Fui a finales de marzo al cementerio de La Almudena y allí encontré un funeral. Se celebraba a las puertas de la capilla que se asienta a 200 metros de la entrada principal y era escaso en número de personas, pues había cinco y el cura. En mitad del quinteto de familiares se encontraba un hombre calvo con los brazos estirados y las manos posadas sobre la nuca de las personas que tenía a su derecha y a su izquierda. Como las medidas de distanciamiento social desaconsejan los abrazos, había ideado ese método para transmitir calor a sus allegados, pues frente a la gelidez de la muerte, no hay mucho más alivio que la cercanía de quienes comparten el mismo dolor en un entierro.
Han pasado dos meses desde que sucedió ese episodio y han sido casi 30.000 familias las que han tenido que asumir la lejanía a la hora de despedir a los muertos, pues el estado de alarma restringe las aglomeraciones en tanatorios y cementerios. Es decir, no sólo han tenido que asumir la pérdida, sino lidiar con la resignación de no poder participar de uno de los rituales que mejor evidencian que el hombre tiene conciencia de sí mismo y sensibilidad con sus semejantes.
El caso es que falleció el sábado el expolítico Julio Anguita y, pese a las prohibiciones, ha sido homenajeado por decenas de personas.
Conviene aclarar que el asunto no es culpa del finado, ni mucho menos este articulista tiene nada en su contra. De hecho, dejando a un lado las ideas que defendía y la afinidad o el rechazo que puedan causar, debería ser recordado por haberse resistido a capitular ante las obscenas presiones de ese binomio siniestro que durante tantos años han conformado el PSOE y el Grupo Prisa, que tanto contribuyó a cronificar las enfermedades de una democracia joven. Podrán los Juan Luis Cebrián y los Felipe González firmar tribunas y pronunciar conferencias sobre los pecados capitales de la España actual, pero que nadie se olvide de que una parte de sus defectos son atribuibles a sus penosos juegos de poder.
Diferente criterio
Lo que ha ocurrido hace unas horas durante la despedida de Anguita ha vuelto a evidenciar el agravio comparativo que existe entre los ciudadanos corrientes y quienes forman parte de la red institucional que han tejido durante las últimas décadas los partidos, convertidos en entes onmímodos que han engullido todo el Estado y lo han puesto al servicio de sus intereses.
Quizá la figura de la inviolabilidad sólo alcance a la cúspide de la Casa Real, liderada durante muchos años por don Juan Carlos I, quien será recordado por ser campechano, comedido e incorruptible, sin lugar a dudas. No dude usted, no lo haga. Ahora bien, la figura del aforado ha ido en España más allá de lo que decían los textos legales, pues ha estado acompañada de unas cuantas prebendas incuestionables. Quien ha pertenecido y pertenece a las familias del 'régimen' ha dispuesto de más derechos y menos obligaciones que el resto de los ciudadanos.
Sólo desde esa posición de superioridad absoluta se puede organizar y permitir una concentración tal de personas para despedir a un político en un momento tan complicado. Como sólo desde la plena convicción de que se está por encima del bien y del mal un representante público, como Pablo Iglesias, se saltó la cuarentena para acudir al Consejo de Ministros del 14 de marzo, cuando los españoles aún estaban digiriendo la imposición de encerrarse en sus domicilios por un tiempo indeterminado para proteger su salud a costa de hipotecar su economía.
Todo esto es una consecuencia de una democracia deformada en el que los partidos gobiernan sobre todo el Estado, el Estado pastorea a los ciudadanos; y los ciudadanos confían en el Estado como la fuente de resolución de todos sus problemas
Todo esto es una consecuencia de una democracia deformada en el que los partidos gobiernan sobre todo el Estado, el Estado pastorea a los ciudadanos; y los ciudadanos confían en el Estado como la fuente de resolución de todos sus problemas. Esto último, no sólo por parte de quienes observan en los subsidios un remedio contra todas sus enfermedades, sino también por parte de esos empresarios de Corte y moqueta que fían la evolución de su negocio al contenido del Boletín Oficial del Estado y sortean las crisis gracias a la generosidad de las arcas públicas. Amasan beneficios y socializan pérdidas.
Sin esta sensación de habitar por encima del bien y del mal, a nadie en su sano juicio se le ocurrirían homenajes como el de este lunes a un expolítico, pues se conservaría cierta sensibilidad por todo lo que causa desvelo a los ciudadanos, quienes han visto morir a los suyos sin poder ni siquiera visitarlos en el hospital ni acompañarlos en su entierro.
No es culpa de Anguita, claro. Es del aparato. Y eso no es ni un grupo ni un partido. Es una enorme red que hace muchos años atrapó al Estado y a todos nosotros.
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