Fue la variante cortés del "Por qué no te callas" de su padre a Chávez. Como no tenía voz, el Rey se quedó sentado mientras Gustavo Petro culminaba su performance con la espada del 'Libertador'. Fuera de guion, ya está dicho. Fuera de protocolo. Un recurso improvisado. Alguno de sus predecesores en la presidencia optaron por no asistir al relevo colombiano dado su desprecio frontal hacia el investido. La Corona española, siempre presente en estos fastos iberoamericanos, allí estuvo. Felipe VI, como en otras ocasiones don Juan Carlos, se ha tragado todo tipo de sapos y culebras en estas conmemoraciones trasatlánticas. En especial desde que el castro-chavismo se ha impuesto en tantas repúblicas de la región.
El Rey optó por no salirse de lo señalado, es decir, por permanecer cortésmente sentado sin corear los aplausos al 'Libertador' genocida (no estaba en los papeles) y sin adherirse al guiño camuflado al sanguinario M-19
Don Felipe no se levantó de su asiento porque la espada en cuestión no es el símbolo de Colombia. Más bien, lo es del grupo terrorista del M-19 que robó el acero hace medio siglo del museo Bolívar de Bogotá, donde reposaba, y luego de un proceloso recorrido por selvas y ciudades, al estilo del cadáver de Evita, desembocó en las manos de Fidel Castro, oh casualidad, quien finalmente se la entregó al líder del 'Eme' (así se conocía a la banda pistolera) y, este, a su vez, la regresó al entonces presidente César Gaviria. Petro, un pijoprogre, hijo de la acomodada burguesía colombiana, que estudió ingeniería en diversas universidades privadas y se desempeñó también como insurgente con ese grupo terrorista, quiso que la espada se erigiera en protagonista de su asunción. Iván Duque, el jefe del Estado saliente, no se prestó al numerito, vetó el traslado de la fatigada arma hasta el lugar de la ceremonia y abandonó la zona. La primera orden de Petro, ya con la banda tricolor en el pecho, fue convocar a la espada al escenario, en un gesto que se quería épico y derivó en esperpento.
Don Felipe, ajeno al entramado de este vodevil caribeño, se encontró en medio de una pelea de gallos con el murmullo del río Magdalena como telón de fondo, un tironeo ostensible entre el saliente y el entrante, un cambio de guion sobrevenido, un espadón que no estaba invitado y una confusión más propia de un enfebrecido pasaje de la cándida Eréndida que de un acto de solemne severidad. Cuando el metal hizo finalmente su entrada en la plaza, a hombros de cuatro porteadores con uniforme de opereta, el Rey optó por no salirse de lo señalado, es decir, por permanecer cortésmente en su incómoda silla sin sumarse al absurdo pulso entre Duque y Petro, sin corear los aplausos al genocida 'Libertador' (no estaba en los papeles) y sin adherirse al guiño camuflado al sanguinario M-19. Es decir, repudió discretamente el teatrillo bolivariano y defendió la dignidad de la Institución que tan ejemplarmente representa.
Los morados han sacado de nuevo a pasear por sus pestíferas redes la guillotina, la mazmorra, el exilio, la violación y toda esa suerte de afrentas que, llegado el caso, dedican a la Familia Real
Tal actitud apenas llamó la atención en los medios colombianos, ansiosos por disfrutar del cambio político que Petro les ha prometido. Un horizonte parecido a lo que se padece en Venezuela y Cuba, veremos si en Chile y pronto, de vuelta en Brasil. Otro alto dignatario no se levantó tampoco: Alberto Fernández, presidente de Argentina, que roncaba a pierna suelta durante la liturgia del espadín. El ruido, en verdad, lo han montado por aquí los traviesos chicos de Podemos, inspiradores del odio hacia lo español por aquel Hemisferio y airados agitadores de todo tipo de agresiones, insultos y ultrajes a cuanto la Monarquía representa. Los morados han sacado a pasear por sus pestíferas redes la guillotina, la mazmorra, el exilio, la violación y toda esa suerte de afrentas que, ocasionalmente, dedican a la Familia Real. Jamás leyeron a Bartolomé de las Casas. Ni siquiera a sor Juana Inés de la Cruz para comprender la aportación hispánica a aquel continente. Alguno, quizás, se extravió en Cortázar a quien tomó por un cuentista francés. Su bagaje de ignorancia es tan considerable como extenso. Quizás universal.
El problema no estriba en que estos seres desquiciados, tan inútiles como inservibles, se desfoguen practicando tales ejercicios de impotencia contra la Monarquía. La cuestión estriba en que estos tipos haraganean en el Gobierno, con la complacencia plena de Pedro Sánchez, quien los ha depositado ahí y les ha obsequiado cinco sillones para que pergeñen leyes delirantes y engrosen sus bolsillos con elefantiásicos presupuestos.
En su largo rosario de desaires a la Institución, ha manoseado la faz menos presentable de don Juan Carlos, ha arrinconado a Felipe VI, le ha jibarizado la agenda, retorcido discursos, vetado desplazamientos, obviado defenderle de los ataques de sus socios
Sánchez descree de la Corona. La considera un estorbo, le provoca una reacción de rechazo más psicológica que política. Su obsesión desborda los límites del patetismo y se sumerge en los de la neurosis. En su largo rosario de afrentas a la Institución ha agitado sin pausa la faz menos presentable de don Juan Carlos, ha arrinconado a Felipe VI, le ha jibarizado la agenda, retorcido discursos, vetado desplazamientos, eclipsado presencias, ha evitado defenderle de los ataques de sus socios, los golpistas catalanes y los amigos del terror y hasta ha sonreído ante episodios tan despreciables como vetar la presencia del Jefe del Estado y de la Heredera en una determinada región de España.
Hay días en los que, al levantarse, el Rey quizás dude si preferiría lidiar con el tenebroso Petro de allá antes que con el turbio Pedro de acá.
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