Entró a la sala Cánovas embutido en una camiseta negra estampada con el rostro de José Couso, aquel reportero español asesinado en el ataque militar al Hotel Palestine durante la guerra de Irak. Así se abrió paso Gabriel Rufián: con el retrato de un hombre muerto impreso entre el pecho y la tripa. El golpe de efecto para el scketch sobre Las Azores que el diputado de Esquerra llevaría semanas ensayando frente al espejo del baño. Semejante gesto delataba una primera pulsión necrófila. Esas ganas ocultas de comer con las manos, de aparentar más hombría de la que se tiene, de esconder las miserias propias impartiendo lecciones desde un taburete moral. El entremés de Rufián con el ex presidente de gobierno José María Aznar en el Congreso de los Diputados fue eso: el Gordo de Navidad de quienes tocan constantemente la entrepierna de su propio ego.
Eso es Rufián, el pornógrafo de los malos modos, el exhibicionista de un amor propio turgente y sonrisa lúbrica de resentido
Gabriel Rufián, el mismo de las esposas y el de la impresora bajo el brazo, desplegó el número favorito de su repertorio: la puesta en escena de un exceso desprovisto de cualquier elegancia. Eso es Rufián, el pornógrafo de los malos modos, el exhibicionista de un amor propio turgente y enrojecido en el glande de sus obcecaciones. No se trata, ni mucho menos, de defender a un José María Aznar anciano y bilioso, un hombre sembrado en sus odios que contestaba con chulería a las bofetadas de un reservista. No hace falta defender a quien ya tiene a la muchachada de los populares, gente que lo recibe haciendo la ola mientras el líder propina a los benjamines pellizcos en las mejillas como si de un boli en el canalillo se tratara. Esta Polaroid, el fotomatón de la semana, no va de Aznar. Va de Rufián, el hombre que honra su apellido.
¿Qué recuerda usted, lector, del martes de esta semana? Haga memoria. De lo visto hace unos días, ¿qué viene a su mente? La voz susurrante y cotorra de Rufián. La sonrisa lúbrica del resentido, la pulsión erótica de quien lleva años memorizando escenas de tortura calcadas de un porno malo e incluso de la serie B más chunga. Un cabo del miedo de Santa Coloma de Gramanet. Alguien que airea la afectación de las ensoñaciones sexuales y deja a la vista la membrana irrigada del resentimiento. Al fin, frente a él, un monigote amarrado con el cual lucirse descargando puñetazos al tiempo que le dice, con voz de malvado de Marvel, que los buenos al final siempre ganan. Seguro lo diría con más lentitud e histrionismo. "Puede llamarme Rufián… Gabriel Rufián", a lo Ian Fleming.
Un cabo del miedo de Santa Coloma de Gramanet. Alguien que deja a la vista la membrana irrigada del resentimiento
“¿Es usted J.M?”, decía Rufián, muy cerca del micrófono, demorándose en el terciopelo de sus complejos y del escaso repertorio de su cultura cinematográfica -¿Rufián no ha visto más películas en su vida que El Padrino?-. La contestación de Aznar no fue más elegante, pero sí más erecta y cortijera, con los brazos en jarra y las manos sobre el cinto. El espectáculo no era lamentable, era mucho peor. Lo de la comisión de la financiación del Partido Popular era algo así como aquellas páginas del El lamento de Portnoy de Philip Roth. El espectáculo de un Daniel Zuckerman venido a menos eyectando sus miedos hasta salpicar el techo. El autoplacer de quien, mirándose al espejo, se sorprende de su propio sex apeal. Oprimido y el opresor; el payés y el terrateniente. Juntos, Aznar y Rufián componían el retrato de conjunto de algo que se cae a trozos. ¿Cómo llegaron a coincidir, en una misma miseria, semejantes gallos? Los picotazos no eran tan manifiestos como la energía de sus espuelas. Una extraña carnicería entre gallináceos tuertos.
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