El fiscal de la ciudad italiana de Agrigento, Luigi Patronaggio, decidió poner fin al desatino publicitario, cada vez más peligroso, del ministro del Interior, Matteo Salvini: visitó el buque Open Arms, vio lo que había y ordenó el desembarco inmediato, en tierra italiana, del casi centenar de inmigrantes que llevaban 19 días allí metidos, en condiciones terribles.
El fiscal, seguramente porque no tenía más remedio, salvó la cara de Salvini, cuya estrategia publicitaria se había ido transformando, día por día, en un reto a empujones entre el matoncito del patio de la escuela y todos los demás. Las cosas habían llegado ya tan lejos que el matoncito no podía echarse atrás en sus bravuconadas, salvo quedar humillado ante los suyos. Patronaggio hizo, quiero creer que a su pesar, el papel del profesor que llega, separa a tirones de oreja a los acalorados y disuelve la pelea. Y menos mal: la publicidad de Salvini se le habría vuelto decisivamente en contra si llega a haber en el barco siete u ocho muertos, lo cual estaba dentro no ya de lo posible sino de lo probable.
Quisiera explicar un poco esto de la estrategia publicitaria de Salvini. Este sujeto, como Trump, como Bolsonaro, como Putin o el húngaro Orbán, como tantos otros (Franco fue un precursor declarado y confeso, aunque sus medios eran otros), no tiene lo que suele entenderse por una ideología política. No la necesita. Salvini y todos los demás manejan, y por lo general manejan muy bien, una estrategia meramente publicitaria, basada en las leyes de la mercadotecnia.
Hagan ustedes memoria y recuerden aquellos anuncios de detergentes, que inundaban la televisión hace unos cuantos años. Salía una señora con aspecto feliz, como si acabase de ver al niño Jesús, metiendo en la pila una camisa con más mierda que el palo de un gallinero. Añadía luego los polvos blancuzcos del bote, se formaba en dos segundos una espuma tremenda y la señora sacaba la camisa de la pila inmaculadamente blanca… y planchada. Eso se debía, según el narrador, a que el detergente tenía F-22, un ingrediente obviamente prodigioso. Sin la menor duda, más de uno de ustedes pensaría, al ver aquello: “Vaya porquería de anuncio. Nos toman por idiotas”.
Salvini no hace lo que hace pensando en la gente que lee libros y piensa por su cuenta. Esos no le interesan. Ya sabe que jamás le van a votar.
Pues no. El anuncio era perfecto, casi tan perfecto como el F-22, que nadie supo jamás qué rayos era. Lo que pasa es que no estaba pensado para usted. Iba dirigido a las señoras de un segmento social muy bien medido, con determinada edad, familia y formación. Y a nadie más. Y en ese segmento, el anuncio tenía un éxito apoteósico. Que era de lo que se trataba.
Salvini no hace lo que hace pensando en la gente que lee libros y piensa por su cuenta. Esos no le interesan. Ya sabe que jamás le van a votar. Salvini trabaja, y hay que admitir que lo hace bastante bien, sobre un segmento de público que ha sido previamente estupidizado, y durante décadas, por las televisiones de Berlusconi y medios afines. Un público que funciona mediante mecanismos mentales muy simples, que está convencido de que todo seguirá siempre funcionando bien (habrá leche en las tiendas, saldrá agua del grifo, habrá luz eléctrica, habrá vacaciones) y que, en política, elige no a quien cree que es mejor después de analizarlo con cuidado, sino a quien le hace más gracia, a quien le sorprende o a quien dice cosas tan sencillas que se entienden sin el menor esfuerzo: Europa ens roba, los italianos los primeros, la culpa del paro la tienen los moros que llegan en esos barcos de mierda a llenarlo todo de mezquitas.
En 1932, después de las elecciones generales que dieron a Hitler 13,7 millones de votos y 230 escaños, pero no la mayoría para gobernar en Alemania, el diario liberal berlinés Vossische Zeitung publicó un editorial en el que se preguntaba qué ideología tenía el líder nazi. Porque eso era algo que poca gente sabía responder. Lo calificaban de "loco" y de mezclador de un potaje en el que había nacionalismo, militarismo, anticomunismo, odio a los judíos… y, en realidad, muy poco más. El diario ignoró la calamitosa situación de la clase media, segada por la depresión de 1929, y el miedo a que todo se pusiese aún peor. Hitler contestaba a eso con promesas de un resurgir imperial, con el Deutschland über alles (Alemania por encima de todo) y, desde luego, con una maquinaria de propaganda sencillamente imbatible que atizaba dos de los sentimientos primarios del ser humano: el odio y el miedo.
No es posible la comparación entre Hitler y Salvini, pero sí es posible comparar sus métodos: solo les falta el F-22 para ser los mejores publicistas de la historia. Donald Trump nunca habría logrado la presidencia sin la ayuda de Fox News, una cadena creada por el miserable Roger Ailes que nunca se dirigió a la totalidad de los estadounidenses, sino a los de menor nivel de formación: esa masa que funciona a base de consignas y no de razonamientos, que de pronto se convence (la convencen, es muy fácil) de que todos los políticos "del sistema" son una basura de señoritos que no se preocupan del pueblo y que se tragan, una tras otra, todas las mentiras, calumnias y fake news inventadas por Ailes como si fuesen noticias de verdad.
Cada país es distinto y tiene sus propias singularidades, pero en Italia pasa algo muy parecido. No sirve de nada llamar a Salvini payaso y fascista. Ya sabe que lo es.
La clase media baja norteamericana votó al multimillonario más corrupto, inmoral, mentiroso y desvergonzado que el país ha conocido desde William Randolph Hearst, seguido muy de cerca por Richard Nixon. Eso no se consigue haciendo política. Eso se consigue con una espléndida estrategia publicitaria. Incluidos los amigos rusos.
Cada país es distinto y tiene sus propias singularidades, pero en Italia pasa algo muy parecido. No sirve de nada llamar a Salvini payaso y fascista. Ya sabe que lo es. Lo sabe todo el mundo. Y la creciente y terrorífica berlusconización del tejido social ha hecho que eso, en realidad, no importe demasiado. En numerosos países del mundo, la extrema derecha ha conseguido algo que el mundo no veía desde 1945: ha perdido la vergüenza de reconocer que lo es, que son extrema derecha, que se reconocen (en términos generales) en muchos de los postulados no ya políticos sino publicitarios que auparon a Hitler, a Mussolini y a otros parecidos.
Y la extrema izquierda ¿no hace lo mismo? Quizá lo intenta, pero pasan dos cosas. Una, que a estos se les cayó el muro (y el mundo) encima hace tres décadas, y recuperarse de una catástrofe así lleva mucho más tiempo, como bien saben los neofascistas de hoy. Y otra, que la izquierda clásica sí se basa en una ideología sistematizada que tiene (aunque rara vez funcionen) mecanismos críticos y autocríticos para corregir los propios errores, algo que en la extrema derecha es simplemente inimaginable. Así que lo tienen más difícil.
En cualquier caso, la diferencia fundamental es esta: la política sirve para intentar que la vida de todos, propios y extraños, sea mejor. La publicidad, en política, solo sirve para alcanzar el poder. Que ya no es un medio para conseguir que los ciudadanos sean “justos y benéficos”, como decía la Constitución española de 1812, sino un fin en sí mismo. El poder por el poder.
En estas condiciones, como decía Sánchez Ferlosio, caben pocas dudas: “Vendrán más años malos y nos volverán más ciegos”. Ay del que los vea…
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