Cuando murió Franco yo tenía 12 años. Naturalmente, lo sentí mucho. Como la gran mayoría del país. La última década y media de la dictadura fue de una gran estabilidad y prosperidad económica. Aquel confort indiscutible y el empleo boyante dieron lugar a una adhesión progresiva y generalizada al Régimen tras las penurias tremendas de la posguerra. Pero nadie sabía, después de la muerte del dictador en su cama, para escarnio de los opositores de salón, cómo se desarrollarían los acontecimientos. La incertidumbre era completa y total.
Recuerdo estar oyendo el parte en casa almorzando con mis padres cuando dieron la noticia de que Adolfo Suárez, un perfecto desconocido para la gente corriente, se haría cargo de la presidencia del Gobierno. Contra las conjeturas, resultó ser un acierto colosal. No ha habido un proceso histórico tan magno y brillante como el de la Transición hasta que llegó el socialista Zapatero al poder, emergieron los leninistas de Podemos en el Parlamento y se ha acabado de rematar la faena con el señor Sánchez en La Moncloa por medio de una maniobra artera.
La Guerra Civil fue desgraciadamente inevitable porque la izquierda, que alcanzó el Gobierno de manera más que discutible, se mostró incapaz de mantener el orden público, de garantizar la propiedad privada y de proteger la libertad de credo. Y mucho menos de respetar al adversario. Practicó una violencia institucional cruenta que devino en intolerable para más de la mitad de la nación, a la que abocaba al comunismo letal. Estos hechos han sido tan reiteradamente probados que da asco tener que repetirlos. Lo que vino después fue el horror consustancial a todas las guerras, y las civiles son particularmente dramáticas.
En 1957, el dictador decidió guardar sus viejos prejuicios en el cajón y, aconsejado por algunos ministros y funcionarios tecnócratas, llamó a las puertas del FMI
Llegó un momento, en 1957, en que la autarquía decretada por Franco agonizaba. La caja fuerte de las reservas monetarias estaba vacía y peligraba hasta el suministro de gasolina. Fue en ese momento tan perentorio cuando el dictador decidió guardar sus viejos prejuicios en el cajón y, aconsejado por algunos ministros y funcionarios tecnócratas (los más destacados, del Opus Dei), llamar a las puertas del FMI. La economía necesitaba un ajuste de caballo que requería una urgente asistencia internacional. Con el Plan de Estabilización de 1959 el país abrazó por primera vez la economía de mercado.
En 1994, que fue la primera y única vez que el FMI ha celebrado su Asamblea Anual en España, bajo el mandato de los socialistas, y con Carlos Solchaga como ministro de Economía, publiqué en el diario Expansión una entrevista con Manuel Varela, gran muñidor de aquel momento crucial, que fue durante 12 largos años gobernador suplente de nuestro país en el Fondo. La entrada en el FMI, decía Varela, supuso el fin de lo que hasta entonces, y probablemente desde mucho antes del franquismo (en el siglo XIX), habían sido las líneas maestras de nuestra política económica: "Renunciamos a la inflación como modo de financiación del gasto, renunciamos a la protección comercial frente al exterior y renunciamos también a la intervención del Estado en la economía como columna maestra del sistema".
La economía empezó a crecer a una tasa del 7 por ciento anual y floreció la clase media, la que nos ha dado educación y prosperidad
Esta operación de altos vuelos se debió básicamente a tres personas: Alberto Ullastres, ministro de Comercio, que era economista y políglota; Mariano Navarro Rubio, que era jurista militar, y que fue el encargado de atar en corto a los reticentes y nostálgicos, y Juan Sardá, director del Servicio de Estudios del Banco de España y hombre cabal que conocía a fondo los entresijos del Fondo. En poco tiempo, casi todo empezó a ir sobre ruedas en el país tras esta gran demostración de pragmatismo político que tuvo un protagonista decisivo: Franco. La economía empezó a crecer a una tasa del 7 por ciento anual y floreció la clase media, la que nos ha dado educación y buena vida a los que ahora tenemos mi edad sin guardar rencor alguno. En aquel trance crucial, Franco demostró que era bastante más que un dictador. El mismo dictador que estaba enterrado en el Valle de los Caídos hasta hace unos días y cuyos restos acaban de exhumarse.
Mi vago desconsuelo infantil con la desaparición de Franco se esfumó como por ensalmo tras su entierro. Luego, como tantos, fui suarista, juancarlista, votante de la UCD, y solo Dios quiso, por muy poco, que no acabase en el socialismo, que es la ideología política que más tiempo ha ocupado el poder en España después de Franco. Tanto que, hasta el surgimiento de Aznar, parecía la única manera incontrovertible de abordar incluso los problemas económicos, más que acuciantes por los estragos que causaba sistemáticamente el PSOE en el equilibrio presupuestario, en la inflación y en el mercado laboral.
Desprecios y ofensas
Tanto ha estado el Partido Socialista en el poder que cree ser la única formación con derecho de pernada para ejercerlo, y con legitimidad histórica para impartir el carné de demócrata, de moderno y de justo. Pero yo me opongo. Habría deseado que el dictador siguiera enterrado en el Valle de los Caídos por respeto a la historia, pero sobre todo porque no acepto lecciones de democracia de los sectarios socialistas; ni de los de Zapatero ni de los actuales y peores de Sánchez. No acepto que Óscar Puente, el portavoz de la Ejecutiva socialista con pinta de camisa parda, diga, a propósito de los que desaprobamos la exhumación: "Les das una oportunidad de que demuestren que son una derecha verdaderamente democrática y homologable a otras derechas moderadas europeas, alejada de cualquier vinculación histórica con la dictadura, y no desaprovechan la ocasión para retratarse".
Por eso aquí me retrato, y denuncio esta operación de pirotecnia política y de demagogia insoportable que no solo tiene unos descarados y vergonzosos propósitos electorales, sino otros más corrosivos, que son los de practicar la venganza, los de alimentar el resentimiento y los de dividir y emponzoñar la convivencia social, con más exhumaciones y ocurrencias que vendrán. También, desde luego, el propósito de destruir todo lo que se pueda a la derecha como eventual alternativa política. Y esta es una estrategia completamente devastadora, en mi opinión, que conviene denunciar.
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