Opinión

Frente al separatismo, ¿concesiones o resistencia?

El separatismo es un monstruo de apetito insaciable, que surfea victimista sobre olas de agravios recurrentes o inventados

El segundo presidente de la I República, el catalán Pi y Margall, ante la revuelta cantonal afirmó: “No hay más que dos caminos, o la política de resistencia o la de concesiones. Yo declaro desde el banco del gobierno que soy partidario para mis correligionarios levantados en Cartagena y en cuantos puntos puedan levantarse (sic) de la política de concesiones”.

Esta política de concesiones derivó en que se declararan como repúblicas independientes Alcoy, Algeciras, Almansa, Andújar, Bailén, Cádiz, Castellón, Cataluña, Granada, Jaén. Jumilla, Málaga, Motril, Salamanca, Sevilla, Tarifa, Torrevieja, Valencia, y hasta el pueblo de Camuñas. Granada declaró la guerra a Jaén, mientras Jumilla deseaba la paz con todas las naciones extranjeras “y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina”. Cartagena se apoderó de dos fragatas de la Armada, bombardeando a la “la potencia extranjera, Almería”, a la que impuso el pago de tributos. Fue la tardanza en “resistirse” a los excesos territoriales lo que acabó con la I República (reflexión para republicanos) y eso que entonces el País Vasco no existía como tal.

Pero llovía sobre mojado. La rebelión de 1640 puso a Cataluña en manos del rey francés Luis XIV durante once años durante los que se apoderaría, con el dinero pagado por los catalanes, del Rosellón y la Cerdaña (que ya nunca devolvería), prohibiendo el uso de catalán. Cuando retorna Felipe IV en 1652, a solicitud del obispo de Vic, es recibido en Barcelona por masas empobrecidas y sangradas por la oligarquía al grito de “Viva la santa fe católica y el rey de España y muera el mal gobierno”. Aconsejado por sus asesores, el rey perdonaría la traición, sin tomar ninguna represalia y dejando instituciones y fueros intactos. ¿Sirvió esta concesión para parar el nacionalismo? Pues no.

Fue la tardanza en ‘resistirse’ a los excesos territoriales lo que acabó con la I República, y eso que entonces el País Vasco no existía como tal

55 años después, las cortes catalanas prometieron fidelidad a Felipe V a cambio del mantenimiento de varios privilegios. Luego traicionarían ese pacto, pasando a apoyar a Carlos porque supuestamente (nunca sabremos qué habría pasado de haber ganado la guerra de sucesión) les ofrecía más. Era una apuesta segura porque, pasara lo que pasara, pensaban que como mínimo, teniendo en cuenta los antecedentes, se quedarían con lo acordado con Felipe de Anjou. Pero éste era francés y por tanto nada ingenuo, con lo que aprobó los Decretos de Nueva Planta, que no obstante dejaban intacto el derecho privado catalán. ¿Resultado? Durante dos siglos Cataluña creció económicamente como nunca, olvidó sus reivindicaciones (más allá del proteccionismo) y vivió en paz con el resto de España…, hasta 1898, cuando resurge el nacionalismo al albur del pesimismo (injustificado) reinante. No obstante, poco antes (1886) Valentí Almirall señalaba (todavía) que los catalanes eran tan españoles como el resto de habitantes de las demás “regiones” de España y poco después (1916) Prat de la Riva propuso como lema electoral “Por Cataluña en una Gran España”.

Para hacer frente a las nuevas reivindicaciones la II República proclamó el Estado integral, que permitiría aprobar el primer Estatuto de autonomía catalán (1932). Desde el principio, ERC (entonces no existía Convergencia) contó con ministros en los gobiernos de Madrid: Jaume Carner fue ministro de Hacienda y el propio Lluis Comanys ministro de Marina, que equivaldría a nombrar hoy a Torra ministro de Defensa. ¿Sirvió esto para contentar al nacionalismo? Pues no. El 6 de octubre de 1934, Lluis Companys declaraba el Estado catalán.

Companys fue detenido, junto al resto de su gobierno, por el general (catalán) Domingo Batet. Se suspendió la autonomía y el Tribunal de Garantías Constitucionales los condenó por rebelión. Pero pocos días después de las elecciones de 1936, el gobierno del Frente Popular aprobó un decreto-ley de amnistía y restauraba la autonomía ¿Sirvió esto para parar el nacionalismo? Pues no. En lo único en que estuvieron de acuerdo Prieto, Azaña y Negrín fue en certificar la traición, en plena guerra, del nacionalismo catalán y vasco. Baste recordar el pacto del PNV ─el primer Estatuto de Autonomía vasco de su historia se aprobó en 1936─ con los fascistas italianos antes de la Batalla de Santoña, clave para el devenir de la guerra. Negrín manifestó que “si la guerra se pierde, se perdería principalmente por la conducta insensata y egoísta de Cataluña”. Y Manuel Azaña, arrepentido de su anterior “política de concesiones”, afirmaría: “Cataluña ha sustraído una fuerza enorme a la resistencia contra los rebeldes y al empuje militar de la República”.

Llega la Transición. Se aprueba una de las Constitución más descentralizadoras del mundo, donde se reconocen “derechos históricos”, incluido el concierto vasco. El Estatuto de Cataluña (1979) contempla competencias que le había negado la República (muy significativamente la educación). Con cada investidura y negociación de presupuestos, el nacionalismo logra nuevas concesiones, que siempre parecían que iban a ser las últimas pero que a la siguiente ocasión siempre aparecían más. Se aprueba un segundo Estatuto (2006) todavía más amplio que, a pesar de los recurrentes lamentos, el Tribunal Constitucional apenas toca (sólo una docena de artículos, de un total de 223 artículos y 22 disposiciones adicionales). ¿Sirvió esto para parar el nacionalismo? Pues no. Convocatoria de dos referéndums ilegales, incumplimiento sistemático de las sentencias judiciales y declaración unilateral de independencia el 10 de octubre de 2017.

En lo único en que estuvieron de acuerdo Prieto, Azaña y Negrín fue en certificar la traición, en plena guerra, del nacionalismo catalán y vasco

A pesar de ello, algunos siguen defendiendo que hay que hacer nuevas concesiones, que con el cupo catalán se acabará todo, aunque el caso vasco demuestre lo contrario. Incluso asumiendo la convocatoria de un referéndum tampoco se cerraría el “conflicto” pues, de perderlo, al día siguiente no reconocerían los resultados o se pondrían a trabajar para ganar el siguiente. De hecho, ya ha ocurrido: las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015 se plantearon como plebiscitarias. La propia CUP reconoció públicamente que lo habían perdido. Pero solo Antonio Baños dimitió, el resto continuó con el 'procés' como si nada. El separatismo es un monstruo de apetito insaciable, que surfea victimista sobre olas de agravios recurrentes o inventados.

Ahora 41 senadores (incluido el último candidato socialista francés) de uno de los países más centralistas del mundo, se permiten darnos lecciones de cómo debe funcionar un Estado descentralizado. Convendría recordar que ellos, tan demócratas, no han dudado en arrancar de raíz cualquier atisbo de veleidades territoriales, cada vez que amenazaban con brotar o aspiraban a recuperar lo perdido: Bretaña, Córcega, País vasco francés, Cataluña del norte, Provenza, Alsacia y Lorena…. ¿Lo han logrado haciendo más concesiones que nosotros? ¿Con los efectos mágicos y taumatúrgicos de los principios de la Revolución francesa? Nada que ver. Estudien la historia pasada y reciente de Francia (“una República indivisible” según su art. 1 de su Constitución, que está fuera de la posible reforma constitucional, y un art. 54 que impone a todos los ciudadanos “el deber de ser fieles a la República”) y encontrarán la respuesta.

El primer presidente de la I República, Estanislao Figueras (otro catalán con “seny”) harto de debates estériles, se refugió en París, tras gritar airado: Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Hoy, su interjección probablemente sería incluso más grave, pero seguiría huyendo a Francia, y no precisamente por ser más democrática...

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