Hay mucha gente por ahí que piensa que todos los curas son malos, o vagos, o pederastas, o de extrema derecha, del mismo modo que también hay quien cree todo lo contrario: que todos son buenos y respetables por el mero hecho de ser curas. Eso, naturalmente, no es verdad. Es lo mismo que decir que todos los políticos son iguales, o que todos los rusos apoyan al tal Putin, o que todos los catalanes son agarraos. Son prejuicios y nada más. Hay clérigos admirables y los hay que dan asco. Como pasa en todos los rincones de la vida.
Ahora, hace un par de días, mientras todos estamos mirando con los ojos muy abiertos lo que pasa en Ucrania, o el asunto ese de los indepes que se escandalizan de que el CNI los espíe mientras tratan de acabar con el Estado, o el crecimiento de las escuadras de Vox, o el precio de la luz, se ha muerto fray Carlos. Sin el menor ruido, sin molestar a nadie, en un hospital de Guadalajara. Carlos Amigo Vallejo, cardenal de la Iglesia católica, arzobispo que fue de Sevilla. Franciscano. Un tipo admirable, se le mire por donde se le mire. Tenía 87 años. La noticia, para mí no esperada, me ha dolido, porque tuve la suerte de conocerle. Y le tenía un gran aprecio.
Hay que estar ciego para no darse cuenta de que la Iglesia católica, también la española (quizá sobre todo la española), tiene una brecha en el medio que separa a dos viejos grupos: los “progresistas” y los “conservadores” o tradicionalistas, como se les ha llamado siempre. En España, esa brecha se abrió con claridad en los años 60 del siglo pasado y no se ha cerrado. Cuando la institución, pilotada entonces por Pablo VI, decidió empezar a soltar amarras con la dictadura de Franco, unos se pusieron de un lado y otros de otro. Así ha seguido siendo hasta hoy. Así sigue siendo hoy, muchas veces con verdadero encono.
Tender manos y estrecharlas. Nunca buscó obtener la victoria. Lo que quería era conseguir la paz, el entendimiento, la concordia
Fray Carlos Amigo, franciscano, siempre pretendió tender puentes entre esas dos orillas separadas. No es que se situase en el medio, como hicieron y hacen tantos que van de un sitio a otro según sople el viento desde Roma; es que pretendía sinceramente una reconciliación. Exactamente eso es lo que hizo siempre, en todos los aspectos de la vida, allí donde le tocó estar: tender manos y estrecharlas. Nunca buscó obtener la victoria. Lo que quería era conseguir la paz, el entendimiento, la concordia.
Lo primero que impresionaba era su aspecto. Había pocos clérigos así. Alto, guapo, fuerte, elegante, con un cabello blanco impecablemente peinado (también era coqueto, se lo podía permitir), parecía un príncipe del Renacimiento. Tenía una voz de barítono-bajo que impresionaba. Y luego aquella sonrisa que transmitía un mensaje evidente: de ese tipo te podías fiar.
Pero lo mejor estaba en su cabeza. De chaval empezó Medicina, que no acabó porque se fue al noviciado. Pero nunca en toda su vida dejó de estudiar, de leer, de aprender. Se licenció en Filosofía en Roma, en Psicología en Madrid y en Teología en Santiago. Fue profesor de educación especial, de Antropología y de Filosofía de la Ciencia. Escribió 28 libros, que se dice pronto. Perteneció a aquella generación de clérigos españoles (los Echarren, Tarancón, Larrea, Romero de Lema, bastantes más) que tenían una formidable preparación académica e intelectual, que hablaban idiomas, que podrían haberse ganado la vida perfectamente fuera de la Iglesia. Y que, como toda persona con una formación sólida, pensaban por su cuenta y era difícil imponerles ideas o actos absurdos, por más jerarquía que hubiese en la institución. Una simple mirada curricular a la inmensa mayoría del episcopado español de hoy deja ver hasta qué punto aquella brillante generación se extinguió. La luz de la razón, la luz del estudio y de la brillantez, fue sustituida por la grisalla de la obediencia y la disciplina. Hoy no queda mucho más. Hay excepciones, pero son contadas.
Empujó a las sacrosantas, poderosas hermandades y cofradías semanasanteras, a aceptar la realidad social en que vivían y a terminar con la discriminación de las mujeres
La personalidad de fray Carlos llamaba la atención. Le hicieron obispo a los 39 años y lo enviaron a Tánger. Allí el gran franciscano se dejó la piel en el diálogo interreligioso, en los contactos fraternales con los musulmanes y con los demás no cristianos. Juan Pablo II le nombró arzobispo de Sevilla en 1982, pero le hizo esperar 21 años más para hacerle cardenal. En Sevilla sucedió a otro hombre esencialmente amable: el cardenal Bueno Monreal, un conservador que había participado en el Concilio Vaticano II y que, al volver, decía: “Al encontrarme frente a esos nuevos planteamientos que presentó el Concilio, ciertamente que se produce, qué sé yo, como un sentimiento extraño y algo doloroso (…) Todo lo que yo he aprendido y he estudiado y he vivido, ¿ha sido inútil? ¿Es que no sirve ya? ¿Dónde están, entonces, la verdad y la certidumbre?”.
Ese desconcierto habría sido inimaginable en fray Carlos, un hombre que pensaba que las dificultades están ahí para ser vencidas, no temidas. En Sevilla se hizo querer hasta por quienes no le querían. Empujó a las sacrosantas, poderosas hermandades y cofradías semanasanteras, a aceptar la realidad social en que vivían y a terminar con la discriminación de las mujeres. Se esforzó como pocos en el difícil acercamiento con los cristianos no católicos de Hispanoamérica.
Yo lo conocí en la presentación de uno de los libros de mi amigo Jesús Bastante, aquella biografía apresurada de Benedicto XVI, al que acababan de elegir. A fray Carlos daba gloria oírle hablar, tanto por lo que decía como por cómo lo decía. Llenaba él solo la sala con aquella voz. Recuerdo que había allí un periodistillo de esos que nunca faltan, que buscan enconadamente tres pies al gato, y que se empeñó en preguntarle a fray Carlos por esas cosas que alguna gente se empeña en creer: las profecías de Nostradamus, de San Malaquías o de San Patatías, que aseguraban que Ratzinger iba a ser no sé si el último o el penúltimo Papa, no me acuerdo ahora. Fray Carlos se echó hacia atrás en la silla, luego empujó la cabeza hacia delante como quien remata un córner y, con aquel vozarrón, exlamó: “¡Patrañas! ¡Pa-tra-ñas!”, y luego soltó una carcajada que parecía compuesta por Verdi para alguna de sus óperas.
Hablamos algunas veces más, con frecuencia por teléfono, siempre bastante largo, siempre con una cordialidad y una exquisitez –tanto intelectual como humana– que a mí me fascinaban. Luego dejamos de hacerlo y ahora llega la tristeza de su muerte. Se ha ido un hombre bueno. Un hombre, a mi entender, diametralmente opuesto al temor que sentían –y que inspiraban– los de la otra orilla, los airados y los airables, los intransigentes y disciplinantes, los roucos y los varelas. Se ha ido un hombre luminoso, sabio y fraternal, un hombre generoso y valiente. Un tipo de los que ya van quedando pocos en la Iglesia española, muchos de cuyos funcionarios parecen estar, sencillamente, esperando a que se muera este Francisco del demonio, este jesuita medio loco y medio comunista (dicen, murmuran), para correr a ocupar de nuevo los despachos y las canonjías y las palanquitas de ese poder que consideran suyo.
Le echaremos de menos, querido fray Carlos. Le echaremos mucho de menos. Buen viaje.
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