El asunto temía más de feo, católico y sentimental que de democrático. El Congreso de los Diputados adquirió esta semana un semblante a lo Brandomin, que no por Carlista –aunque podría, según se mire- ni libertino –que también- sino por el exceso en su conjunto. De haber aterrizado Valle-Inclán en la carrera de San Jerónimo (no en el modo disfraz de su señoría Zamarrón, sino en la carne y el hueso de los resucitados), le habrían faltado sonatas y madrigales para dar cuenta de la casquería. Habría comprobado cómo los personajes de ficción se emancipan y optan por reescribirse en la hipérbole y la literalidad. Sus señorías hicieron que don Ramón se quedara corto en sus coloquios y hasta en sus Luces de bohemia.
Ver saqueada de legalidad la casa de todos los españoles, ha sido como presenciar a un grupo de gente embadurnando con boñiga la sala 12 del Museo del Prado
Desde el gesto hueco y pueril de Abascal y Ortega Smith para ocupar las sillas de los socialistas -jugar a los parlamentarios, en modo patio de recreo-, hasta el desayuno con vino y el pitorreo presidiario de la facción independentista, que rehízo la fórmula de juramento en una versión libre de sus propias obcecaciones, que a esas alturas rayaban en la alucinación religiosa. El martes bien se podía prometer como preso político o Duque del Reino de Redonda. Prometer... pero qué, si el respeto a la Constitución no se vio por ninguna parte. El asunto fue tan lesivo como un estupro, todavía más con el silencio y el consentimiento de Meritxell Batet, ya elegida como presidenta de la Cámara. Ella misma se prestó a abrir de piernas a la Constitución para consumar el ultraje que los independentistas perpetraron.
España, pensaba Valle Inclán, es una deformación grotesca. En aquella nación deprimente, sostenía don Ramón, era necesario defender la tradición, por estética. Su carlismo tuvo algo de insurrección, un signo de inconformidad e ironía que subrayó haciéndose republicano años después. La paradoja como una vía de acceso a la lucidez. Ver saqueada de legalidad y confiscada de todo buen gusto la casa que representa a los españoles, ha sido como presenciar a un grupo de gente embadurnando con boñiga la sala 12 del museo del Prado. Cuesta pensar que el electorado haya contribuido a que las instituciones que lo representan se hayan convertido en esa versión castiza de La nave de los locos y no en un edificio sólido capaz de acoger en su interior a hombres y mujeres lúcidos. Cuesta pensar que alguien en su sano juicio haya empujado a individuos con tan pocas aptitudes, ya no sólo intelectuales sino morales, a representarlos.
El fracaso de la razón, la imposibilidad de sobreponerse a la oscuridad que unos imponen sobre otros. Eso es lo más cerca que estuvimos de Max Estrella
Que la jornada fue esperpéntica, está muy sobado. Lo fue por exceso y en la dirección contraria al espíritu con el que Valle Inclán diseñó el contenido político de esa categoría literaria. Por mucho que Zamarrón se empeñe en llevar las barbas ralas como remedo de don Ramón, de Valle Inclán hubo más bien poco esta semana en la cámara baja, que refrendó el apelativo y se ofreció ante los ciudadanos como una advertencia: esto se va a repetir. Pasará una y otra vez, no sólo aquí sino en las estancias de la democracia que no están a la vista: en las salas de los tribunales, en los despachos, en los renglones de cada ley que no logre salir adelante o se promulgue por las razones equivocadas. Una enfermedad conquista el cuerpo del Estado, indefenso a veces contra el virus que inoculan unos y desarrollan otros. El fracaso de la razón y el imperio de la corrupción, la imposibilidad de sobreponerse a la oscuridad que unos imponen sobre otros. Eso es lo más cerca de Max Estrella y el marqués de Brandomin que estuvimos esta semana.
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