Hace unos años, apareció en Letras Libres esta larga entrevista que Jonás Trueba le hizo a Fernando Savater. En ella, se declaraba leal pero no fiel. Los calificativos leal y fiel son empleados casi siempre como sinónimos pero, aunque no soy capaz de delimitar de forma nítida dónde empiezan y acaban uno y otro, coincido con Savater en que no son lo mismo.
De forma intuitiva solemos asociar la palabra lealtad con otras como elección o autonomía. Con fidelidad a los principios.
La idea de fidelidad está cercana a la constancia en los afectos y a la lealtad hacia los compromisos adquiridos. Son diferencias sutiles y no siempre excluyentes.
Estos días, vuelve la vieja disquisición no resuelta a cuenta de los barrancos. Había visto El ala oeste de la Casa Blanca pero no recordaba la escena hasta que Alsina la reprodujo en su monólogo matutino.
Cuando la ficción resulta más creíble que la verdad
Estar dispuesto a saltar al barranco como requisito para la obtención de un cargo ¿es exigencia de lealtad o de fidelidad?
Las grandes historias suelen inspirarse en historias aún mejores porque aquello que conmueve a los humanos no ha sufrido excesivos cambios desde el principio de los tiempos. Recuerdo el ejemplo del Antiguo Testamento. Abraham el patriarca, elegido para establecer la Alianza. Isaac, el hijo imposible de su ya anciana esposa Sara (Isaac significa “él ríe” por la risa incrédula que provocó en ella el anuncio de su futura concepción). La petición del sacrificio máximo como prueba de obediencia.
Acceder a una exigencia así requiere elegir con mucho cuidado a quién nos entregamos porque ocurre raras veces que la fidelidad pueda desentenderse de la lealtad sin menoscabo de otras compañeras como la integridad, la razón o la justicia. Una fidelidad así no pertenece a los afanes mundanos de la capacidad intelectual o la competencia: no presta un leal servicio, entrega un alma.
“La verdad supera a la ficción, pero es porque la ficción está obligada a ceñirse a las posibilidades; la verdad no”
Como tantas veces, Mark Twain vuelve a tener razón: la ficción está obligada a ajustarse a las posibilidades. Por eso no es tan extraña la anécdota del barranco ni que sea original de un diálogo de Sorkin.
El arma de los desposeídos es el truco del cantamañanas
El truco básico del cantamañanas, el que le permite ser desleal a los principios bajo la apariencia de fidelidad a las personas, consiste en algo tan viejo como convertir el vicio en virtud. Los mejores engaños se cometen apelando a altos ideales ya que solo por el respeto que inspiran pueden convencer a otros.
Pero transformar actos guiados por la ambición personal, la envidia, el odio o la vanidad en sacrificios hechos en pos de la mejor causa, es un truco arriesgado. No está en juego solo la obtención del verdadero fin sino que llevará aparejado una cualificación moral. Si tiene éxito, la grandeza. Si fracasa, el desprecio de aquellos que ven instrumentalizados sus buenos sentimientos será tanto mayor cuanto más se conmovieran y sacrificaran.
Y no solo es arriesgado, también es muy difícil. El relato debe estar tan bien hilado como interpretado. El actor ha de engañarse a sí mismo y convertirse en el personaje: cuando más sincero consiga ser, más nos estará mintiendo.
La historia está llena de personas célebres que no supieron salir de su propio engaño. La vida cotidiana tiene también sus propios farsantes. Su idea de grandeza requiere, una y otra vez, de la desgracia de los ingenuos, hasta el momento en que ya solo los cínicos fingen creerla. Esos, que no les ofrecerán lealtad ni, por supuesto, fidelidad.
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