Había en la liturgia algo de Nochebuena, si no fuera porque nadie está para fiestas. Esperaba ante el televisor la España que sufre los rigores de un bicho que el Gobierno no se tomó en serio hasta hace media hora, los hipocondriacos que ven el coronavirus escondido en cualquier gesto cotidiano, los iracundos que piden explicaciones a la tribu de Pedro Sánchez, y la España de los balcones, que sale puntual a romperse las manos a aplaudir sepa o no por qué demonios aplaude. Hablaba el Rey de España.
Había expectación, qué duda puede caber. Porque paralelo al virus biológico que todos sufrimos, la Casa Real arrastra su propio virus, el de la sospecha. Éste bastante más antiguo, por cierto. Ya se había advertido que el Rey no iba a mencionar la abrupta ruptura hijo-padre en el seno de la Casa Real tras las últimas revelaciones sobre los manejos del emérito Juan Carlos con dinero francamente sospechoso. Pero, con todo, a pesar de la mutilación temática de una cuestión insoslayable, había que congregarse ante el televisor para ver si España volvía a encontrar en Felipe VI a un líder en tiempos sin mayor rumbo que el cortoplacismo de los políticos que nos trajeron hasta aquí.
Había dos Felipes posibles. El del último discurso real, allá por Navidades -qué lejos queda todo ahora-, que destiló un inconfundible aroma monclovita, entre lo flowerpower y el hombre blandengue, con un tono más de Manuela Carmena de que de un Rey de España. O, por el contrario, el del 3 de Octubre de 2017, el del formidable golpe en la mesa tras el referéndum chapuza en Cataluña y a causa de la inacción de aquel Gobierno sobrepasado de Rajoy que todavía resuena y escuece en los oídos nacionalistas más palurdos.
El discurso de este miércoles, que difícilmente hará historia, se quedó a medio camino. Sí, habló más un hombre bienintencionado que un líder. Un Rey intentando ser cercano. Porque hubo respeto, apoyo, reconocimiento y un intento de empatía. Y grandes palabras: "Hay momentos en la Historia de los pueblos en los que la realidad nos pone a prueba de una manera difícil, dolorosa y a veces extrema", dijo.
Hubo palabras calurosas, de consuelo, de un Monarca consciente de que el país sufre un estrés social y económico sin precedentes. Fue un mensaje de amigo más que una arenga a las masas. Unas palabras al oído más que una proclama vociferante. Un hombro en el que posarse, quizás, para quien aun crea en reyes y princesas. Pero no hubo nada más. Las palabras bonitas de poco sirven cuando los sentimientos están tan a flor de piel. Quienes dirigen el barco han llegado tarde, tratan de achicar agua mientras cuentan los muertos -y tapan sus rostros- y nos piden la responsabilidad que ellos, hace una semana, nunca tuvieron. Demasiado dolor para ser curado con un discurso bien construido.
Por eso, y porque no habló de lo que no debió obviar "porque no tocaba", la sensación del discurso real fue que estábamos ante un ramillete de palabras gastadas. Que ya todos sabíamos. Que ya habíamos escuchado antes.
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