Alguno de ustedes quizá recuerde (tampoco es tan importante) que el pasado 10 de febrero, en Vitoria, me caí y me rompí una pata. De las de atrás. La izquierda. Fue un accidente completamente idiota: tan solo resbalé y me caí. Estuve un mes tirado en la cama de un hospital. Me operaron cinco veces. Me pusieron en el tobillo aparatos terapéuticos de tal saña que se dirían inventados por alguien que, con toda probabilidad, jamás se ha roto ni una uña. He demostrado que soy un auténtico hacha tanto con la silla de ruedas como con las muletas. Pero lo he pasado fatal. Fatal.
El 9 de junio, ya más o menos recuperado, no tuve más remedio que volver a Vitoria, a una reunión importante. Un querido amigo que mide 1,90 y que pesa más que yo, que ya es decir, me pisó sin querer en plena herida. Vi todas las estrellas. La cicatriz se abrió, volvió a sangrar y retrocedimos como un mes en la recuperación. Una amiga a la que quiero mucho me dijo más tarde, completamente en serio:
–A ti lo que te pasa es que con Vitoria tienes malas energías. Tienes que hacer un esfuerzo para transformarlas en energías positivas.
Yo, sin mover un músculo de la cara, serio como un notario, respondí:
–¿Y qué hago? ¿Me compro un transformador y me lo cuelgo del cuello?
Pues ella se enfadó. Me dijo que no respetaba las ideas de los demás y me llamó, con evidente intención ofensiva, racionalista y científico.
Miren ustedes, yo creo que a quien hay que respetar es a los demás, porque son seres humanos. Pero no a las ideas de los demás, porque esas ideas pueden ser disparatadas o peligrosísimas. Yo respeto a Hitler o a Stalin en tanto que son personas y merecen la misma consideración que cualquier otro humano, sea quien sea: no los haría matar. Pero no puedo respetar sus ideas.
A Fernando, que lleva treinta años tomando globulitos homeopáticos, eso no le funciona. Ni a él ni a nadie. Le funcionan sus ganas de que le funcione. Es decir, su fe
Con María José me pasa lo mismo. La quiero mucho, somos amigos desde hace años y nos llevamos muy bien, pero me pone enfermo cada vez que me sale con la milonga de las energías o cuando me dice que, para lo del pie, lo que yo necesito es mucho reiki. Hago lo que puedo para no contestar, porque sé que es sensible y que lo hace con la mejor intención, y no me gusta hacer daño a los amigos. Pero no termino de entender por qué yo tengo que respetar que ella diga esas sandeces y ella no puede respetar que yo las considere eso mismo, sandeces.
Es lo que pasa con la inmensa mayoría de los creyentes, sea en lo que sea: que están convencidos de que poseen la verdad y se creen en la obligación de convertirnos a los demás, de salvarnos, de abrirnos los ojos a la fe.
Otro amigo, Fernando, está ahora mismo enfadadísimo con el gobierno de Sánchez y sobre todo con la ministra de Sanidad, Carmen Montón, porque dice que se dedica a perseguir a la gente libre. Explicación: Fernando lleva como treinta años (tiene más de 75) tomando a diario globulitos homeopáticos que le “receta” su primo, que es “médico homeópata”. Fernando tiene artritis, ciática, ácido úrico, diabetes, lleva un marcapasos y está sordo como un artillero de los de antes. Mi pregunta ha sido siempre la misma: “¿Para qué tomas los globulitos?” Respuesta: “Huy. Prefiero no pensar cómo estaría si no los tomase”.
No hay manera de convencer a Fernando de que los globulitos homeopáticos que trasiega, y que le cuestan una pasta, son un fraude. Mejor dicho: son bolitas dulces, como gominolas. No tienen el menor efecto sobre su organismo, porque se basan en un principio disparatado: el de dilución, que se sacó de la manga un tal Samuel Hahnemann a finales del siglo XVIII. Tiene la misma base científica que la varita mágica del hada madrina de Cenicienta. ¿Efectos beneficiosos? Sí, desde luego que los tiene: para la empresa Boiron, que se hincha a ganar dinero vendiendo agua con azúcar como si fuera una medicina, y para la numerosísima tropa de “médicos” que se lucran con la credulidad de la gente. Como dice Fernando: “Lo que pasa es que los científicos se creen que lo saben todo y eso no es verdad. A mí me funciona”.
Es lo que pasa con la mayoría de los creyentes, sea en lo que sea: que están convencidos de que poseen la verdad y se creen en la obligación de convertirnos
Pues no, no le funciona. Lo que le funciona es sus ganas de que le funcione. Es decir, su fe. Fernando se encontraría exactamente igual de bien (o de mal) si se tomase caldo de pollo o recitase avemarías; eso sí, con el mismo convencimiento con que se traga los globulitos. Es el efecto placebo. Y no es este gobierno ni esta ministra: son los gobiernos de medio mundo (al menos del civilizado) los que llevan ya tiempo desenmascarando el fraude, peleando con el poder económico de Boiron y sacando los globulitos homeopáticos de la lista de medicamentos, por la misma razón por la que no están en esa lista ni las estampitas de San Roque ni las cruces de la vida de los egipcios ni los molinillos budistas.
Y tampoco es verdad que los científicos se crean que lo saben todo. Los científicos ponen en cuestión todo lo que saben o descubren constantemente, y su método se basa en demostraciones, no en ilusiones. Eso los creyentes (también los creyentes en la homeopatía) no lo hacen jamás.
¿Hay que prohibir, pues la homeopatía? Pues yo creo que no. Si usted quiere tomarse los globulitos, hágalo. Pero tenga claro que no funcionan, ni a usted ni a nadie, y ni se le ocurra sustituir los tratamientos médicos por los homeopáticos, porque ya se ha muerto gente por hacer esa barbaridad. Y eso son palabras mayores.
Es lo que yo le digo a Fernando: la próxima vez que vayas al dentista, pídele que te cambie la anestesia que él tiene por “anestesia homeopática”. Si tienes glóbulos para hacerlo, claro.
Y me mira de medio lado y se ríe con mucha suficiencia, jo, jo, jo.
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