Es difícil encontrar, en la historia contemporánea de España, un hombre con más drogodependencia del poder que Manuel Fraga Iribarne. Aquel hombre de inteligencia desbordante y de formación académica temible dependía de su ambición de mando igual que un diabético depende de la insulina. Le tocó ser joven en una dictadura diseñada –como todas– para viejos, por más que presumiese de juventud y egolatría. No le importó. Se adaptó a las costumbres del régimen lo mismo que un yonqui se adapta a los horarios de su camello. Aquel hombre esdrújulo en todos sus extremos, más brillante y decidido que la inmensa mayoría de los saurios que anidaban en los despachos oficiales de aquel tiempo, estaba decidido a mandar algún día.
Cuando se dio cuenta de que Franco sí se iba a morir (muchos ministros y directores generales estaban convencidos de que eso no sucedería nunca), trató de afianzar su posición, algo que, para él, suponía el aplastamiento de sus adversarios, presentes o futuros. Le salió mal. Cometió la tontería de tocarle las narices al Opus Dei haciendo público el caso Matesa, uno de tantos latrocinios en los que participaban los saurios del régimen; pero en aquella ocasión se trataba de sus compañeros del Gobierno, y a Fraga le echaron del Ministerio. El anciano general, aconsejado por Carrero Blanco, decidió mantener al turbión gallego a una prudente distancia, y lo envió de embajador a Londres.
Allí Fraga decidió que quería ser Winston Churchill, pero para eso le faltaba sintaxis. Ambos escribían muchísimo y mentían con notable destreza, pero el gallego redactaba con los zapatos y el británico había ganado el Nobel de Literatura. Sin embargo, pasear por Oxford Street disfrazado con bombín y paraguas dio a don Manuel (ya le llamaban don Manuel) una perspectiva distinta sobre el modo de satisfacer su adicción. Para alcanzar el poder no había que ser el segundo de Franco sino el primero después de Franco. Cambiarlo todo para que todo continuase igual. Fraga ya había leído a Lampedusa.
Los franquistas que habían corrido como comadrejas a apuntarse a UCD volvieron a pedirle pan y agua a Fraga en cuanto el partido de Suárez implosionó
Fundó un par de extrañas sociedades, covachuelas que no tenían nada ni de económicas ni de eruditas, pero que dejaban muy claro hacia dónde se estaba moviendo el impetuoso Manolón, como también le llamaban: hacia la casilla de salida después de dar la vuelta a todo el tablero. Cuando Carrero fue dinamitado y Franco terminó de morirse, el presidente Arias Navarro –la versión española del Ricardo III de Shakespeare– nombró a Fraga vicepresidente del Gobierno para contener de nuevo al Opus Dei. Fue un desastre empedrado de bravuconadas y de cadáveres, pero los saurios del régimen, que llevaban ya tiempo durmiendo mal, vieron de pronto en Fraga a Aquel que anunciaron los profetas para mantener atado lo que no estaba nada bien atado y, de paso, salvar sus opíparos pesebres.
Y entonces llegó el milagro. Herido en lo más vivo cuando el Rey prefirió al joven Adolfo Suárez para pilotar la balsa de la Medusa que luego llamaríamos “Transición”, Fraga, que despreciaba a aquel petimetre que solo podía compararse con él en ambición, decidió reunir a su mesnada igual que Bernardo del Carpio llamó a sus doscientos, los que comían su pan. Y les dijo, sobre poco más o menos: lo que hemos venido manteniendo hasta ahora continuará con otro nombre. España y nosotros amamos a Franco, pero esta temporada se lleva la democracia y hay que hacer algunas modificaciones en el vestuario. Seguidme todos. Lo de ese chico de Ávila no puede durar. La calle es nuestra y el país también.
Y le siguieron. Fraga armó un artefacto prodigioso con media docena de ministros de Franco y algunas adhesiones inquebrantables más. Fue Alianza Popular. En las elecciones se dieron una leche terrorífica y el partido tardaría seis años en sacar la cabeza de debajo del agua, pero el milagro era ya irreversible: la mayor parte de lo que quedaba del franquismo se alojó bajo la arrebatada sombra del prócer gallego y de allí no se movió durante cuarenta años, que se dice pronto. Los franquistas que habían corrido como comadrejas a apuntarse a UCD, que no eran pocos, volvieron a pedirle pan y agua a Fraga en cuanto el partido de Suárez implosionó, como estaba previsto.
Ha hecho falta el descrédito de la totalidad de la clase política para que en España apareciesen, por primera vez desde 1976, brotes apreciables de neofascismo
No hicieron falta leyes contra la ideología del régimen, como sucedió en Alemania después de Hitler. Por obra y gracia de Manuel Fraga, en España no quedó un palmo de tierra en donde pudiera germinar algo que ya en todas partes se llamaba “extrema derecha”. Del gran Leopoldo Calvo-Sotelo a estribor, todo lo visible y lo invisible lo ocupaba el asombroso invento del tantas veces fracasado patrón gallego. Ese invento, transmutado luego por él mismo en el actual Partido Popular, contuvo a los ultras españoles –que los ha habido siempre, vaya si los había– hasta muchos años después de la muerte del propio prestidigitador.
Esa es su gran contribución a la historia contemporánea de nuestro país. Mucho más que sus libros, sus discursos o su pastoreo en Galicia durante década y media. Ha hecho falta no ya el fracaso de la izquierda, sino el descrédito de la totalidad de la clase política y la esclerosis múltiple de la democracia para que en España apareciesen, por primera vez desde 1976, brotes apreciables de neofascismo, si bien es cierto que ataviados todavía con trapos viejos de machismo, torería y pasodobles de Manolo Escobar. Y vemos ahora, atónitos, cómo el partido que fundó Fraga se desmorona y trata de sobrevivir igual que hizo hace 42 años: tratando de fagocitar amorosamente a los que tiene por suyos, sin darse cuenta de que lo más probable es que sean ellos los devorados porque el tiempo no vuelve nunca atrás. Ahora sí que Fraga ha muerto.
En estos días aparecen en Galicia algunos que tratan de exhumar a Fraga de su tumba en el Valle de los Caídos: quitarle honores, calles y medallas. Allá ellos. Se han equivocado de tumba. No escribirán la historia con ese afán de venganza póstuma. La damnatio memoriae no ha funcionado jamás ante la paciencia de los hechos. Fraga, como Cánovas, como Narváez, tiene un sitio en la historia de este país. Y no por sus ministerios ni sus presidencias ni sus mayorías absolutas autonómicas, sino por haber sembrado con sal para cuatro décadas la tierra donde podía crecer el neofascismo; por haber quemado los nidos donde aguardaban los huevos de los saurios, que ahora vemos renacer.
Otra cosa, claro está, es que él lo quisiese así. O al menos que lo supiera.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación