Los recientes pactos municipales han dejado flotando en el ambiente la sensación de que se han discutido más de los puestos de poder -un poder difuso y aparente- que de los programas a desarrollar en los próximos cuatro años. Al parecer, la dinámica será la misma en los parlamentos regionales, y en la investidura de Pedro Sánchez como único presidente del Gobierno posible, dada la actual composición del Congreso de los Diputados.
Se achaca a la polarización las dificultades para gobernar. Pero la polarización estuvo presente en las relaciones entre los partidos políticos desde el mismo origen de nuestra democracia. La diferencia estriba en que hasta que surgieron nuevos partidos, la polarización no impidió al partido mayoritario gobernar con un amplio margen de seguridad y de programación política, pues aunque estaba sujeto a la oposición implacable del otro partido gubernamental, en asuntos importantes solía darse el acuerdo o consenso, algo que fue disminuyendo a partir de los años del cambio de siglo. Aznar, Almunia, Zapatero, Rajoy, Rubalcaba y Sánchez fueron diferentes en ese sentido a Suárez, Calvo Sotelo, Fraga y González.
Es el pluralismo partidario el que hace que la polarización dificulte gobernar. La pluralidad partidaria -en el caso español, que no es el único- ocasiona que los partidos políticos pierdan internamente pluralidad ideológica, y que cuantos más partidos compitan por los votos menos variado o plural será el perfil de los representantes elegidos. Como la multiplicación partidaria produce una lucha electoral permanente, la virtud cotizada del representante ya no es lo que aporta éste en prestigio, competencia y ejemplaridad, sino si será un buen gladiador en el circo continuo de la política.
Lo sucedido en el ámbito de Ciudadanos con Manuel Valls y Albert Rivera ha tenido que provocar un escalofrío ético en las sensibilidades auténticamente liberales
Obviamente, la disciplina aparece como el valor supremo, y la cruz de su cara son las expulsiones o rupturas para todo aquel que exprese un pensamiento distinto del mando único de su partido. Lo sucedido con Manuel Valls en el Ciudadanos de Albert Rivera, ha provocado un escalofrío ético en cualquier sensibilidad auténticamente liberal. El dogmatismo autoritario de Rivera le ha regalado a Manuel Valls la vitola de convertirse en una especie de George Orwell, precisamente en Barcelona, donde se está librando un nuevo combate entre la democracia liberal y el sectarismo ideológico de derechas y de izquierdas. Más triste es ver a Inés Arrimadas, desplazada del debate europeísta que Valls ha iniciado en Cataluña, por culpa del tacticismo de su partido.
Si los valores se ausentaron en el debate poselectoral, tampoco los programas a llevar adelante en los siguientes cuatro años han condicionado los votos a favor del alcalde y del equipo capaz para ello. En Burgos, por ejemplo, Daniel de la Rosa es alcalde porque Vox no aceptó que lo fuese el representante de Ciudadanos, la tercera fuerza, votada sólo por el 16 por ciento, mientras que los socialistas de De la Rosa habían superado el 36 por ciento de los votantes. Vox y muchísimos burgaleses, de todos los partidos, escucharon escandalizados cómo sus votos eran ignorados por la oligarquía partidocrática que se repartía alcaldías de toda España, desde un despacho de Madrid, a puerta cerrada.
Menos suerte tuvo Xavier García Albiol, el candidato del PP, votado por el 37 por ciento de los electores de Badalona, que no fue alcalde porque todos los restantes concejales eligieron al representante socialista, Alex Pastor, quien con un 19 por ciento, era también la tercera fuerza, bien que en este caso los socialistas no negociaron nada, limitándose a votar a favor por sí mismos.
La globalización actual, al someter la política democrática al imperio irresponsable de la economía, no deja margen para imaginar medidas de gobierno nuevas y transformadoras
¿Por qué no cuentan nada en los acuerdos actuales las medidas programáticas de gobiernos locales, autonómicos y nacional? Porque la globalización actual, al someter la política democrática al imperio irresponsable de la economía, no deja margen para imaginar medidas de gobierno nuevas y transformadoras. El gran acuerdo surgido en las democracias tras la derrota de los fascismos consistió en que la política, el Estado en suma, se ocupaba de corregir las desigualdades creadas por el capitalismo. Entonces apareció la “economía social del mercado”, que condujo al “Estado social y democrático de Derecho” (por cierto, está en la Constitución de 1978). John Rawls (1921-2002), un filósofo norteamericano, en más influyente pensador del Derecho social de nuestro tiempo, se hizo famoso con su “Teoría de la Justicia” (1999), donde desarrolla la idea de “la justicia como equidad”. Según Rawls, “las desigualdades inmerecidas requieren una compensación”. Es decir, el Estado está obligado en justicia a corregir las desigualdades.
Esto desapareció con un capitalismo sin control y generador de enormes tensiones en las naciones democráticas de nuestros días. España podría pesar en Europa a la hora de formular alternativas a ese disparate. Es algo urgente: antes de que Trump gane sus elecciones, y busque la destrucción de los últimos vestigios del “Estado social y democrático”. ¿Existe la posibilidad de un gran acuerdo? Viendo que los nuevos partidos tienen a sus dirigentes envejecidos ideológicamente, ¿podrían los dirigentes nuevos, de los partidos tradicionales, Sánchez y Casado, hacer posible el nuevo gran acuerdo necesario?
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