1. Según se lee en Datos y cifras del Sistema Universitario Español. Publicación 2019-2020, editado recientemente por el Ministerio del ramo, el porcentaje de profesores que trabajan en la misma universidad en la que leyeron la tesis es del 73,5% para las universidades públicas y del 32,9% para las privadas. Los datos corresponden al curso 2017-2018, pero dudo mucho que hayan cambiado de forma sustancial en los dos cursos siguientes. De los porcentajes se deduce que en las universidades públicas está mucho más reservado el derecho de admisión del profesorado que en las privadas. En otras palabras: por paradójico que resulte, las públicas son mucho más privadas que las privadas. El documento también facilita los respectivos porcentajes de profesores que trabajan en una universidad de la misma comunidad autónoma en la que leyeron la tesis: un 87,5% en el caso de la públicas y un 76% en el de las privadas. ¿Cómo pueden aspirar las universidades públicas de este país a figurar algún día entre las mejores del mundo –no digo ya entre las 20 o las 50 mejores, pero sí al menos entre las incluidas en la franja que va de la 51 a la 100 según el ranking de Shangai–; cómo pueden aspirar a ello con semejante nivel de endogamia y de enclaustramiento autonómico de su profesorado?
2. El principio de autonomía universitaria no rige para los rectores de las universidades públicas catalanas. Su dependencia del poder político es escandalosamente absoluta. Y acaso lo más obsceno de su conducta sea constatar que ni siquiera hace falta que ese mismo poder les indique cómo comportarse. Cualquier intermediario acreditado sirve. Por ejemplo, Òmnium Cultural, esa force de frappe del independentismo que ha promovido entre la comunidad académica la demanda de una ley de amnistía que saque de las cárceles y de la penalidad legal a los políticos catalanes presos, y a la que se han adherido, todos a una, los excelentísimos y magníficos rectores de las universidades públicas catalanas.
Las calles 'franquistas' de Palma
3. En el belén que se armó la pasada semana a cuenta del cambio de nombre de las calles de Palma de Mallorca se pasó de soslayo, salvo alguna excepción, como la del periodista Tomeu Maura, sobre el origen académico de la iniciativa. Está bien, sobra indicarlo, afear al gobierno nacionalista y de izquierda de la corporación municipal, y en particular al alcalde socialista José Hila, su responsabilidad. Pero el atentado a la verdad tenía eso que los medios de comunicación llaman “autor intelectual”. En este caso, Gabriel Bibiloni, profesor de Filología Catalana de la Universidad de las Islas Baleares desde hace décadas, adoctrinador profesional –muchos de quienes imparten hoy en día las asignaturas de lengua y literatura catalana en los institutos baleares han pasado por sus clases– e insigne propagador del odio a todo lo español. Este docente publicó en 2013 un libro titulado Els carrers de Palma que ha servido de pauta –y lo que es más grave, de autoridad– para introducir y justificar los cambios en el callejero y en las placas de calles y plazas. Algunos, como por ejemplo los referidos a los almirantes Cervera, Churruca y Gravina, cuyas placas fueron repuestas al poco de ser sustituidas –por indicación al parecer de Ferraz–, expiaban la culpa, al decir del profesor universitario, de ser nombres “claramente franquistas (…) impuestos (…) en 1942 (…)” y dedicados a barcos que participaron “en la guerra de 1936-1939” –hubo, en efecto, tres barcos con estos nombres, aunque sólo uno llevaba el almirante delante, el Cervera, y los otros dos lucharon bajo bandera republicana–. Huelga precisar que semejante tergiversación de los hechos no tiene otra explicación que la que resulta del contrastado sectarismo ideológico del académico, a la que se añade una manifiesta ignorancia. Y por si no bastara con la ya evidenciada, al pobre almirante Churruca, muerto en la batalla de Trafalgar, lo liquida Bibiloni en su libro en la de Lepanto.
4. El ministro de Universidades, Manuel Castells, confundió el pasado viernes en una comparecencia pública a Leopoldo Alas padre con Leopoldo Alas hijo. Podría tratarse de un simple lapsus, si no fuera porque se trataba de explicar el porqué del homenaje que la Universidad de Oviedo a quien fue su rector, fusilado en 1937 tras la entrada de las tropas nacionales en la ciudad, o sea, 36 años después del fallecimiento de su padre, apodado Clarín, de muerte natural. Me temo que el regente del Ministerio no ha leído La Regenta. Ni siquiera debe de haber visto alguna de sus adaptaciones cinematográficas. O tal vez todo sea mucho más simple y Manuel Castells tuviera ese día un delirio parecido al que le llevó a decir este domingo que “si este gobierno colapsara, que no lo hará, sería la desintegración total de este país” y a justificarlo de este modo: “Somos la última muralla de defensa de la civilidad, lo digo en serio”. Aunque él no lo sepa, entre esto y aquel centinela de Occidente no hay más que un paso.
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