La situación personal del president de la Generalitat es difícil, muy difícil. Se encuentra como la mortadela del bocadillo al estar presionado tanto por Esquerra como por los suyos. Puigdemont le ha dejado claro que lo tiene solo para hacer las fotocopias y prefiere pactar los asuntos de enjundia como la Diputación de Barcelona con Artur Mas. A Torra se lo llevan los demonios, como es normal. ¿Hay algo más español que sentir envidia? Tiene Torra, y ahí no le falta razón, la impresión de que lo pusieron para que actuase como un agitador sin el menor sentido de la proporción ni del ridículo, mientras que otros se reservaban para cuando tocase la hora de los políticos más, digamos, serios. Y es que se ha comido los marrones de los CDR, de la parálisis parlamentaria, de las idas y venidas a Waterloo, de los sucesivos bochornos en viajes al extranjero, de como lo han desautorizado los suyos cuando les ha convenido. Mucho marrón para tan poco bicarbonato. Pero todo tiene un límite, y Quim ha decidido marcar paquete, reforzando su círculo de confianza en Palau y haciendo lo que mejor se le da: escribir.
Él sabe que su carta publicada en La Vanguardia no es más que un brindis al sol y que ni Sánchez ni nadie le va a prestar la menor atención, pero no deja de ser un “aquí estoy yo” de alguna eficacia de cara al electorado neo convergente que quiere poderse ilusionar con un presidente. Ahora, para lograr eso hay que crear una leyenda, un relato. Por eso la ha escrito, por verter a la cuartilla lo que a él le gustaría que se dijera de su persona, es decir, que es un político generoso, sagaz, un auténtico patriota catalán digno émulo de Xammar, de Passarell, heredero de los principios de Acció Catalana.
Torra le habla al corazón de la mittelstand nacionalista, a los que se desesperan cuando pierde el Barça y recuerdan con nostalgia a Pujol
Con la carta a Pedro Sánchez ha empezado el edificio de palabras con el que piensa erigir su propio monumento. Conocedor de la métrica de la historia, no quiere ser una simple nota a pie de página o una cita entre muchas otras. Torra desea ocupar capítulos enteros, qué digo capítulos, libros, tesis doctorales, series de televisión, películas y hasta, decimonónico como es, aucas de cecs, esos romances de pliego que antaño se voceaban por las esquinas para deleite del respetable. Quizás algunos se preguntarán acerca del contenido de la misiva, pero eso es irrelevante. ¿Qué importancia puede tener añadir unas líneas en esa opereta de vanidades en la que se ha convertido la política española? A Torra lo único que le interesa es pisar el escenario para, avanzando hasta candilejas, decir, “Señor, aquí me tenéis, he vuelto”.
El president es culto, cosa que disimula en un país donde lo ágrafo siempre gusta y, en cambio, las buenas lecturas despiertan sospechas. Pero cuando escribe lo hace en el diario que ha sido el paño de lágrimas de la burguesía catalana, de esos iaios que ahora han descubierto una segunda juventud gracias a la estelada y al lazo amarillo. Sabe muy bien a qué público se dirige. No al del ARA, diario pro Esquerra de subvención y tentetieso, ni al del Punt-Avui, casi inexistente. Torra le habla al corazón de la mittelstand nacionalista, a los que se desesperan cuando pierde el Barça y recuerdan con nostalgia a Pujol.
No, no es a Sánchez a quien se dirige la carta, ni mucho menos. Torra ha escrito para los suyos, los del colectivo El Matí, los de Reagrupament, los de Unió, ese núcleo que permanece en el mismo lugar electoral hace cuatro décadas sin el cual el separatismo no existiría, a esa gente de derechas que no quiere saber nada de Esquerra por rojos ni con las CUP por ducharse poco. Y les dice que ahí está él, que es un político ponderado, que sabe pactar, que confíen. Porque a Torra, Sánchez, el PSOE y España le importan un bledo, pero su parroquia, no.
Sabe latín, el tal Torra.
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