María Teresa Fernández de la Vega Sanz nació en Valencia el 15 de junio de 1949. Es la segunda de los dos hijos que tuvieron Wenceslao Fernández de la Vega Lombán, asturiano de Vegadeo, y su esposa, Elena Sanz Reig, valenciana de Játiva. El padre, inspector de Trabajo que logró la plaza pocos días antes de la sublevación de Franco, fue luego represaliado y más tarde rehabilitado. Era hombre de ideas políticas que entonces se llamaban avanzadas, pero muy tradicional en sus costumbres y en su vida familiar. La madre, ama de casa, “soportaba que en casa se hablase tanto de política”, como años más tarde diría su hija. La familia, sobre todo gracias al hermano mayor (Jesús), prosperaría gracias a negocios de electricidad.
La familia se trasladó pronto a Zaragoza y más tarde a Madrid, siempre en función de los destinos del padre. “Maritere”, como llamaban a la niña desde pequeña, estudió en el Instituto Francés de la capital aragonesa y también en los jesuitas de El Salvador, donde había estudiado Luis Buñuel y donde daría clase el reverendo padre Xabier Arzalluz, SJ. La muchacha, muy inteligente, fue buena estudiante casi por pundonor, porque no guarda buen recuerdo de “las monjas, todo el bachillerato con las monjas”, como más tarde diría.
Fue María Teresa una niña normal, lista, menuda, algo peripuesta pero sin exageraciones, con un carácter fuerte e independiente que se cabreaba mucho cuando su padre le mandaba hacer la cama de su hermano, “que está estudiando”. Pues que se la haga él, contestaba, que yo también estoy estudiando. Pero al final hacía la puñetera cama porque, si no, le tocaba hacerla a su madre, que estaba fastidiada de la espalda. Esta anécdota da una buena idea de su forma de ser.
Luego hizo otras dos cosas: las oposiciones al Cuerpo de Secretarios Jurídicos, que sacó brillantísimamente, y romper con su novio pocos días antes de la boda
En 1967, ya en Madrid, hizo dos cosas: matricularse en Derecho en la Complutense y apuntarse al Partido Comunista, que era lo que entonces hacía la mayoría de la gente que estaba en contra de Franco, fuesen comunistas o no, que eso daba bastante igual. Se metió en política hasta la cintura (pero no descuidó sus estudios, le gustaba el Derecho) y no cambió cuando, pocos años después, se fue a Barcelona a hacer allí el doctorado. Luego hizo otras dos cosas: las oposiciones al Cuerpo de Secretarios Jurídicos, que sacó brillantísimamente, y romper con su novio pocos días antes de la boda, lo cual provocó un auténtico drama en la familia porque llevaban diez años juntos y, en aquel tiempo (1974), las chicas bien no hacían esas cosas. Pero ella sí. Se sentía asfixiada, dijo luego. Eran los tiempos en que, se metiese donde se metiese (grupos de amigos, despachos, política, lo que fuera) María Teresa solía ser la única chica. Fue la época más feliz de su vida. Tenía 23 años.
Participó, ya antes de la muerte de Franco, en los primeros movimientos feministas españoles, todavía titubeantes y a años luz de lo que se hacía en Francia, por ejemplo. Siguió estudiando y acumulando un currículum académico muy serio. En 1990 se hizo magistrada por el cuarto turno, el de “juristas de reconocida competencia”, y fue nombrada vocal del Consejo General del Poder Judicial por elección del Senado (eso fue en 1994). Se especializó en Derecho Comunitario por la universidad de Estrasburgo. Dio clase de Derecho del Trabajo en sus dos universidades (la Complutense y la Central de Barcelona), además de en la UNED. Escribió libros. Se apuntó a la asociación Jueces para la Democracia. El no parar.
Su entrada en política no fue por una concejalía en su pueblo, como es lo habitual, sino porque el primer ministro de Justicia de Felipe González, Fernando Ledesma, le propuso que fuese jefa de su gabinete y ella dijo que sí. Atrás habían quedado sus juveniles militancias en el PCE y luego en el PSUC, pero mantenía bien vivos dos de sus empeños fundamentales: la igualdad y el mejoramiento de Europa y sus instituciones, algo en lo que no ha desmayado jamás.
Su carrera política fue sólida. Aquella señora de izquierdas a la que encantaba vestirse no ya bien sino muy bien, que era elegante, rápida, perfeccionista, exigente, un poco áspera a veces y que no tenía más enemigos que aquellos que habían decidido serlo, fue sucesivamente secretaria de Estado de Justicia (la nombró un antiguo amigo de juventud, Juan Alberto Belloch), y como tal se encargó de investigar a los siniestros GAL, las escuchas ilegales del CESID y al escurridizo Luis Roldán, fugado exdirector general de la Guardia Civil. Fueron los penosos años finales de Felipe González. Pero María Teresa empujó como pocos leyes hoy incontestables, como la del aborto o la del jurado. Nadie, en ningún partido, discutía su impresionante formación ni su capacidad de trabajo. Era una mujer, si no querida por todos (eso es imposible), sí por todos respetada.
Cuando llegó Aznar a la Moncloa, De la Vega fue diputada por Jaén, luego por Segovia, luego por Madrid, en 2004, y al fin por Valencia, de 2008 a 2010. La eligieron secretaria general del Grupo Parlamentario socialista. Y en marzo de 2004, cuando Zapatero le ganó las elecciones a Rajoy tras la tormenta de mentiras que sucedió a la masacre del 11-M, María Teresa fue nombrada vicepresidenta del Gobierno y ministra de la Presidencia. Fue portavoz del Gobierno entre 2004 y 2010. Ocasionalmente, cuando Zapatero viajaba fuera de España, la afilada jurista fue presidenta del gobierno “en funciones”. Eso no había ocurrido jamás. Llegó a presidir un consejo de ministros.
De aquellos años en el gobierno hay algunas anécdotas sabrosas. La foto de todas las ministras del gobierno, que eran ocho, en la puerta de entrada de Moncloa, vestidas en plan superguay y con ella en el centro, lo cual hizo que muchos la llamasen “Fernández de la Vogue”, que era la revista que publicó el reportaje. Y luego el viaje a Kenia y Mozambique para celebrar allí, en Maputo, el Día Internacional de la Mujer Trabajadora y la clausura del Foro España-África, Mujeres por un Mundo Mejor, que es una de las iniciativas en las que más ilusión ha puesto María Teresa en toda su vida. Pero aquel bailecito televisado, con los ritmos de la tierra, dio mucho que hablar. Morgan Freeman imitaba mucho mejor los contoneos africanos cuando interpretó a Nelson Mandela (película Invictus) que la vicepresidenta del gobierno español.
Fue una época durísima porque la oposición conservadora, alentada (y casi se podría decir que chantajeada) por algún locutor radiofónico de extrema derecha, se comportó con verdadera saña, mucho mayor que la que se vio durante el gobierno de Felipe González. Y María Teresa, que tenía muchos amigos y que siempre ha asegurado que no necesitaba pareja ni afectos familiares directos, se cansó. En el fondo era un ave solitaria. Dejó el gobierno de Zapatero (esto fue en 2010), cedió su sitio a Alfredo Pérez Rubalcaba, dejó también el Congreso de los Diputados y se fue a una especie de balneario institucional, el Consejo de Estado: un organismo consultivo creado por Carlos I en el siglo XVI y que, a día de hoy, es una de las pocas instituciones de la nación que parece a salvo de los navajeos políticos habituales.
Fue elegida presidenta del ilustre organismo en 2018, sustituyendo al anciano José Manuel Romay Beccaría (el único que ha sido dos veces presidente desde 1939). Aquel día la “apadrinaron” dos buenos amigos: su primer ministro de Justicia, Fernando Ledesma, y Amelia Valcárcel.
El ave solitaria de la política española, una de las mujeres más decisivas de este país desde la Transición, deja de brillar
Y ahora, a los 73 años, la elegante y terminante María Teresa Fernández de la Vega se ha vuelto a cansar. Acaba de dejar la presidencia del Consejo de Estado y se quedará como vocal, cargo vitalicio. El ave solitaria de la política española, una de las mujeres más decisivas de este país desde la Transición, deja de brillar. Su rostro ya no es el que fue; hay quien dice que por la cirugía estética, aunque ella lo ha negado muchas veces; pero ya no parece sacado de Hans Holbein sino más bien de Arcimboldo, y en las redes sociales hay quien reclama que su cirujano plástico (si lo hay) sea conducido ante el juez por la Guardia Civil. Su mente seguramente sí es la misma, pero nunca tuvo vocación de eternizarse en los cargos públicos. En su despedida, gran parte de la Prensa (de todas las trincheras) la ha tratado con respeto y hasta con gratitud. Es más de lo que obtiene hoy la mayoría de los políticos. Como decía Cervantes, “caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
* * *
El emú (dromaius novaehollandiae) es un ave estrutioniforme de la familia de las dromaideas. A simple vista se nota que esto hace del emú un pájaro raro. Habita exclusivamente en Australia, y no en toda. Como sus primos más o menos lejanos, el avestruz africano y el ñandú sudamericano, no vuela sino que corre; esto sí, muchísimo.
No tiene el espectacular plumaje del avestruz macho, que parece ir por la sabana para que hablen de él. El emú tiene un plumaje gris pero elegantísimo, y su despelurcie es solo aparente; en realidad es un diseño exquisito, con sus plumas de raquis doble aunque de un solo tronco. También son notables su distinción en el andar y desde luego su velocidad. No es fácil distinguir al macho de la hembra: el emú no se preocupa de esas menudencias, tiene otras cosas que hacer.
Es un ave individualista pero no solitaria. Tiene del emparejamiento un concepto muy liberal y despreocupado, sobre todo las hembras, y disfruta más con los amigos y amigas, que no suelen faltarle, que con las parejas oficiales, que suelen ponerse un poquito pesadas y limitan su albedrío.
Es un pájaro fuerte, a pesar de su aspecto y sus movimientos delicados. No suele rehuir a los cazadores; más bien logra evitarlos e incluso se vuelve contra ellos, también en política, y su furia, sus picotazos y patadas, son famosos. Adivina la presencia de los depredadores (sobre todo de los humanos) por signos casi imperceptibles: unas huellas, el olor, un resto de tela, un editorial puñetero, y toma medidas inmediatamente. Tiene muy fuerte carácter.
Lo que le pasa es que se cansa, como todos. No llega a los 50 kilos y vive bastante para un pájaro de su tamaño (unos 20 años), pero se cansa. Y cuando se cansa, se echa, se camufla en el paisaje gracias a su plumaje y se limita a esperar. ¿A qué espera el emú? Pues una de dos: a dejar de estar cansado, cosa que ocurre con frecuencia, o a lo que sea que haya de venir. Eso ya no depende de él.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación