Opinión

Gabriel Rufián y el comportamiento del cochino jabalín

Juan Gabriel Rufián Romero nació en Santa Coloma de Gramanet (provincia de Barcelona) el 7 de febrero de 1982. Es el único hijo q

Juan Gabriel Rufián Romero nació en Santa Coloma de Gramanet (provincia de Barcelona) el 7 de febrero de 1982. Es el único hijo que tuvieron Antonio Rufián, hijo de inmigrantes procedentes de Bobadilla (Jaén), y Pepi (por Josefa) Romero, también hija de inmigrantes andaluces, en este caso de Turón (Granada). La familia se instaló en el barrio del Fondo, lugar que fue muy poblado por gentes que venían de otras partes de España en los años 60 del siglo pasado y que más tarde fue el destino de muchísimos inmigrantes más, pero estos llegados de África y Asia. Hoy los foráneos son la población mayoritaria.

Antonio y Pepi llevaron una peletería que acabó naufragando (hace de esto unos veinte años) precisamente porque el cariz humano del barrio había cambiado por completo. Él trabajó en lo que pudo. Ella, que estudió para auxiliar de Enfermería y que cuidó ancianos en una residencia, está o estaba de administrativa en una oficina de la Generalitat. Fue siempre una familia de izquierdas.

La formación académica de Gabriel Rufián, llamado Juanga (por Juan Gabriel, su nombre completo) cuando era pequeño, ha sido motivo de ardua controversia. Se sabe con certeza que estudió en el colegio Virgen de las Nieves (Les Neus), de Santa Coloma, y más tarde en el centro El Cultural, de Badalona, más caro. A partir de ahí su currículum académico entra en una zona de niebla. El propio Rufián ha llegado a reproducir en Twitter un título de diplomado en Relaciones Laborales expedido a su nombre por la Universidad Pompeu Fabra. La fecha es de marzo de 2006. También es cosa generalmente admitida que hizo un master en Dirección de Recursos Humanos, en la misma universidad. Todo podría ser. Pero no hay forma de saber por qué eliminó de su perfil en redes un título de Graduado Social que parecía ser poco… verosímil.

Fueron sus propios compañeros, por tanto, quienes lo echaron a los pocos meses, por la sencilla razón de que no iba a trabajar. O iba muy poco

Tampoco es fácil averiguar cuál es la dificultad para lograr esas titulaciones, cuántas horas de clase son necesarias ni cómo lo hizo este hombre, porque desde que era un chaval ha tenido que buscarse la vida: descarga de camiones, prácticas en el Hospital Clínic, más prácticas en la empresa Manpower (un gigante multinacional del trabajo temporal), un puesto de controller en la tienda de ropa H&M hasta que, al fin, encontró algo más o menos estable en Organización Activa: otra empresa de trabajo temporal (ETT) que trabajaba con gentes de otros países y en la que estuvo diez años. Pero la empresa quebró en 2014. Rufián y otros compañeros más fundaron entonces Maipú Works SL, empresa de subcontratación de personal industrial. Fueron sus propios compañeros, por tanto, quienes lo echaron a los pocos meses, por la sencilla razón de que no iba a trabajar. O iba muy poco. Ya estaba en otras cosas.
Rufián tuvo siempre interés por el periodismo (el insensato quería ser corresponsal de guerra “como Pérez Reverte”, decía), pero no lo consiguió, o no por los medios habituales. No alcanzó la nota suficiente para entrar en la Facultad, que no es precisamente la misma que se exige para Medicina o Arquitectura. Pero no lo logró. De ahí que se conformase con lo de las Relaciones Laborales, donde eran mucho menos exigentes.

Y tonto no es, no lo ha sido nunca. Fue un estudiante mediano tirando a alto. Le gustaba escribir y tenía, esto sí, ingenio y rapidez de respuesta. A todo esto lo acompañó, ya desde adolescente, un ego del tamaño del portaviones Nimitz: chulo a la vez que huidizo, con aires de superioridad, agresivo, pendenciero: el “chico malo” de la clase, que se siente por encima de los demás y que pretende liderar un grupo en el que, a la vez, le cuesta integrarse. Un chaval problemático que venía de una familia de izquierdas, sí, pero inocultablemente española, y que sin embargo se hallaba en un medio humano en el que muchísima gente de su edad (y de otras, obviamente) era independentista. ¿Cómo se sobrevive a eso? ¿Cómo se conduce uno cuando todos te miran y te preguntan “tú de dónde sales, quién eres”? Pues está claro: convirtiéndose en el más independentista de todos.

La trayectoria política de Juanga Rufián está marcada por la casualidad, su talento para hablar en público, su habilidad para las frases ingeniosas, un innegable talento teatral y desde luego una ambición sin límites. Fue de vocación tardía: de chico, y de joven, nunca mostró excesivo entusiasmo por la política, por las manifestaciones ni por el activismo, pero cuando entró en todo eso lo hizo en tromba, con la furia del converso. Se apuntó a Súmate, un grupo de castellanohablantes independentistas de origen no catalán tutelado por ERC. Tenía 30 años, es decir, que ahora mismo hace tan solo diez de todo aquello. No mucho tiempo después (febrero de 2014) habló en un acto público por primera vez; Eduardo Reyes, líder de Súmate, lo presentó como un “graduado social” (¿?) de origen andaluz y nacido en Santa Coloma.

Lo hacía muy bien; quiere esto decir que le cogió rápidamente el punto al populismo y se dio cuenta de que la forma más eficaz de llamar la atención era ser el más bestia de todos

Le cogió el gusto inmediatamente. Se hizo cada vez más de izquierdas y cada vez más indepe. Le echaba al activismo todo el tiempo que podía, por eso faltaba al trabajo. Pedía, casi exigía que le llamasen para hablar, para intervenir, que reprodujesen en redes lo que él decía. No tenía un duro y no aportaba la pequeña cuota mensual, pero decía que lo pagaba con el tiempo que le dedicaba a “la causa”, que era muchísimo. Empezaron a llamarle de tertulias de televisión, algunas corrientes y locales, otras muy feroces como las de Intereconomía. Fue un fogueo espléndido por el que también pasaron Inés Arrimadas o Pablo Iglesias. Lo hacía muy bien; quiere esto decir que le cogió rápidamente el punto al populismo y se dio cuenta de que la forma más eficaz de llamar la atención era ser el más bestia de todos, tanto en sus opiniones como en su forma de expresarlas, que era insolente y, como le dijo alguien alguna vez, “barriobajera”. Rufián tenía un talento natural para la demagogia y para la provocación. Más que hablar, tuiteaba.

Ahí fue cuando le echó el ojo el líder de ERC, Oriol Junqueras, y se acabaron los problemas laborales de Gabriel Rufián. También su buena relación con muchos de Súmate. Ocasión hubo en que una reunión estuvo a punto de acabar literalmente aostias, como se dijo entonces, entre Rufián y otro compañero. Fue cuando el ego del impetuoso activista produjo una de esas frases inolvidables, perfectas, que se le dan tan bien: “Cuesta imaginarme gritando, pero grité”, diría más tarde, sin que los que escuchaban saliesen de su asombro.

Junqueras vio en Rufián a un castellanohablante que parecía ser más indepe que él, aunque nadie sabía de dónde salía aquella fiera a la que nadie parecía poder parar en cuanto agarraba un micro

Junqueras vio en Rufián a un castellanohablante que parecía ser más indepe que él, aunque nadie sabía de dónde salía aquella fiera a la que nadie parecía poder parar en cuanto agarraba un micro. ERC no tenía a nadie con aquel perfil. Hicieron planes. Rufián pasó brevemente por la Asamblea Nacional Catalana (ANC) antes de presentarse como candidato al Congreso de los Diputados por ERC. Estamos en diciembre de 2015. Hacía un año que había dado su primer discurso. Logró el escaño.

Este fan de Led Zeppelin, de Brad Pitt, del RCD Español, de Jurassic Park y de Francis Ford Coppola (otra de sus perlas: “Todo lo que sé de política lo he aprendido en El Padrino); este perdonavidas medio hipster que se ha casado dos veces, no tardó en asombrar al resto de los diputados en el Congreso. La razón es sencilla: nadie recordaba haber visto allí a nadie tan histrión, tan zafio y tan maleducado. Hubo quien apuntó: “Bueno, Martínez Pujalte también era bastante payaso…”. Pero no. Ni Pujalte ni nadie. Pronto salió la broma (si es que era una broma) de que Rufián no tenía un apellido sino una definición: “Persona sin honor, perversa, despreciable”, dice el diccionario de la Real Academia. Más o menos eso era lo que el diputado de ERC se esforzaba en aparentar que era.

Rufián jugaba con ventaja: no hablaba para los demás diputados sino para la televisión. Había otros que hacían lo mismo, pero nadie como él. Lo suyo no eran intervenciones o turnos de palabra sino shows dignos de Sálvame, programa en el que también llegó a participar. Su desvergüenza no tenía límites y su procacidad tampoco, pero sabía muy bien que el resto de los miembros del Parlamento jamás llegarían a su grado de histrionismo: esa era su mejor ventaja. Quería hacerse popular y esa era su manera de conseguirlo. Es, pura y dura, la escuela de Donald Trump. Ni siquiera la de Boris Johnson. Trump.

El día en que sacó, desde su escaño, una impresora para jactarse de que él ya tenía hecha su papeleta para votar en el simulacro de referéndum para la independencia de Cataluña. El día en que sacó unas esposas de presidiario y dijo que ojalá Rajoy acabase con unas iguales. El día en que se presentó ataviado con una camiseta en la que se veía a Rodrigo Rato entrando en prisión. El día en que llamó “palmera” a la diputada Beatriz Escudero (ella le llamó imbécil a él). El día en que llamó a Aznar, a la cara y en sede parlamentaria, señor de la guerra, ladrón y carcelero. El día en que la emprendió con Daniel de Alfonso, director de la Oficina Antifraude de Cataluña, y le llamó corrupto, gallo, lacayo, conspirador, mamporrero, Vito Corleone y, para terminar, gánster. El día en que llamó a la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, miembro del “comité de defensa del Ibex 35”. Los diputados aguardaban las intervenciones de Rufián con la misma ilusión con que las marujas esperan a que Belén Esteban salga por la tele dando voces.
Y por fin, su más alto momento de gloria: el día (21 de noviembre de 2018) en que Gabriel Rufián consiguió por fin que la presidenta del Congreso le expulsara del hemiciclo después de insultar al ministro de Exteriores José Borrell, de la manera más hedionda en que un representante de los ciudadanos ha sido insultado jamás en ese lugar. Lo había logrado. Nadie hablaba de otra cosa más que de él. Por fin. La imagen de Rufián en su escaño, feliz, con los brazos extendidos como una diva de ópera que saluda después de su aria, está en la historia del parlamentarismo español. Aunque sea en la historia negra.

Pero un día, hace no demasiado, todo cambió. Es obvio que llegaron “órdenes del jefe” desde Cataluña. Rufián pareció dulcificarse, pareció sosegarse, quizá ante la posibilidad de que su propio partido lo quitase del medio, y empezó a formar parte de las negociaciones entre ERC y el PSOE, al que Oriol Junqueras había decidido apoyar en el Congreso para mantener en pie el gobierno de coalición.

Así llegaron los indultos a los presos independentistas por los bochornosos sucesos de octubre de 2017. Llegó la aprobación de los Presupuestos del Estado, en cuya negociación Rufián regateó con insuperables habilidades de trilero para conseguir lo que quería. Llegó el día en que Rufián criticó a los ultras de los CDR, que estaban prendiendo fuego a las calles de Barcelona, y les llamó fascistas: ahí se ganó el odio inextinguible de muchos separatistas, los mismos que antes jaleaban sus bufonadas, y que le llamaron traidor. También los indepes le llamaron mentiroso y charnego en la plaza de Urquinaona, en el centro de la ciudad, durante una protesta. Rufián tuvo que evaporarse discretamente. Eso fue en octubre de 2019.

Este es el hombre que ha negociado con Pedro Sánchez la desaparición del delito de sedición (que afecta directamente a los independentistas) y su sustitución por otra figura jurídica que conlleva penas mucho menores. Y este es el hombre que ahora se propone eliminar, o aguar todo lo posible, el delito de malversación, que es la otra fechoría de la que se acusa a los líderes del procès. Este hombre que daría lo que le pidieran por contemplar el fin de la Constitución y de España misma como nación, es el que está negociando los cambios de leyes que nos afectan a todos.

Ahora le dejan gritar menos, pero sigue feliz. No hay más que verle.

* * *

El jabalí (sus scrofa) es un mamífero artiodáctilo de la familia de los suidos. Es pariente del cerdo doméstico, pero de esto el cerdo no tiene culpa alguna, como fácilmente se comprende. El jabalí se halla en gran parte del planeta y está incluido en la lista de las cien especies invasoras más dañinas del mundo por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, siglas en inglés).

Es un animal grande, peludo, fuerte, veloz y enormemente acomodaticio a diversos hábitats, por distintos que estos sean. No tiene muy buena vista pero sí un asombroso olfato, que le permite arrimarse a lo que le interesa y buscar lo que quiere sin la menor dificultad. Es omnívoro. Quiere esto decir que come de todo, incluso ideológicamente, si la necesidad aprieta. Y no le gusta trabajar. Duerme durante más de 12 horas al día. Es, por así decir, el matón del bosque. Se cree el más importante de todos allí donde está. Incluso cuando le da por entrar en las ciudades a hozar y a buscar comida en los basurales. Lo que se dice un chulo.

Son característicos del jabalí sus “repentes”. Puede estar tan tranquilo, dedicado a la difícil tarea de sobrevivir, cuando de pronto, sin causa aparente, entra en erupción, se pone a chillar de una manera espantosa, emprende la carrera y, provisto como está de unos grandes y afilados colmillos, ataca con sus 90 kilos a lo que tenga delante, ya sea animal, vegetal, mineral o cosa, como decía Fernando Savater.

Es, por tanto, animal violento, orgulloso y peligroso, algo obtuso pero despiadado; feroz pero también siempre dispuesto a la huida si la situación se le pone difícil. Es entonces cuando, acobardado, se convierte en el “cochino jabalín” que tanto se popularizó hace años en algunos programas de televisión.

En la historia parlamentaria española hay también jabalíes. Así se llamó a un grupo de diputados de la extrema izquierda durante la segunda república. Durante las Cortes Constituyentes se caracterizaron no ya por su radicalismo, que también, sino por lo que hay que llamar gamberrismo. Ortega y Gasset dijo en el hemiciclo: “Hay, sobre todo, tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí”. El escritor Wenceslao Fernández Flórez dijo de ellos que estaban dotados de “un vozarrón formidable, pero su absoluta falta de preparación no les permite utilizarlo en decir cualquier cosa importante o luminosa”.

Como quizá cabía esperar, la vida del jabalí es breve. No suele pasar de los seis años. Políticamente, nunca se ha visto que dure mucho más.

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