. No hay en política verdad objetiva, anormalidades democráticas ni dimisiones inevitables. No hay pactos imposibles, escándalos definitivos ni líneas rojas. Y desde luego no hay en este PSOE actual algo esencialmente distinto a aquel PSOE de la Transición.
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