En noviembre de 1975 quien esto escribe era un niño que aún recuerda cómo en conversaciones familiares de salón frente a nuestro primer televisor en blanco y negro -flamenca encima sobre tapete de ganchillo, tal que un bodegón de Gutíerrez Solana-, mis mayores y sus amistades apodaban por lo bajini Juan Carlos I el Breve a aquel joven y desconocido Juan Carlos I recién nombrado Rey a la muerte de Francisco Franco.
Daba igual la casa, daba igual roja que azul, diría Albert Rivera, que la izquierda y la derecha carpetovetónicas que las habitaban, taaaaan miedosas del daño que habían sido capaces de infligirse unas a otras cuarenta años antes lograron ponerse de acuerdo sin dialogar en que “aquello” (sic) innombrable no podía volver a repetirse... Con Juan Carlos I el Breve o sin él, ya veríamos.
Una España devastada por la guerra cuarenta años antes, tratada por Franco como menor de edad los cuarenta siguientes, se hallaba de nuevo sumida en terreno desconocido y otra vez a merced de sus demonios. Vivían aún, en muchos pueblos puerta con puerta, quienes habían sido protagonistas de uno de los conflictos civiles más cruentos conocidos por la Humanidad, casi un millón de muertos a sus espaldas; de hecho, los últimos fusilados acababan de serlo apenas dos meses antes del fallecimiento.
Tanto empeño de Franco por dejar todo “atado y bien atado” en Juan Carlos I debilitó a éste, le confirió un aroma a interinidad mayor del que desprendía la propia situación, porque ni los legitimistas lo veían suyo... algo que deberían pensar Pablo Iglesias y los republicanos manteadores de Felipe VI porque él no tiene ese problema que sufrió su padre
El dictador, ya decrépito, había designado a Juan Carlos I el Breve sucesor suyo “a título de Rey” en 1969, tan solo seis años antes. Fue un truco leguleyo para obviar que la enésima restauración en la historia reciente de España, en términos de legitimidad monárquica, debería haber sido su padre y abuelo del actual monarca, Juan de Borbón, pero Franco no estaba dispuesto por desavenencias con Don Juan; le veía más proclive a la restauración de la democracia que a su hijo.
Paradójicamente, ese empeño por dejarlo todo “atado y bien atado” en la figura de Juan Carlos I debilitó a éste, le confirió en sus inicios un aroma a interinidad mayor aún del que desprendía la propia situación política del país, porque ni siquiera los legitimistas monárquicos lo consideraban suyo... algo que deberían repensar hoy Pablo Iglesias y demás manteadores de Felipe VI El Breve porque él no tiene aquel problema de su padre y mucho me temo, para desesperación republicana, que su hija Leonor tampoco lo tendrá dentro de unas décadas.
Caramelos envenenados
Juan Carlos el Breve se dio cuenta enseguida de que la aparente fortaleza heredada de Franco, una España gobernada cual si fuera un cuartel, escondía una enorme debilidad: la falta de legitimidad democrática, no ya de una monarquía parlamentaria digna de tal nombre -y que permitía tanta prosperidad a británicos, holandeses. Belgas o nórdicos-, del sistema que acababa de nacer en sí. Nadie sabía qué diablos era aquello.
Así que, bien aconsejado por figuras clave como fueron Torcuato Fernández Miranda y el propio Adolfo Suárez, a quien luego confiaría el Gobierno de La Transición, el padre del hoy Rey Felipe desoyó al búnker franquista y tomó conciencia enseguida de que esa pesada herencia, como lsu oscura fortuna a la que renunciaría décadas después su hijo, representaba un caramelo envenenado del que debía deshacerse cuanto antes.
Felipe VI El Breve -que sigue habiendo mucho bocachancla hoy en España- supo al minuto uno que El Campechano, con sus Corinas y fraudes a Hacienda, amenazaba su reinado, lo mismo que Juan Carlos El Breve I intuyó cuarenta años antes que el poder absoluto que acababa de heredar de Franco en absoluto podía seguir siendo suyo si quería sobrevivir al nuevo tiempo.
Felipe VI El Breve -sigue habiendo mucho bocachancla hoy a izquierda y derecha en España- supo al minuto uno que El Campechano, con sus Corinas y fraudes a Hacienda, amenazaba su reinado, igual que Juan Carlos el Breve I intuyó cuarenta años antes que el poder absoluto que acababa de heredar de Franco en absoluto podía seguir siendo suyo si quería sobrevivir al nuevo tiempo.
Por eso, no tardó en convocar elecciones libres para elegir unas Cortes Constituyentes (1977) -Partido Comunista (PCE) incluido después de una legalización aprisa y corriendo- que elaborarían la Constitución de 1978 hoy vigente para tranquilidad de todos y para la suya propia; que el invento le permitió permanecer en la jefatura del Estado cuatro largas décadas; más que Franco, como recordaba muy acertadamente el viejo líder comunista Santiago Carrillo comiéndose su diagnóstico de brevedad.
Casi medio siglo contempla la Carta Magna más longeva que ha conocido España, un país que en los 150 años anteriores sobrevivió los últimos a un Rey felón, Fernando VII, al ¡vivan las caenas!, a tres guerras carlistas por la sucesión al trono, a tantas constituciones como gobiernos subían y bajaban, empezando por la gloriosa de Cádiz (1812), a una restauración monárquica y a dos repúblicas fallidas, la última de las cuales acabó en la Guerra Civil.
La Constitución de 1978 fue el gran acierto de aquel Juan Carlos el Breve, probablemente el único que los españoles estamos hoy dispuestos a reconocerle. Un verdadero seguro de vida para su hijo porque, en su carácter irreformable fuera del consenso básico de rojos y azules reside la clave para que el reinado de Felipe VI sea tan breve como el de su padre… casi 39 años
La Constitución de 1978, fue el gran acierto de Juan Carlos El Breve, probablemente el único que los españoles estamos hoy dispuestos a reconocerle. Un verdadero seguro de vida para su hijo porque, en su carácter irreformable fuera del consenso básico de rojos y azules, que diría el hoy casi olvidado Albert Rivera, reside la clave para que el reinado de Felipe VI sea tan breve como el de su padre… casi 39 años.
Esta semana celebramos los diez primeros de un reinado muy diferente al de Campechano, el de un tipo que se antoja frío, incluso distante, pero que cumple su papel sin alharacas; probablemente porque la España que le ha tocado reinar es muy diferente de la de su padre, pero también porque todos cuantos se declaran republicanos (los de verdad y los de boquilla), y los monárquicos, estamos curados de espanto.
Somos más libres que aquellos seres queridos míos que hablaban temerosos frente a una Telefunken en blanco y negro, incluso para despotricar contra quien simboliza la continuidad de la mejor etapa de la historia de España, en términos económicos, sociales, de libertades y convivencia, que empezó aquel lúgubre 1975.
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