Mahsa Amini tenía 22 años cuando murió el pasado 16 de septiembre. Dos días antes, mientras se encontraba de visita en Teherán con su familia, había sido arrestada por la temida policía de la moral por no llevar bien puesto el hiyab. Ante las protestas del hermano, los guardias le dijeron que se la llevaban para darle ‘una lección’ y después la soltarían. Dos horas después era conducida en coma al hospital, donde falleció. Aunque las autoridades alegan que sufrió un ataque al corazón, pocas dudas hay de la brutalidad policial. Por el testimonio de otras dos detenidas conocemos que fue maltratada en el furgón policial, donde recibió reiterados golpes e insultos. El cuerpo de Mahsa presentaba además claros signos de violencia: hematomas, rotura de huesos, hemorragias y edema cerebral como resultado de traumatismo. Toda una lección.
La muerte de Amini ha desencadenado una ola de protestas que se ha extendido por todo el país. Muchas de ellas encabezadas por mujeres que, en abierto desafío al régimen y a la policía de la virtud (¡oxímoron!), han quemado sus pañuelos o se han cortado el pelo en público. Son gestos de indudable valentía y dice mucho del hartazgo de los jóvenes iraníes con las imposiciones del régimen clerical que las revueltas hayan continuado por más de tres semanas.
Porque el gobierno islámico está decidido a reprimirlas con sangre como ha hecho siempre. Cuando las revueltas de 2019, Alí Jamenei, el sucesor de Jomeini, ordenó que las fuerzas de seguridad hicieran todo lo necesario para ahogar las protestas, con un saldo resultante de mil quinientos manifestantes muertos. Ahora se han contabilizado al menos 133 víctimas mortales, según informa Iran Human Rights, aunque es difícil obtener datos fiables porque las autoridades iraníes han bloqueado el acceso a internet y el funcionamiento de las redes sociales en todo el país. Y son muchos los detenidos, entre ellos periodistas como Nilufar Hamedi, la primera en dar la noticia de la muerte de Masha, que fue arrestada en su casa y llevada a paradero desconocido.
En ciudades de todo el mundo, de Seúl a Londres, Zúrich o París, se han convocado concentraciones en solidaridad con las víctimas de la represión en Irán, bajo el lema ‘Women, Freedom, Life’. Pocas causas parecen más justas que la de quienes protestan en las calles contra un régimen despótico como la teocracia iraní, que reprime las libertades más elementales de sus ciudadanos para imponer un asfixiante código moral basado en la ley islámica, cuyas restricciones se ceban especialmente en las mujeres, relegándolas a un estatus inferior.
Por eso llama la atención la actitud de cierta izquierda, cuando menos reticente a la hora de emitir una condena, hacia el régimen de Teherán. Algún comentarista ha hablado en nuestro país del ‘clamoroso silencio de Podemos’, del que las redes sociales se hicieron amplio eco en los días posteriores a la muerte de Mahsa. Desde luego, sorprende la lentitud de reflejos de sus dirigentes, siempre prestos a hacer declaraciones sobre toda clase de asuntos y que hacen gala de ser más feministas que nadie. La siempre locuaz ministra de Igualdad, por ejemplo, tardó más de una semana en pronunciarse sobre el asunto, solicitando una investigación del asesinato. Todo gesto con las víctimas de la represión es bienvenido, pero la impresión de arrastrar los pies será difícil de borrar.
Jomeini es retratado como un santo exiliado que se enfrenta al dictador armado con sus manos desnudas; es la voz de los desposeídos, pues al filósofo le intriga la ‘misteriosa corriente’ que fluye entre el imán y su pueblo
Todo lo cual me ha venido a recordar una vieja polémica en la que se vio envuelto Michel Foucault a propósito de Irán. El filósofo siguió con vivo interés las revueltas de 1978 que acabarían con el derrocamiento del Shah. No fue un simple espectador, pues cubrió las protestas como enviado especial del Corriere della sera, haciendo dos visitas a Teherán ese otoño; tanto allí como en París estuvo en contacto con miembros destacados de la oposición al régimen. También publicó piezas de opinión en diarios como Le Nouvel Observateur o Le Monde y concedió entrevistas sobre los sucesos iraníes. Todo ello entre septiembre de 1978 y mayo de 1979, pues tras el triunfo de la revolución islámica no volvió a pronunciarse al respecto.
Esos textos sorprenderán al lector, pues el filósofo ateo parece fascinado por el chiismo, ‘una religión de combate y sacrificio’. Denuncia la modernización autoritaria de los Pahlevi como ‘un arcaísmo’, pero no esconde sus simpatías por una insurrección dirigida en nombre del Islam, por clérigos chiitas que predican ‘en contra del Shah, de los americanos, de Occidente y su materialismo’. Jomeini es retratado como un santo exiliado que se enfrenta al dictador armado con sus manos desnudas; es la voz de los desposeídos, pues al filósofo le intriga la ‘misteriosa corriente’ que fluye entre el imán y su pueblo. Ni ve mal que el astuto ayatolá impidiera una solución negociada para ‘una transición a la española’, que condujera a elecciones libres y una constitución más liberal. Por el contrario, la perspectiva de un ‘gobierno islámico’ es pintada con colores halagüeños, sin atisbo de sombras.
Dicho gobierno sería el ideal de recuperar lo que fue el Islam en tiempos del profeta y ‘avanzar hacia un punto luminoso donde sea posible renovar la fidelidad en lugar de mantener la obediencia’, sin nada que ver con el legalismo occidental. Como clarificación para el lector europeo, explica que nadie en Irán pretende que el futuro régimen esté dominado por las autoridades religiosas. ¡Vaya ocurrencia! Según nos cuenta, o le han contado, bajo el gobierno islámico se respetarán las libertades de todos, incluidas las de las minorías (siempre que no dañen a la mayoría). Acerca de la situación de las mujeres escribe esto: ‘entre hombres y mujeres no habrá desigualdad de derechos, sino diferencia, porque hay diferencia natural entre ellos’. Como ejercicio de clarividencia no tiene desperdicio.
Para el gran crítico de la modernidad, la novedad que trae la revolución islámica es la posibilidad de una ‘espiritualidad política’, que los europeos habríamos olvidado desde el Renacimiento
¿Está Foucault simplemente reflejando lo que le dicen sus interlocutores? En tal caso lo transmite sin ninguna reserva. Pero hay además una reflexión personal del filósofo acerca de la trascendencia histórico-mundial de lo que sucede allí: la fusión de religión y política que presencia en las calles y las mezquitas de Teherán impresiona al francés porque abre ‘una dimensión espiritual en la política’. Para el gran crítico de la modernidad, la novedad que trae la revolución islámica es la posibilidad de una ‘espiritualidad política’, que los europeos habríamos olvidado desde el Renacimiento. Por si queda duda, concluye su reflexión de este modo: ‘Me parece oír a los franceses riéndose, pero yo sé que se equivocan’.
Más que risas la posición de Foucault provocó reacciones airadas. Una de las más incisivas fue una carta a los editores de Le Nouvel Observateur, firmada por Atoussa H. Esta exiliada iraní, residente en París, se declara indignada por la actitud irresponsable de algunos intelectuales de izquierda acerca de la instauración de un régimen islámico y señala expresamente a Foucault. ¿Es que los iraníes sólo pueden elegir entre la Savak, la temible policía del Shah, o el fanatismo de los ayatolás? Atoussa tiene claro lo que significa esa ‘espiritualidad’ con la que coquetea Foucault y esa izquierda que desea la ley islámica ‘para los demás’: manos cortadas, flagelaciones públicas y ejecuciones sumarias. Si le espanta la posibilidad de un gobierno islámico, como a muchas mujeres iraníes, es porque conoce de primera mano la opresión que traerá para ellas. De ahí su aviso final: ‘La izquierda no debería dejarse seducir por un remedio que será seguramente peor que la enfermedad’.
La respuesta de Foucault fue desdeñosa: la mujer no sabe leer lo que critica y él no entra en polémicas. Salvo por un punto que le parece intolerable, como es que descalifique a todo el Islam bajo el viejo reproche de ‘fanatismo’, aportando odio en vez de inteligencia a la discusión. ¿Les suena? Curiosamente quien rechaza las descalificaciones indiscriminadas cuando se trata del Islam es el mismo que por las mismas fechas declara a una publicación persa que el capitalismo moderno ‘es la sociedad más cruel, más salvaje, más egoísta, más deshonesta y opresiva que uno pueda imaginar’.
La historia de Foucault es poco ejemplar, pero reveladora. Por más que sus exégetas se empeñen en buscarles un sentido filosófico profundo, sus crónicas sobre Irán reflejan una notable falta de inteligencia política. Y cuando los acontecimientos dejaron clara la naturaleza sanguinaria del nuevo régimen, que fue enseguida, se negó a responder a quienes le pedían una reflexión y se encerró en el mutismo. Uno de sus biógrafos habla de la ‘generosidad y locura de Foucault’ acerca de Irán, pero la generosidad hubiera estado en reconocer los errores. Queda en cambio el desvarío, como las protestas por la muerte de Amini han vuelto a recordar.
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