Hace ochenta y cuatro años y mediante un pucherazo monumental llegó al poder en España un Gobierno socialista-comunista-separatista dispuesto a aplicar un proyecto radical basado en el odio de clase, la destrucción de la propiedad privada, el anticlericalismo feroz y la fragmentación de la Nación en pretendidas nacioncillas laminadoras de la pluralidad interna de las sociedades catalana y vasca. El resultado de esta operación de corte totalitario y antidemocrático es de sobras conocido, una cruel guerra civil que dejó el país arrasado y cuatro décadas de dictadura.
La Transición y su obra más destacada, el sistema institucional y político consagrado en la Constitución de 1978, pretendió poner los cimientos de una etapa nueva que nos salvase de repetir los trágicos errores del pasado. El gran pacto civil que la posibilitó y la plena integración en la Unión Europea y en el mundo occidental democrático, junto a un notable desarrollo económico, parecía garantizar el éxito de empresa tan loable como sensata. Sin embargo, este aparentemente brillante logro albergaba dos patologías potencialmente mortales en su seno, El Estado autonómico y la partitocracia.
La pasividad suicida, cuando no el colaboracionismo activo, de los dos grandes partidos, ante este diseño tan eficaz como implacable, lo ha hecho triunfar hasta los extremos que ahora padecemos
El primero proporcionó a los nacionalistas en Cataluña y en el País Vasco, irrelevantes al inicio del cambio, pero que nunca habían renunciado a su propósito final de liquidación de la unidad nacional, los instrumentos políticos, educativos, simbólicos, administrativos, políticos y de creación de opinión necesarios para llevar a cabo un trabajo paciente e implacable de ingeniería social que transformase a sus Comunidades en focos activos de separatismo violento. La pasividad suicida, cuando no el colaboracionismo activo, de los dos grandes partidos nacionales, ante este diseño tan eficaz como implacable, lo ha hecho triunfar hasta los extremos que ahora padecemos. El segundo ha propiciado un nivel de corrupción que ha rozado en determinados territorios y ocasiones la categoría de sistémico a la vez que ha pervertido la función y la naturaleza de los órganos constitucionales y reguladores, sin que ni siquiera el poder judicial haya escapado a su acción disolvente.
Hoy, contra toda lógica y en un olvido suicida de nuestra experiencia histórica, volvemos a las andadas en un contexto sin duda muy distinto, pero con rasgos cualitativos inquietantemente semejantes a los de 1936. Por supuesto, la renta per cápita española es mucho más alta que entonces, las desigualdades sociales se han atenuado, la pertenencia a la UE y a la OTAN actúan como amortiguadores de disparates excesivos y la población está totalmente alfabetizada, pero nunca hay que infravalorar la tendencia de los seres humanos a entregarnos a la irracionalidad y a nuestros peores instintos. Véase lo que sucedió en Rusia en 1917, en Alemania en la década de los treinta del siglo pasado o en la antigua Yugoslavia en fechas relativamente recientes. Como señaló lúcidamente Jean Rostand, nunca se puede decir que algo es demasiado horrible para que suceda porque lo horrible también sucede.
Deuda, desempleo, crisis...
Aparte del riesgo evidente que para la misma existencia de España como entidad política, histórica y jurídica reconocible representa el Gobierno que se dispone a formar Pedro Sánchez, existe otro factor que aumenta la probabilidad de catástrofe que no ha sido suficientemente advertido y es su programa económico. En un contexto de evidente desaceleración, cada una de las medidas que han anunciado los eventuales socios de este Ejecutivo llamado Frankenstein son letales para el crecimiento, la competitividad y la creación de empleo. Si se materializan las subidas de impuestos, la derogación de la reforma laboral, el incremento del salario mínimo, el control de los alquileres, la indexación de las pensiones al IPC y el conjunto de actuaciones “sociales” que disparen el gasto público, el desempleo volverá a niveles insostenibles, la deuda se descontrolará y con ella la prima de riesgo y las inversiones se paralizarán o huirán. El clima de conflictividad así generado, combinado con el desgarro separatista, calentará el caldo propicio para que el populismo colectivista y los independentistas intenten derrocar la Monarquía y todo se descontrole hasta desembocar en un choque abierto de consecuencias imprevisibles.
Por consiguiente, la pregunta que cabe plantearse en esta hora crucial de España no es si las cosas irán mejor o peor, sino si la Nación sobrevivirá a lo que se nos viene encima y, si lo consigue, cuál será el precio. A los que venimos anunciando desde hace por lo menos dos décadas que la evolución de los acontecimientos conduciría al presente desastre se nos ha marginado, silenciado o acusado de catastrofismo y hemos tenido que esforzarnos infructuosamente en corregir el rumbo que consideramos equivocado siempre bajo fuego supuestamente amigo. Ahora que nuestras predicciones están a punto de cumplirse, nos queda por lo menos la tranquilidad de conciencia de que hicimos lo que pudimos. No escaparemos a las dolorosas consecuencias de no haber sido escuchados, pero la responsabilidad será de los que, prisioneros de su soberbia, su ignorancia, su ambición o su falta de luces, cerraron sus oídos a la verdad.
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