Opinión

FLORA Y FAUNA – 192

Félix Bolaños y la versatilidad del correcaminos

Félix Bolaños García nació en Madrid el 17 de diciembre de 1975, menos de un mes después de la muerte del dictador Franco. Es el único hijo que tuvieron el empresario Félix Bolaños (padre) y su esposa, Isabel García. Ambos proceden de Villafranca de los Caballeros, en la provincia de Toledo y fueron, como muchos cientos de miles de españoles de los años 60, emigrantes. Se conocieron en Alemania, en Munich, donde ambos trabajaban en una fábrica. Un día u otro decidieron regresar a Madrid y montaron una tienda de plantas, pequeños animales y piensos. Eso fue en 1973. Dos años después llegó el pequeño Félix. La familia vivía en el nada lujoso barrio de Campamento.

Allí empezó Félix a estudiar, en el colegio público Hermanos Pinzón. Luego, en el bachillerato, se pasó al instituto Lope de Vega, ya en el centro, en la calle de San Bernardo. El chico salió, ante todo, listo. Muy listo. Un poquito cabezón, más bajo que alto, con un punto de repipi que no le ha abandonado nunca, pero desde luego muy inteligente. Cuando tuvo que ponerse gafas adquirió una indisimulable semejanza con el personaje del Pitufo filósofo que también mantiene desde entonces. Era el típico compañero de clase que soluciona la vida a los más vagos, porque tomaba unos apuntes espléndidos, clarísimos, ordenados con esquemas y llaves, y jamás tuvo problemas en prestárselos a los demás. Era, pues, buen compañero. Y servicial. Y muy trabajador. Eso le granjeó gratitudes y afectos que duran hasta hoy, como constata el periodista Diego Rodríguez Veiga.

Cuando llegó el momento de elegir carrera universitaria (principios de los años 90) se sintió tentado por las Ciencias Políticas, pero –persona sensata– acabó matriculándose en Derecho en la Universidad Complutense. Le fue estupendamente. Aquel pitagorín concluyó dos cursos de posgrado con el número uno. Por entonces desarrolló la que quizá sea una de sus características más singulares: la velocidad, que es otra manera de definir a su asombrosa capacidad de trabajo. Bolaños es capaz de estar, al menos aparentemente, en tres o cuatro sitios a la vez, haciendo cosas distintas. Es como una exhalación este hombre, que no pierde un minuto.

Su trayectoria universitaria fue tan llamativa que puede decirse que, al acabar la carrera, le estaban esperando en la puerta. Su primer trabajo fue nada menos que en el departamento laboral del bufete de abogados Uría y Menéndez, de raíces asturianas, uno de los más importantes de España, que cuenta con más de 600 abogados y tiene oficinas en medio mundo. Eso fue en 2001: Bolaños tenía entonces 25 años.

Pero ya hemos dicho que es un hombre rápido. Quizá por los contactos de sus jefes (Rodrigo Uría y el exministro de Educación Aurelio Menéndez) con el Banco de España, o quizá no, Félix Bolaños no duró mucho en un trabajo que cualquiera trataría de conservar hasta su jubilación. Apenas cuatro años después ingresaba precisamente en el Banco de España como letrado asesor: ganó la única plaza que se convocó. Y rápidamente, siempre rápidamente, llegó a jefe de división de Asesoría Jurídica Laboral y Documentación Jurídica del Banco. El chaval que muy poco tiempo antes andaba por ahí repartiendo pizzas y ejerciendo ocasionalmente profesiones de altísimo riesgo personal (árbitro de fútbol) para tener algo de dinero mientras estudiaba, ya no se volvería a quitar la chaqueta y la corbata. Tenía, como quien dice, la vida resuelta.

Pero alguien dotado de semejante capacidad de trabajo no se está quieto jamás. Siempre le interesó la política, pero no se afilió al PSOE hasta 2003, a resultas del ataque de indignación que le entró después del célebre “tamayazo”: un caso de transfuguismo y corrupción que birló a los socialistas la presidencia de la Comunidad de Madrid y acabó dándosela, bien es cierto que con elecciones de por medio, a Esperanza Aguirre. Eso encorajinó a Bolaños. El ilustre y respetado abogado de la firma Uría y Menéndez dedicaba su tiempo libre, casi siempre los fines de semana, a asesorar (gratis) a los compañeros del partido, sobre todo en asuntos laborales; a aconsejar en problemas legales a los inmigrantes, a ayudar a montar la infraestructura de los mítines, a repartir panfletos y a lo que le mandasen. No paraba quieto. Siguió haciéndolo cuando ya era jefazo en el Banco de España. Y le daba tiempo a dar clase en el Instituto de Empresa. Este hombre ¿cuándo dormía?

A un personaje así, que para cualquier sitio que mires allí está él, no se le puede desaprovechar. Su carrera en el PSOE fue tan rápida como todo lo demás. Afiliado en 2003, en 2008 ya estaba en el comité regional del PSOE de Madrid, que no es precisamente un grupo pequeño y que tiene bien ganada fama de nido de cocodrilos. Pero ha desarrollado este hombre algo que tienen pocos: generar en los demás la sensación de que, si no está él, esto (lo que sea) no funciona. Produce una percepción de indispensabilidad. Solo faltaba un milagro.

Este llegó en 2014, en las fiestas del barrio de Aluche, en Madrid. Cuenta deliciosamente Diego Rodríguez Veiga cómo el ilustrísimo, eminentísimo y reverendísimo jefe de la división de la Asesoría de Esto y de lo Otro del Banco de España andaba por allí montando la caseta del PSOE, preparando bocadillos y sirviendo cocacolas, cuando un tipo alto y espigado, más o menos de su edad, se acercó a saludar. No todos le conocían, así que se presentó: “Hola, compañeros, me llamo Pedro y soy diputado”. Félix se le quedó mirando sin darse cuenta de que se acababa de producir un encuentro trascendental para el futuro del PSOE y de la misma España durante los años siguientes. Es cierto que Pedro (Sánchez) no le dijo a Félix aquello de “sígueme y yo te haré pescador de hombres”, como le dijo Cristo a otro Pedro mucho tiempo atrás, pero el efecto fue aproximadamente el mismo. Le convenció.

Pedro Sánchez, ya en 2014, estaba terminando de madurar la idea de presentarse a la secretaría general del partido. Félix hizo con aquel tipo tan sonriente lo que hacía con todo el mundo: le ofreció ayuda en todas las pejigueras legales y jurídicas que se pudiera encontrar. Pero Sánchez, que en aquel momento no estaba en situación de rechazar ningún tipo de ayuda porque se proponía escalar la escarpada pared de la secretaría general sin cuerdas, sin oxígeno, sin clavijas y sin piolet, tomó nota: acababa de dar con una de las poquísimas personas en las que confiaría casi completamente.

Poco después, aquel mismo año, Sánchez batió a Madina y a Pérez Tapias, fue elegido secretario general del PSOE (el congreso extraordinario de julio de 2014) y Bolaños estaba allí. De inmediato ocupó la secretaría de la Comisión Federal de Ética y Garantías. Luego le encomendaron algo tan apasionante como dirigir el grupo que había de encargarse de elaborar un reglamento para, más adelante, “desarrollar” los estatutos del partido. Después le hicieron secretario de la Fundación Pablo Iglesias. Incluso el velocísimo e incansable Bolaños andaba con la lengua fuera, porque por entonces continuaba con su trabajo de “cardenal primado” en el Banco de España. Pero Sánchez ya sabía que aquel tipo era virtualmente imprescindible para lo que quería hacer.

El Diccionario de la Real Academia no recoge, bajo la voz “fontanero”, ninguna referencia que no trate de tubos, cañerías y agua. Pero todos sabemos que, en política, un fontanero es el que hace que las cosas funcionen, en que se encarga del trabajo más oscuro y más necesario, el que casi nunca se ve. Para ser un buen fontanero hacen falta algunas cualidades: una gran capacidad negociadora, rapidez a la hora de tomar decisiones, eficiencia, obediencia prácticamente ciega y… pocos escrúpulos de conciencia. Para Sánchez, ese era Bolaños.

Cuando, en 2018, el PNV “dijo que sí” y se avino secretamente a apoyar la moción de censura que Sánchez quería presentar contra Rajoy (la idea había sido “sugerida” por Iván Redondo, dicen las malas lenguas), había que hacer un trabajo dificilísimo: montar un gobierno a toda velocidad con los de Podemos, cuyo ego no cabía por el estrecho de Gibraltar. Fue el hiperactivo Bolaños quien lo consiguió. Esa fue la primera “misión imposible” de aquel hombre que por aquellos días andaba corriendo de un sitio a otro (como siempre) con aspecto bastante desmejorado. La moción triunfó, Sánchez fue investido presidente, Rajoy se exilió en los cómodos arenales del Registro de la Propiedad de Santa Pola y Bolaños fue creado y consagrado secretario general de la Presidencia del Gobierno, a las órdenes del jefe de Gabinete, Iván Redondo. Ahí fue cuando llegó a la Moncloa y… tuvo que dejar el Banco de España. Hoy es letrado en excedencia de la institución. Porque nunca se sabe…

Bolaños se convirtió en el Tom Cruise del gobierno, el que se encargaba de las cosas más difíciles, virtualmente imposibles. Le hicieron vocal de Patrimonio Nacional. Quizá en virtud de ese puesto Sánchez le encargó el “marronazo” de sacar el cadáver de Franco del entonces llamado Valle de los Caídos: tuvo que negociar con la áspera familia, con los abogados de la áspera familia, con los no menos ásperos monjes benedictinos; tuvo que ocuparse personalmente de todos y cada uno de los ásperos mil detalles del acto (como buen fontanero), y aquello se consiguió sin más estrépito del estrictamente necesario en octubre de 2019.

Sánchez se acostumbró a que Bolaños, que le era absolutamente fiel y que le llamaba “valiente”, hiciese bien, o muy bien, lo que seguramente nadie más sería capaz de hacer. La lista es larga. Desencalló la renovación del Consejo de Administración de RTVE. Diseñó la estructura de todos los ministerios del gobierno (que se dice pronto) el en nuevo Ejecutivo de coalición. Consiguió el apoyo parlamentario de Ciudadanos a las normas del gobierno (los famosos “estados de alarma”) para contener la expansión de la pandemia de la covid-19, mientras el PP de Casado estaba que mordía y la extrema derecha difundía repugnantes fotomontajes de la Gran Vía de Madrid llena de ataúdes. Fue él, junto con el entonces ministro Julián Campo, quien se encargó de poner “en limpio” los célebres indultos a los delincuentes del procès independentista. Diseñó, prácticamente entera, la célebre “agenda 2030”, uno de los proyectos estrella del gobierno de Sánchez, cuya sola mención disparaba el ritmo cardiaco de los “abascales” hasta extremos de emergencia médica. Todo así.

En julio de 2021, Iván Redondo saltó… o le hicieron saltar. Bolaños y él habían sido un gran equipo (le llamaban “Oliver y Benji”) hasta que aparecieron las inevitables grietas, y ya se sabe que una de las más viejas tradiciones del partido (de cualquier partido) es fingir que a alguien le das amistosas palmaditas en la espalda cuando lo que en realidad estás haciendo es clavarle una daga bajo las cervicales. Bolaños fue hecho ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática en julio de 2021 (habría de esperar a 2023 para que lo eligieran diputado), desplazando nada menos que a Carmen Calvo; y, cómo no, Sánchez le hizo secretario del Consejo de Ministros. ¿Quién mejor que él? Debió de ser por entonces cuando Rodríguez Zapatero acuñó el mote de “Superbolaños”.

Fue en aquel tiempo cuando logró otro imposible metafísico: poner de acuerdo al PP y al PSOE para renovar el Tribunal de Cuentas, el Constitucional, el Defensor del Pueblo y algunas cosas más. Sánchez, que no lo dice pero sufre de fiebres tercianas cada vez que tiene que ver o hablar con el Rey, encomendó a Bolaños negociar con Zarzuela: mano de santo. Y además Sánchez le encargaba enfrentarse directa, físicamente, a las fieras, como sucedió el 2 de mayo de 2023, cuando al señor ministro se le impidió casi por las bravas subir a la tribuna de invitados de las fiestas de la Comunidad de Madrid, por orden directa de Ayuso y Rodríguez. Fue un sofocón de carácter casi trumpista. No todo puede salir bien.

Félix Bolaños fue nombrado en noviembre de 2023 ministro de Presidencia, Justicia, Relaciones con las Cortes “y de los grandes expresos europeos”, como decían burlonamente en la oposición. Era como Talleyrand: casi no había cosa de la que el veloz Bolaños no fuese ministro. Aquello era el reconocimiento explícito de que se había vuelto, más que nunca, indispensable para Sánchez. Fue el encargado de ultimar la ley de amnistía y de asegurar, en público, que aquello era perfectamente constitucional. Cuando Puigdemont y los suyos obligaron a cambiar el texto legal, Bolaños salió de nuevo ante las cámaras y volvió a asegurar, otra vez sin que le temblase la voz, que la ley seguía siendo constitucional. Y lo habría hecho diez veces más si se lo hubiesen pedido.

Pero en el currículo de este hombre velocísimo faltaba un verdadero milagro, uno grande, mayor que la multiplicación de los panes y los peces (eso bien puede justificarse como ingeniería financiera) o que la curación de leprosos o ciegos, de lo que ya se encarga la Seguridad Social. A Bolaños le faltaba la resurrección de un muerto. Y eso es lo que ha conseguido, junto a Esteban González Pons, al lograr que el Consejo General del Poder Judicial, cuya renovación era cadáver desde hace cinco años y medio, se levante y camine. El bloqueo a la renovación (completamente ilegal) era bandera de guerra de los nacionalistas, de la extrema derecha y de la zona más montuna del partido conservador. Y a la voz de Bolaños (“Consejo General, ¡sal fuera!”), el inaudito prodigio, que nadie esperaba ya, se ha consumado.

Y ha tenido tiempo este hombre hasta para operarse de apendicitis hace un par de semanas. Lo nunca visto…

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El correcaminos (Geococcyx californianus​) es un ave cuculiforme de la familia de las cucúlidas, lo cual le hace pariente (ustedes ya lo han adivinado) del cuclillo, del críalo y hasta del garrapatero, y ustedes disculpen por la manera de señalar.

Vive principalmente en las zonas desérticas del centro-oeste y del sur de los Estados Unidos y de México, pero esto no está del todo claro ni es empíricamente demostrable, porque el pajarico corre a tal velocidad que nunca se sabe dónde está, ni si se ha salido del mapa, ni qué anda haciendo.

Esa es su principal característica: la endiablada velocidad que desarrolla al caminar, es decir al correr. ¿Vuela? Sí, un poco. De vez en cuando y solo si se lo ordena el presidente del gobierno, pero su vuelo es siempre corto, más bien torpe y de poca ambición: de la rama de un árbol al suelo y viceversa. Ahí es donde se pone en evidencia ante los depredadores.

Pero corriendo no hay que le gane. Ni en velocidad ni sobre todo en resistencia, porque el maldito bicho parece no cansarse nunca. Es el terror de sus presas (insectos, pequeños reptiles, alguna culebra cuyo proceso de renovación epidérmico está bloqueado) porque, sencillamente, el correcaminos es más rápido.

Además, su plumaje es tan impecable jurídicamente que parece que no está: se mimetiza con el paisaje del desierto de forma legal tan asombrosa que, cuando la lagartija se da cuenta y quiere echar a correr, ya se la han comido y está siendo engullida por la amnistía. O por lo que sea.

Por cierto: su voz se parece bastante al célebre “bip-bip” que aparece en la caricatura de los dibujos animados. Pero su enemistad con el tonto del coyote es pura ficción. Con quien el correcaminos se lleva verdaderamente mal es con quien diga el presidente. Y el mal querer no durará mucho, no está en su naturaleza.

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