Opinión

“La Francia rural quiere ver tu cabeza clavada en una pica”

La llegada de Emmanuel Macron a la presidencia de la República Francesa en mayo de 2017 fue saludada con la general algarabía que en épocas de incertidumbre suele acompañar al

La llegada de Emmanuel Macron a la presidencia de la República Francesa en mayo de 2017 fue saludada con la general algarabía que en épocas de incertidumbre suele acompañar al héroe dispuesto a rescatar de la miseria no solo a Francia sino a la entera UE. El último mohicano. El ángel capaz de alumbrar el camino al viejo continente. Francia podía tener remedio gracias a este chico espabilado y bien parecido, salido de nadie sabía muy bien dónde, que el viernes cumplirá 41 años. Tras el fiasco de Nicolás Sarkozy, el campeón marchito que años atrás quiso también salvar a Francia de las garras de un estatismo atroz, Macron se presentaba como la última esperanza. En este diario yo mismo saludé el fenómeno con el entusiasmo del agnóstico dispuesto a creer en los milagros a poco que el mago obrara un dizque prodigio. Víctima de la proverbial arrogancia que suele apoderarse de los inquilinos del Elíseo, su figura ha resultado muy deteriorada en apenas 18 meses de Gobierno, con un índice de popularidad que hoy apenas roza el 21%. La revuelta de los “chalecos amarillos” le ha puesto contra la lona, obligándole a arrojar la toalla. Eximia representante del “Estado Providencia”, la Francia profunda se resiste a cambiar, dispuesta a morir con las botas puestas mientras el mundo globalizado compite a cara de perro. Es el problema de Francia y, por extensión, del resto de Europa.

Los franceses disfrutan de la segunda mayor renta per cápita de entre los 27 países que componen la UE, solo por detrás de Luxemburgo. Desde 1970, el nivel de vida promedio del 10% más pobre de los hogares ha aumentado en casi un 20% en euros constantes, con el porcentaje más bajo de hogares pobres en Europa, solo por detrás de Dinamarca y Chequia. Francia es uno de los países más igualitarios del mundo, sin que la crisis financiera de 2007 lograra aumentar la brecha entre ricos y pobres. Contrariamente a la opinión generalizada entre los propios franceses, las grandes fortunas contribuyen con largueza a las arcas del fisco. El 1% de los hogares más ricos paga el 25% del total del impuesto directo sobre la renta. Del mismo modo, es el país europeo que más grava los rendimientos del capital, muy por delante de Bélgica y Dinamarca, países que ocupan el segundo y tercer puesto en ese ranking. Las empresas galas son las que más impuestos pagan de Europa, de nuevo muy por encima del promedio de la zona euro. ¿Cómo explicar entonces que los franceses aparezcan siempre en las encuestas como uno de los pueblos más infelices y pesimistas del mundo desarrollado? ¿Cómo entender que los ciudadanos de un país que dedica casi el 58% de su PIB a gasto público –frente al 48% de Alemania, el 44% de España y 35% de Gran Bretaña-, además del 47% a gasto social, se quejen tan amargamente de los servicios públicos que reciben y del sistema de protección social que disfrutan? ¿Por qué tanto bienestar estadístico y tanto malestar en la vida real?

Denis Olivennes, columnista de Le Figaro (“État-providence, les raisons du malheur français”, martes 11), afirma que Francia se ha dotado de un sistema redistributivo sostenido por las clases medias (52% de tipo máximo del IRPF, frente al 39% promedio de la UE) que penaliza directamente a esa clase media. El cabreo de los franceses que se ven obligados a trabajar más de medio año para pagar sus impuestos no tiene límites. Más o menos como en España. Las familias galas de bajos ingresos pagan mucho menos de los beneficios sociales que reciben, las clases medias bajas pagan tanto como reciben y las clases medias altas son las que corren con la cuenta soportando la mayor parte de la carga fiscal. Algo falla en un sistema que desincentiva el trabajo y el esfuerzo. Desde hace décadas las clases medias nutren de recursos a ese voraz Estado Providencia que luego se vuelca en ayudas a los más pobres, población emigrante incluida. El francés medio recibe poca ayuda social y se siente mal atendido por las administraciones. Ni disfruta de la “asistencia” de que gozan los más pobres, ni dispone de la riqueza de los más ricos. Jodido desde casi todos los puntos de vista. ¿Resultado? La revolución de las clases medias. La protesta de esos  “chalecos amarillos” que empezó como una reivindicación contra la subida del gasóleo y que ha derivado en revuelta como expresión del hartazgo de unas clases medias empobrecidas.

La arrogancia de Macron

Por si ello fuera poco, ese francés medio se considera gobernado por la arrogancia de unas elites que desde el Elíseo y Matignon, cuando no la propia Asamblea Nacional, toman decisiones en su nombre sin saber si matan o espantan. Arbitrismo a palo seco. Como en España. Es el París que ignora, cuando no desprecia, a la Francia rural, y la respuesta violenta de los “chalecos” contra la muerte por decreto del gasoil, la limitación de velocidad a 80 km/hora, el recorte de las ayudas personalizadas a la vivienda (APL), y tantas cosas más. Este mismo viernes, Macron recibía la visita en el Elíseo de una docena de alcaldes dispuestos a contarle la verdad de lo que dicen y sienten los franceses. “¿se da usted cuenta, señor Presidente, que la gente de la Francia rural quiere ver su cabeza clavada en una pica?” (Arnaud Pericard, alcalde de Saint-Germain-en-Laye). “¿Cuándo escuchará a quienes estamos en contacto los 365 días del año con los problemas de los ciudadanos?” (Karl Olive, alcalde de Poissy). Invitado a almorzar por el presidente con los regidores, Sarkozy recordó una frase por él pronunciada en 2009: “Los franceses guillotinaron a un rey. Este es un país regicida. En nombre de una medida en apariencia simbólica son capaces de volver Francia del revés”.

No necesitaba Macron que nadie le metiera el miedo en el cuerpo. Lo trae de fábrica. El ex ejecutivo de Rothschild que llegó al poder diciendo la verdad, que el país precisa una desfuncionarización radical (el 20% de los trabajadores son empleados públicos); que la economía necesita liberalizarse (el Estado mantiene participaciones de control en más de 80 empresas de primer nivel, algunas conocidas multinacionales) para abrirse a la competencia exterior; que su Estado del Bienestar no se puede sostener sin abordar reformas radicales… El Macron que ya en 2016 acierta en el diagnóstico, propone las soluciones adecuadas y gana la presidencia de la República de forma arrolladora, se encierra después en el Elíseo, se torna un gobernante arrogante y autoritario, y finalmente se lo hace en las calzas cuando frente a su ventana aparecen las tropas de esta moderna Vendèe enarbolando las picas de la violencia. Y en lugar de aguantar la embestida, adopta medidas populistas que vienen a certificar su derrota. Se viene abajo. Propone un “un nuevo contrato social” acompañado de gestos como la subida del salario mínimo en 100 euros, y “esto lo va a pagar el Estado”, dice, como si al final de la cadena los paganos no fueran a ser los mismos, todo en un intento de aplacar la furia de unos “chalecos” que ayer mismo volvieron a llenar las calles, con más manifestantes en Burdeos y Toulouse que en París.

¿Y por qué no se plantea usted reducir el tamaño de ese Estado tan elefantiásico como carísimo, para que resulte menos gravoso para los ciudadanos franceses? La enorme paradoja de lo que está ocurriendo en Francia es que el diagnóstico Macron sigue siendo acertado y que Francia solo tiene solución con más “macronismo” (y desde luego con otra forma de gobernar menos despótica), es decir, llevando a la práctica el programa político que colocó a este elegante enarca en el Elíseo. Una pregunta urgente salta a la vista: ¿Tiene un debilitado Emmanuel Macron capacidad de maniobra suficiente para llevar a cabo las reformas que tenía previstas en 2019, que incluyen nada menos que una revisión de la Constitución y una no menos importante reforma del sistema de pensiones? ¿Puede todavía transformar Francia a mejor? ¿Habrán bastado los 13 minutos de discurso televisado del lunes, en el que, en tono de perfecta contrición, admitió sus errores, para hacerse perdonar por esa “Galia refractaria al cambio” a la que reiteradamente ha desdeñado en los últimos 18 meses?

Victoria de los "chalecos", derrota de las elites

En La République en Marche (LaREM), el partido del Gobierno, piensan que sí, que el presidente no ha traicionado todavía ninguna de las grandes reformas planteadas en su programa electoral. La revuelta de los “chalecos”, sin embargo, ha hecho aflorar las diferencias entre el propio presidente y Edouard Philippe. De momento, Macron ha resistido la tentación de utilizar el fusible de su primer ministro, tradicional chivo expiatorio de las culpas de todo presidente que se precie, que ya dijo otro francés célebre, Clemenceau, que “cualquiera puede cometer errores y adjudicárselos a otro. De eso va la política”. No son pocos los que piensan, sin embargo, que el discurso del lunes ha venido a suponer una rectificación en toda regla de dicho programa y una vuelta al proteccionismo con el que Mitterrand quiso acabar en 1983 (Eric Zemmour en Le Figaro de ayer sábado). Forzado por los “chalecos”, Macron se pliega a lo “nacional” y lo “social” renunciando a lo “global”, a la idea de insertar Francia en el siglo XXI. Asistimos al triunfo de la ola proteccionista y conservadora que recorre Europa. Taza y media de Estado Providencia. Ni rastro de esa corriente liberal que Emmanuel dijo venir a representar, dispuesta a modernizar Francia y la propia UE. Es la victoria de los "chalecos” y la derrota de esas elites que lo elevaron a los altares.  

Todavía disfrutando de un alto nivel de vida, el vecino parece un país condenado a un declive lento pero inexorable. Un país mediocre en casi todo, controlado por unas mayorías reacias al cambio, acostumbradas a vivir de la teta de ese Estado Providencia imposible de financiar en el medio y largo plazo, víctima de ese igualitarismo atroz que como una nueva peste recorre Europa (más la ideología de lo políticamente correcto, el feminismo radical y demás ismos que en nuestros días han sustituido a la utopía comunista). Un país, como toda la UE, cuyo PIB apenas crece y que no ofrece oportunidades a los jóvenes, porque cuando el Estado levanta el telón de sus compromisos financieros cada 1 de enero ya tiene asignado casi el 100% de su gasto presupuestario. Una Francia en declive en una Europa en declive, condenada a convertirse en un gigantesco parque temático para millonarios asiáticos. Sin liderazgo alguno. Con Merkel en trance de desaparición y prematuramente derrotado Macron, sobre el mapa de Europa se cierne el paisaje melancólico de lo que pudo haber sido y no fue.  

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