La Guardia Civil siempre ha hecho de la disciplina una de sus principales señas de identidad. A veces incluso en exceso. De ahí que algo muy grave haya tenido que suceder -incluso más grave de lo que hasta ahora sabemos- para que un general del Cuerpo, a la sazón el Director Adjunto Operativo, tome la decisión de romper con estrépito otra de las reglas que los “picoletos” llevan a gala, la discreción, y dimita a solo una semana de su pase a la reserva. La decisión del teniente general Laurentino Ceña es mucho más que el puñetazo en la mesa de un hombre que ya nada tiene que perder; es la digna reacción de un servidor público en defensa de la institución a la que ha servido con lealtad.
La honorable reacción del general se producía inmediatamente después del inexplicable e inexplicado cese del coronel Diego Pérez de los Cobos (la justificación dada por el ministro Marlaska no tiene ni medio pase), apartado de la jefatura de la Comandancia de Madrid por negarse a desobedecer las instrucciones de una juez. Pero sobre todo, a lo que con su dimisión respondía Ceña es a la obscena operación de desprestigio de la Guardia Civil, diseñada para tapar el anómalo, inmoral y probablemente ilegal cese de Pérez de los Cobos. Curioso que los que con mayor entusiasmo critican ahora a Ceña y Pérez de los Cobos coincidan con los que dieron por bueno aquello que dijo el también general de la Guardia Civil José Manuel Santiago: que la Jefatura de Información del Cuerpo trabajaba para “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”.
La decisión del general Ceña es mucho más que el puñetazo en la mesa de un hombre que nada tiene que perder; es la digna reacción de un servidor público en defensa de su institución
Despreciable actitud la de quienes en aquel momento miraron para otro lado y hoy, con un sectarismo devastador, linchan en las redes sociales al coronel destituido y, demostrando un desdén absoluto por los principios esenciales de una democracia, rechazan la evidencia de que la cuestión de fondo no es la dudosa calidad de un informe que solo es un elemento más de las diligencias ordenadas por la juez Rodríguez-Medel, sino la filtración interesada de aspectos parciales de una investigación para así justificar la inadmisible injerencia -y la total ausencia de escrúpulos- de un Gobierno capaz de llevarse por delante el prestigio de las instituciones con tal de imponer su santa voluntad.
No es nuevo. El Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias hace tiempo que utiliza el viejo procedimiento de la filtración sesgada como método de presión. El equipo encargado de diseminar el estiércol funciona a las mil maravillas. El resto es propaganda. Sin ir más lejos, esta misma semana el Gobierno ha puesto en marcha una potente campaña publicitaria y de comunicación alrededor del lema #SalimosMásFuertes. Y uno se esfuerza, y se dice a sí mismo: vamos a ser constructivos; huyamos del catastrofismo. Pero es que no se puede. Porque llega el Marlaska de turno y frena en seco tus buenas intenciones. Y luego ves en todos los periódicos el eslogan que han elegido y te das cuenta de que es mucho más que falso; es ofensivo. Parece inspirado por esa otra frase que Baltasar Gracián le atribuye a Pablo de Parada: “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”. O en el aforismo de Miguel Ángel Arcas, aquel que dice que “la memoria es lo que queda después de olvidar”. Nos tratan como tontos. O nos quieren atontar, que viene a ser lo mismo. Y es que para sobrevivir necesitan que al otro lado de la valla solo haya una legión de bobos y desmemoriados, porque ya casi no les quedan líneas rojas que cruzar (digo casi, porque alguna inquietante hay todavía por ahí). Han perdido el control; y la cabeza.
La gran oportunidad perdida
Por eso retuercen la verdad hasta hacerla irreconocible. Ya qué más da. El #SalimosMásFuertes es otro patinazo descomunal de la factoría Redondo, por lo que se ve instalada hace tiempo en la rutina de tomar a los españoles por imbéciles. Ruedas de prensa monitorizadas, clausura del portal de transparencia, incautación de los medios públicos e intento de subarriendo de los privados… El núcleo duro de Moncloa parece la tripulación estupefaciente de un submarino descacharrado que solo observa la realidad desde profundidades abisales y a través de un periscopio cada vez más empañado. “Salimos más fuertes”. La ocurrencia es tan torpe que le hace al Gobierno un daño irreparable y provoca justamente lo contrario de lo que persigue, poniendo si cabe aún más de relieve la mayor de las decepciones soportadas a lo largo de esta dolorosa experiencia: la oportunidad perdida de reunir a los españoles en un esfuerzo común, en lugar de fomentar, como se ha hecho, la confrontación entre bloques antagónicos.
En su libro 'Qué hacer con España' (Destino), César Molinas describe la crisis española como tridimensional: económica, institucional y moral. Desde luego, era materialmente imposible que tras el terrorífico impacto de la covid-19 nuestras finanzas salieran bien paradas. Tiempo habrá de analizar lo que en este apartado se ha hecho bien, mal o regular, pero, de entrada, es en esta variable en la que la responsabilidad del Gobierno era más limitada. Otra cosa serán las repercusiones futuras de las decisiones que se tomen hoy, pero la crisis económica de nuestro país es gran parte la herencia de gobiernos que, durante décadas, han jugado por lo general al cortoplacismo, favoreciendo con su falta de coraje para afrontar el problema un déficit estructural que acabará por devorarnos.
La Moncloa se parece a la tripulación de un submarino que solo observa la realidad muy de lejos y a través de un periscopio cada vez más empañado
Cuestión distinta es la contumacia con la que el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha debilitado en esta crisis las instituciones y la escasa moralidad de algunas de sus decisiones, desmontando de paso cualquier atisbo de esperanza de que eso que se dio en llamar la “nueva política” vaya a cumplir sus muy publicitadas promesas de regeneración. Hasta la fecha, el balance provisional del Gobierno de coalición no puede ser en este sentido más decepcionante. A saber:
1.- Se ha engañado con toda frialdad a los ciudadanos, a los que en campaña electoral se les garantizó con vehemencia una cosa para luego hacer exactamente lo contrario.
2.- Se ha dado de forma sistemática la espalda al consenso como método para abordar las reformas pendientes y las decisiones que afectan a la mayoría de la sociedad.
3.- Se ha afianzado el cesarismo como opción de liderazgo, estrechando, hasta hacerlos intransitables, los cauces de participación interna y de debate en los partidos que sostienen al Gobierno de coalición.
4.- Se ha favorecido el bloqueo institucional, debilitándose el esencial principio de la separación de poderes, con episodios tan perniciosos y preocupantes como el de la destitución de Pérez de los Cobos o el deterioro reputacional al que José Félix Tezanos condena mes tras mes al CIS.
5.- Se han ocupado los medios de comunicación públicos al objeto de imponer un único mensaje y diluir la discrepancia.
6.- Se han utilizado instrumentos no siempre sutiles para restringir la libertad de expresión y coaccionar a los profesionales de la información.
7.- Se han traicionado principios de conducta que se presentaban como inamovibles y con ello la confianza en la política de muchos ciudadanos (Galapagar, pacto con Bildu…).
¿Seguimos?
Las primarias, raíz del mal
No, ciertamente no salimos más fuertes, sino con el mayor grado de desconfianza en la política y en las instituciones que se recuerda; con las opciones de construir un amplio acuerdo nacional cercenadas; con una descomunal sima que divide a los españoles; con una derecha y una izquierda extremas más radicalizadas que nunca; con un Gobierno cuya debilidad y falta de competencia (si acaso se salvan los tres independientes -Robles, Calviño y Escrivá- y Planas) nos sitúa en una situación de inferioridad negociadora en Europa.
¿Qué cómo hemos llegado hasta aquí? Pregunta con muchas derivadas, pero con un punto en el que se fusionan muchos de nuestros males: la insoportable y sistemática mengua de la calidad de nuestra clase política, acentuada por esa práctica falsamente hiperdemocrática, tan alegremente aceptada, que llamamos primarias, y que ha degenerado en el exhibicionismo hueco de la política-espectáculo. Pero esa, y el rechazo a reformar una ley de partidos políticos que está en la raíz de este inasumible deterioro, son historias que merecen capítulo aparte.
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