Opinión

El fin de la edad de la inocencia (tecnológica)

Estamos en un momento crucial, estamos ante una oportunidad única para crecer como sociedad

En realidad, el título de este artículo podría haber sido “El final de la edad de la suficiencia”. Esta pandemia nos ha devuelto a la realidad existencial del ser humano, una realidad que estaba tapada por múltiples capas de una especie de pirámide de Maslow emocional, donde la existencia y su fragilidad parecía ocupar un lugar irrelevante en la conciencia social e individual. Hasta hace pocas semanas –acordémonos de los debates geopolíticos que trataban de explicar el porqué de la anulación del Mobile Wolrd Congress- versaba respecto a la tecnología 5G y sus repercusiones en nuestras vidas. Paradójicamente, desde China nos ha llegado un baño de realidad antropológica que nos pone frente al espejo como especie.

No hay nadie que nos tutele, no hay nada a quién culpar, estamos nosotros ante el problema y solo de nosotros puede partir la solución

Nuestras sociedades “avanzadas” entraron en una espiral de bipolaridad en la que, por un lado, las incertidumbres del devenir de los avances tecnológicos generaban reacciones tribalistas y, por otro, tendíamos hacia una infantilización del ser humano ya que de forma no consciente creía en que los avances tecnocientíficos nos habían alejado definitivamente de la realidad existencial y la fragilidad de nuestra especie. Hasta tal punto esta dicotomía era así, que las sociedades basculaban desde el tribalismo como marco referencial hasta el individualismo adolescente y ególatra. Todo ello suponía un desprestigio de la política como forma de guía de las sociedades, una banalización de las instituciones como instrumentos colectivos, la aparición de unos relatos políticos que aprovechaban esta suficiencia, el individualismo ególatra y el tribalismo y creaban una especie de pensamiento mágico alejado de toda realidad.

La realidad nos ha atropellado, vemos claramente lo que significan y para qué están los estados, qué sentido tienen la política y los gobiernos, qué papel juegan las instituciones, todo ello en lo más descarnado de la realidad, la pervivencia y la reacción a los miedos atávicos desencadenados por la pandemia. Estamos en un momento crucial, estamos ante una oportunidad única para crecer como sociedad, para alejarnos de esos cantos de sirena, de manipulación y de banalización sistemática de la política. Digo esto porque podemos visualizar sin obstáculo alguno lo fundamental que supone tener a los mejores gobernando nuestras instituciones, vemos el daño que puede hacer la mediocridad, el cortoplacismo y el interés partidista.  Asímismo, vemos también el individuo, el ciudadano, la sociedad civil, que son los responsables últimos de actuar ante la la presente situación. No hay nadie que nos tutele, no hay nada a quién culpar, estamos nosotros ante el problema y solo de nosotros puede partir la solución.

Y ante este novedoso acto de significado profundo, cabe recordar lo que es un Estado. Hablamos, no se olvide, de la creación de estructuras para el buen funcionamiento de las sociedades que sirvan tanto para maximizar el bien común como para actuar frente a escenarios como el actual, los estados-nación y el proyecto europeo se basan en eso, en la solidaridad, coordinación y atención preventiva con el ciudadano como centro de la política, y para el buen funcionamiento de esta estructura debe existir una sociedad civil proactiva y desinteresada que vigile, proponga y actúe para reforzar los objetivos básicos de los estados.

La Consejera de Sanidad de la Generalitat de Cataluña decía que Cataluña “no estaba en zona de riesgo” y al cabo de tres días ponían en cuarentena a 70.000 personas…

Por supuesto, como estamos viendo y sufriendo, el Estado no debe basarse en divisiones culturales, lingüísticas o étnicas, máxime en una contemporaneidad como la nuestra en la que las fronteras son difusas y permeables para lo bueno y para lo malo. Es tan malo y erróneo creer que el hombre es una isla como creer que un territorio puede estar aislado de la historia y de la realidad. Esto último formaría parte de ese pensamiento mágico del que hablaba más arriba y que en circunstancias normales queda camuflado por la cotidianeidad del marasmo de la información y la desinformación pero que impacta en nuestras vidas cuando llega el momento de la realidad. Ahora estoy recordando cómo el lunes pasado la Consejera de Sanidad de la Generalitat de Cataluña decía que Cataluña “no estaba en zona de riesgo” y al cabo de tres días ponían en cuarentena a 70.000 personas…

Finalmente, ver la reacción de taxistas como los de Madrid que se ponen a disposición de los que necesitan desplazarse para comprar medicinas, hoteleros como Kike Sarasola o Abel Matutes y otros, que ceden sus hoteles para convertirlos en hospitales, vecinos que se ofrecen a hacer la comprar a los que no puedan salir, la profesionalidad y entrega del personal sanitario, el sacrificio y profesionalidad de los farmacéuticos, empleados de los supermercados, del sector del transporte y todos aquellos profesionales que están garantizando unos servicios imprescindibles (con unos exiguos medios de protección personal) nos debería reconfortar como sociedad y como país. Pero no deberíamos olvidar los enormes errores que están cometiendo nuestros gobernantes que durante días parecen haber estado más preocupados por la imagen que transmitirían al público que por actuar responsablemente. Como decía, no nos podemos permitir la mediocridad en la política, no podemos caer en manos de aquellos que anteponen sus intereses al bien común, hemos de acabar con ese encapsulamiento de pensamiento mágico, de esa irrealidad en forma de relato que no es más que eso: irrealidad.

El coronavirus nos ha igualado a todos, nos ha devuelto a la realidad, aprovechemos para mejorar como país, como sociedad y como ciudadanos.

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