Opinión

Felipe VI y la herencia envenenada

El problema sigue siendo la multimillonaria fortuna de su padre, por más que haya renunciado ¿Tolerará el jefe de un Estado defraudado que hermanas y sobrinos se lo repartan sin más? ¿Forzará una regularización?

Felipe VI nos plantea un, digámoslo así, ejercicio de incipiente transparencia fiscal con el fin de recuperar la confianza en una Monarquía muy deteriorada por el triste final del reinado de Juan Carlos I: el actual inquilino del Palacio de La Zarzuela ha comunicado al Pueblo español que en veinte años ha acumulado un patrimonio de 2,57 millones de euros, y que quiere que el Tribunal de Cuentas fiscalice la Casa del Rey. Bien, entra dentro de lo esperado dada la enorme crisis de la institución; solo faltaba… aunque me temo que a estas alturas se antoja insuficiente para taponar la hemorragia de afecto provocada por su padre.

Nadie duda de la limpieza de unos ahorros cuyo origen es el sueldo consignado año a año en cada presupuesto general del Estado, solo hay que tomarse la molestia de sumar, toda vez que gastos generales de la Familia Real, palacios, seguridad, viajes y protocolo corren a cuenta de ese mismo presupuesto -como ocurre en cualquier país, monarquía o república, dicho sea para los más suspicaces-.

Pero a Felipe VI le convendría no engañarse, el desgaste al que va a tener que hacer frente en los próximos años no radica en el origen de esa calderilla, permítanme la licencia en unos tiempos de miseria creciente por los que atraviesa España; radica en los 1.700 millones de euros en dinero negro presuntamente amasados por Juan Carlos I, una fortuna ilícita todavía en el extranjero y opaca para esa Administración empeñada durante décadas en demostrar, contra su eslogan, que Hacienda no somos todos.

El problema del monarca es que, a ojos de muchos españoles, la sola renuncia como heredero a ese dinero ilícito no basta, tiene la obligación de legalizarlo, pese a quien pese en el resto de lo que un día fue la Familia Real, su familia

Semejante deslealtad fue durante años un secreto a voces dentro y, sobre todo, fuera de una España oficial que decidió no hablar del asunto en aras de la consolidación de una democracia débil; hasta que el hijo se encargó de confirmárnoslo el 15 de marzo de 2020 -recién encerrados en casa por la pandemia y con horas y horas para rumiar cómo habíamos sido estafados en nuestra confianza y afecto-, emitiendo un sorprendente comunicado acusatorio contra su propio padre.

Lo hizo después de varios días de informaciones del diario británico The Telegraph, según las cuales un año antes había descubierto -e informado al Gobierno- de que él mismo era beneficiario de cien millones de euros procedentes de Arabia Saudí. Felipe VI comunicaba casi seis años después de acceder al trono, su renuncia a cualquier herencia, “así como a cualquier activo, inversión o estructura financiera cuyo origen, características o finalidad puedan no estar en consonancia con la legalidad o con los criterios de rectitud e integridad que rigen su actividad institucional y privada y que deben informar la actividad de la Corona” (sic)… Blanco y en botella, el actual Rey estaba dando carta de naturaleza a los 1.700 millones de los que ya venía informando la prensa internacional años atrás y sobre los cuales la prensa de aquí corría/corríamos un tupido velo.

El problema del actual monarca es que, a ojos de muchos españoles, la sola renuncia como heredero a ese dinero ilícito no basta, tiene la obligación de legalizarlo, pese a quien pese en lo que un día fue la Familia Real, su madre, hermanas, sobrinos, por más que ha haya reducido al máximo hoy día estableciendo años ha un cordón sanitario en torno a él, a la Reina Letizia, a la Princesa Leonor y a la Infanta Sofía.

¿Cuando Juan Carlos I fallezca, y el Rey, su madre la Reina Sofía, y sus dos hermanas, las infantas Elena y Cristina, sean llamados a firmar lo que se llama Declaración de herederos, se limitará a renunciar Felipe VI o va a exigir como jefe del Estado la regularización ante Hacienda de todo ese patrimonio en B?

Felipe VI, le guste o no, antes que hijo y hermano es jefe de Estado de un país que las está pasando canutas por la pandemia y la guerra de Ucrania, cuyo fisco resultó presuntamente estafado durante cuarenta años por quien menos cabía, su primer ciudadano, su padre. Nobleza obliga y cabe preguntarnos: Cuando Juan Carlos I fallezca, y él, la Reina Sofía, y sus dos hermanas, las infantas Elena y Cristina, sean llamados ante notario para firmar lo que se denomina Declaración de herederos, ¿Felipe VI se limitará a firmar la renuncia o va a exigir la regularización ante Hacienda de todo ese patrimonio en B?

¿Va a arriesgarse Felipe VI a que, día sí día también, los comentarios en los medios nacionales e internacionales giren en torno al origen de la financiación del outfit de esa influencer de moda que se llama Victoria Federica, su sobrina, de quien costea los estudios de Froilán y otros sobrinos en el extranjero, o de dónde sale el dinero para costear en la cara Suiza la vida de la otra rama de la familia, los muchos Urdangarin, ahora ya sin el ex jugador de balonmano en sus filas?

A la espera de respuesta que dé a esas preguntas y, de momento, enterrada ya tanta campechanía paterna que derivó en lo que derivó, bienvenido sea en las cuentas un poco del rigor germano de su madre, la Reina Sofía, a ver si así, vía hechos, el actual inquilino de La Zarzuela consigue que España se haga felipista como antes se hizo juancarlista; porque de eso va esta historia, de la adhesión emocional como única forma que tiene este viejo pueblo de hidalgos y cabreros indómitos de relacionarse con una institución asociada al lujo y al boato, a la cual siempre va a mirar de reojo por más ejercicios de transparencia que practique.

En este sentido, acertará Felipe VI si recuerda que España no siempre fue juancarlista, aunque en algún momento de nuestra reciente historia lo pareciera. Desde la muerte del dictador Francisco Franco hasta el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, su padre era conocido a izquierda y derecha (extremas) como Juanito el breve. Así le apodó -bien que se arrepintió luego- el dirigente comunista Santiago Carrillo a su vuelta del exilio. Hasta el golpe de Estado, Juan Carlos fue el “mal menor”, y desde entonces y hasta que tres décadas después se fue a Botswana con Corinna -por abreviar tanto despropósito- disfruto de la condición “bien mayor”… Eso mismo es lo que tiene pendiente su hijo y solo lo conseguirá con decisiones ejemplares que no pasan solo por comunicarnos lo obvio.

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