La ira es política. Forma parte del mensaje. Sin esa violencia verbal y el encaramiento, el ceño fruncido, el puño prieto y el canto amenazante, no hay logro posible. Necesitan acogotar al otro. Y si no hay otro, se lo inventan viendo enemigos en todos lados. Porque sin guerra no hay victoria. Peor. Sin guerra no hay ejército, y de este conflicto vive mucha gente. Si las cifras no acompañan a la grandilocuencia del victimismo hay que inventar micromachismos. Palabras y gestos, silencios y quietudes, lo que sea que convierta al otro en un adversario o en un cómplice de una opresión que en realidad no tiene género.
Sin victimismo tampoco hay legitimidad, porque la imposición moral de una legislación descansa en la aceptación sentimental de los demás. No caben matices, ni réplicas, y menos todavía individuos. En ese discurso solo existen dos colectivos, uno que defiende la verdad y otro que insiste en la maldad, progresistas contra reaccionarios, esos mismos que deben quedar excluidos de la sociedad. El combate, dicen, es contra aquellos que se resisten a la Verdad, con mayúscula, a asumir el dictado del pensamiento único.
No hay celebración el 8-M. Hay guerra de sexos, o había, porque ahora la biología no cuenta, solo la autodeterminación. Como si eso importara realmente a alguien. Solo encabrona a quienes pensaron en el feminismo para hacer ingeniería social y cambiar lo público a través de la legislación. Llegaron las cremalleras, las cuotas y la visibilidad. “La primera mujer que ocupa tal cargo”, dicen como si fuera un argumento, aunque únicamente vale si es de izquierdas, claro. Luego llegó el lenguaje inclusivo, porque, dicen, el lenguaje crea realidades. Mentira. El lenguaje oficial sirve para coaccionar y capar la libertad, aborregar y empobrecer.
Eliminar la presunción de inocencia
Detrás de todo ese feminismo legislativo de lo público hay un espíritu totalitario; esto es, el deseo de moldear las instituciones y la sociedad a su idea excluyente. Por eso, una vez conseguido que la legislación fuera más allá de la igualdad legal, que llegara incluso a eleminar la presunción de inocencia para “el otro sexo”, se trata de cambiar las costumbres privadas. Han conseguido imponer un Estado moral, que las normas respondan a una moralidad de partido, no a la Justicia, y es el momento de adentrarse en la vida privada.
Una vez colonizado el Estado hay que colonizar las mentes. Es el paso lógico. En consecuencia, ahora se habla de la igualdad real, que no es nada menos que el reparto de las tareas domésticas y los cuidados. Esa invasión de la familia y de la decisión individual, del contrato particular entre unos individuos, atenta a la base de la convivencia. Es más; es contraria a la formación de la comunidad política, cuyo origen está en la preservación de la libertad viviendo en común.
El poder, la ira y el victimismo
Esta ingeniería social nos quiere hacer creer que todo es artificial, que todo es una construcción y que, por tanto, es susceptible de ser determinado por un Gobierno. No solo las instituciones y sus normas, sino lo más íntimo. Eso es totalitarismo. Pero los totalitarios no son nada sin el poder, la ira y el victimismo. De ahí esas escenificaciones y sus gritos, las imágenes y el tono. No celebran lo conseguido. No hay alegría posible mientras no consigan la totalidad de sus aspiraciones. En el camino, por supuesto, se sacrifica la libertad, la diversidad y la intimidad.
No somos iguales, ni colectivos, pero da igual. Cada individuo es diferente, pero colectivizan la culpa y nos meten a todos en el mismo saco. No pueden encajar la verdad y la niegan. Ni los hombres formamos un colectivo, ni somos responsables de lo que hicieron otras personas ni generaciones. Es lo mismo, porque esa atribución artificial sirve para construir el discurso victimista y la ira. Son deterministas y, por tanto, acientíficas. Eso lo saben, pero es que la ciencia y la razón deben ser artificios patriarcales para mantener la opresión de unos contra otros.
El parón económico por la pandemia desatada por la negligencia del Ejecutivo ha provocado más de cinco millones de parados, de los cuales el 60% son mujeres
La negativa de este Gobierno socialcomunista, el “más feminista de la historia”, a confinar antes del 8-M de 2020 costó a la sociedad española más de 23.000 muertos (y muertas). El parón económico por la pandemia desatada por la negligencia del Ejecutivo ha provocado más de cinco millones de parados, de los cuales el 60% son mujeres. Y eso por no citar a los cientos de miles de mujeres mayores, jubiladas y solas, que han vivido encerradas en su confinamiento, al borde de la depresión y la angustia. No ha habido ni una mención del feminismo a estas desgracias. Deben ser daños colaterales.
Eso sí. El Gobierno prohibió las manifestaciones del 8-M para 2021 y la ministra Irene Montero dijo que su mismo Gobierno quería “criminalizar a las mujeres”. Esa disociación solo se explica porque no ha asumido el error de 2020, carece de responsabilidad, vive en el victimismo, y, además, se atribuye sin autorización la voz de todas las mujeres. Esto último resulta confuso porque está empeñada en una ley de autodeterminación del sexo. Hay quien quiere solucionarlo hablando de “seres menstruantes” y “personas gestantes”. Lo siento, pero no hay poesía para tanta tontería.
Estaría bien que un día, lo más cercano posible, el 8-M se celebrara con alegría, recordando la igualdad legal que se ha conseguido y animando a la fraternidad. Sin embargo, entiendo que esto no vende, ni moviliza votos, ni genera presupuestos, cargos ni instituciones, ni permite entrometerse en la vida de la gente. Poco importa que nunca se haya vivido tan bien en la historia de la Humanidad. Siempre habremos cometido alguna irregularidad por acción u omisión para esta ingeniería social.
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