Opinión

Sol y sombra

Filosofía de la resaca

La factura de la ebriedad, típica de las fiestas, nos pone frente a preguntas cruciales en nuestras vidas

Los filósofos Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir

El debate intelectual en el que he pensado más estas navidades es la discrepancia entre Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir acerca de los efectos del alcohol en nuestra forma del ver el mundo. El filósofo Miguel Ángel Quintana Paz la recordó hace poco en Twitter, resumiendo lo que estaba en juego: "La melancolía tras haber bebido, ¿es un mero efecto sentimental o lo que nos revela la realidad tal cual es?". Estos días de fiesta fueron especialmente propicios para repensarlo: ¿es lúcida o engañosa nuestra mirada al mundo tras la tercera copa? ¿Y la del día siguiente con la resaca? Las respuestas no son fáciles.

Un fragmento de las memorias de Beauvoir nos sirve para situarnos: "Cuando por la tarde había bebido un vaso de más, podría suceder que derramase ríos de lágrimas. Se despertaba mi antiguo anhelo de absoluto, de nuevo descubría la fatuidad del esfuerzo humano y la amenazadora cercanía de la muerte… Sartre niega que la verdad se encuentre en el vino y en las lágrimas. En su opinión, el alcohol me ponía melancólica y yo camuflaba mi estado con razones metafísicas", recuerda la pensadora.

Socializar con drogas químicas nos hace más propensos a enamorarnos, lo que seguimos discutiendo es si esas relaciones son resultado de una capacidad de juicio más afilada o más embotada

En realidad, los argumentos del filósofo bizco no terminaban de convencerla. "Yo, por el contrario, mantenía que la embriaguez apartaba la defensa y los controles que normalmente nos protegen de certezas insoportables y me obligaba a mirarlas de frente. Hoy creo que en un caso privilegiado como el mío la vida encierra dos verdades entre las que no se da elección, hay que salir a su encuentro de manera simultánea: la alegría de existir y el horror ante el fin", escribe. Siempre resulta socorrido buscar la verdad en el punto medio, pero pienso que realmente es ella quien tiene razón en este debate: lo sabemos porque un puritano que rechace la ebriedad suele tener una visión más plana y menos fiable sobre el mundo.

Resaca lúcida

Esta pareja de intelectuales franceses tampoco mantenía un debate original. Estas cuestiones se discuten desde tiempos de los romanos, con la célebre sentencia de Plinio el Viejo, que nos dice In vino veritas, in agua sanitas (traducible como "En el vino verdad, en el agua salud"). La polémica llega hasta nuestros días, con la panoplia de drogas psicoactivas, que autores como Irvine Welsh usaron para hablar de los romances químicos de los salvajes años noventa. Es sabido que socializar con drogas químicas nos hace más propensos a enamorarnos, lo que seguimos discutiendo es si esas relaciones son resultado de una capacidad de juicio más afilada o más embotada (Welsh exploró esto en el libró Éxtasis, con tres cuentos sobre parejas formadas entre estupefacientes).

¿Conclusión provisional? Ni el alcohol no las drogas nos hacen más inteligentes, mucho menos las resacas, pero sin esa experiencia de encontrar diferentes niveles de percepción seríamos seres mucho más aburridos y previsibles. En una sociedad dominada por el individualismo narcisista, la ebriedad puede ayudarnos a disolver el ego y a dudar de nuestro criterio. Un ejemplo contundente, para mí el más claro, es el que pone el antropólogo Iñaki Domínguez en su libro Sociología del moderneo (Melusina, 2017). En los años del hipsterismo, de la tontería cool mlitante, la subjetividad juvenil llegó a ser tan frágil y narcisista que el MDMA servía como escudo para atreverse a ligar y a procesar los rechazos. Esto supuso un deshielo general para una generación con serios problemas para relacionarse. De igual manera, ante nuestro seco marcaje de distancias habitual, los colocones y las resacas de estos días, unidos a los estribillos de fraternidad, deberían servir para convencernos de que es posible una esfera social menos tensa, competitiva y avinagrada. Mejor.

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